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Ed. Gustavo Gili, año 1983. Tapa dura con sobrecubierta. Tamaño 29 x 23 cm. Incluye 430 reproducciones a color y blanco y negro sobre papel ilustración. Estado: Usado excelente. Cantidad de páginas: 256
Este libro presenta la ocasión de tener un punto de vista amplio, de recoger, aunque esperemos, de recapitular las ideas que informan mi obra, obra que creo, en contra de modestia, puede servir hasta cierto punto como símbolo para unos cuantos de nosotros que creemos en una arquitectura que propone conscientemente soluciones culturales a través del vehículo de la estética. Demasiadas veces, la búsqueda de una arquitectura destinada a la comunicación de «significado», en el sentido en que esperamos que lo haga la «estética».
Esta es una separación falsa y espero que la obra demostrará el esfuerzo para transformar lo cotidiano en lo poético, pues construir formas bellas y lugares bellos, transformar lo cotidiano en lo poético, pues construir formas bellas y lugares bellos, sorprender e incluso inspirar, es todavía lo esencial del acto arquitectónico. Aunque la obra nunca ha colmado del todo mis aspiraciones, no puedo más que expresar que el esfuerzo para inspirar estos sentimientos ha guiado siempre mi proceso.
Lo que estoy diciendo puede expresarse de otra manera; para mí el placer en arquitectura no se consigue simplemente en proyectar edificios y su situación por sí mismos —lo que Le Corbusier caracterizaba de forma inefable como «el juego de las formas bajo la luz»— sino que requiere que estas formas incorporen el recuerdo de edificios y de su localización pertenecientes al pasado de uno mismo y al pasado en general, a la cultura. Esto puede parecer una especie de nostalgia, no el tipo de recuerdo manufacturado que uno encuentra en el mercado, sino algo más seriamente relacionado con la experiencia individual de cada uno como artista y con las cualidades y características del medio cultural en que debe insertarse la obra. Nuestra tarea consiste en abrirnos a nuestro pasado personal así como al pasado cultural; para saber quién somos, saber quién hemos sido y dónde estamos.
Quizá saber dónde estamos es todo lo que podemos saber. Llegué a ser arquitecto porque amaba los edificios de mi ciudad, Nueva York, e imaginé que un día yo haría otros como éstos, no los mismos sino otros que, como éstos, estuvieran inhibidos del espíritu de confianza y dignidad de los mejores. Nunca he estado muy lejos de mi ciudad, y me ha hecho sentir en una especie de esclavitud infantil durante veinticinco años o más. El Nueva York de mi juventud ha sido hasta hoy el tema central de toda mi obra arquitectónica.
El contenido de este volumen, documentos sobre distintas obras realizadas a lo largo quince años, está dividido en dos grupos relacionados desde el punto de vista cronológico que pueden ser descritos, con un cierto rubor sin embargo, como pertenecientes a épocas de «juventud» y «madurez temprana». El primer periodo empieza en el momento en que terminé mi formación en Yale, en 1965, y expresa la preocupación no sólo por la necesidad de alcanzar un cierto grado de credibilidad profesional sino también por la búsqueda inicial de una riqueza de expresión creativa que debería estar proporcionada a mi mucho más desarrollado sentido crítico de los resultados.
Esta búsqueda, expresada en una serie de direcciones distintas, estaba sin embargo limitada por mi incapacidad para darme cuenta de que la única manera efectiva de enriquecer mi vocabulario arquitectónico, sin llegar a recurrir a formas de expresión inadecuadas, era romper libremente con el concepto de arquitectura que yo tenía entonces, limitado por naturaleza, un concepto que se me ha mostrado como el único o, por lo menos, el más apropiado, el mejor, el más cercano a nosotros en el siglo XX, un concepto que fue descrito como abarcándolo todo -como algo uniforme, y creo que esto es un error—, como la «Arquitectura Moderna». Por eso las obras de mis primeros diez años de trabajo deberían verse como un intento de salir al exterior volviendo al ejemplo de los primeros maestros del Movimiento Moderno, sobre todo las formas de invención de Le Corbusier y las complejidades especiales de Frank Lloyd Wright (ambos maravillosamente sintetizados en la obra de mi maestro Paul Rudolph). Es a Rudolph, más que a cualquier otra persona, a quien yo debo el concepto de arquitecto que tengo de mí mismo, fue él quien abrió mis ojos para ver (no simplemente para mirar) y, no sólo demostró que toda obra de arquitectura posee una lección, sino que todo arquitecto tiene la obligación de asumir todos y cada uno de los proyectos ofrecidos y hacer todo lo que pueda de la mejor manera posible para conseguir una arquitectura perfecta con ello. Lo más importante de todo es que Rudolph, sentado a mi mesa con la intención de hacer una crítica, sabía examinar mis rápidos apuntes y no sólo ver cosas que yo había hecho pero no podía ver, sino también ser capaz de dirigirme hacia la realización de ideas que yo no sabía que tenía.
Gracias a un profundo estudio de la obra escrita y construida de Robert Venturi a finales de los años 1960 y principios de 1970, se me abrió la puerta de lo que creo que es una visión más amplia de la arquitectura, una visión que me está llevando ahora a la segunda fase de mi evolución, una visión en la que me imagino todavía totalmente inmerso, una visión consistente en una conciencia cada vez más clara de que la forma de enriquecer la capacidad comunicativa de la arquitectura es romper con el modelo de lo que había sido considerado como la Arquitectura Moderna —es decir, el modelo del Movimiento Moderno— y conseguir una síntesis entre problemas y técnicas actuales y valores tradicionales. Al intentar romper con este modelo —o por lo menos entender cómo llegaron a formularse sus ideales— me he ido dando cada vez mayor cuenta de cómo es la tradición de la Arquitectura Moderna y de sus amplias y profundas relaciones con nuestra experiencia cotidiana.
Creo que existen tres paradigmas —o tal vez, más correctamente, la interacción entre tres paradigmas— que caracterizan la Arquitectura Moderna: el clásico, el autóctono y el proceso de producción. El paradigma clásico tiene que ver con la gramática, la sintaxis y la retórica de lo que se llama generalmente lenguaje clásico: lenguaje y tradición de la cultura arquitectónica occidental. El paradigma clásico utiliza los métodos de composición y formas básicas tomados del mundo grecorromano como modelo de una arquitectura que pretende ser a la vez racional (matemática) y humanística (natural). El paradigma de lo autóctono está basado en la creencia de que el paradigma clásico es elitista y de que la arquitectura del mundo moderno debería hallar una base en la que asentar la forma. Este paradigma utiliza el ejemplo de la vida cotidiana con el fin de combatir los clichés vacíos de expresión a los que puede llevar una dependencia exagerada de los otros dos paradigmas. El paradigma de lo autóctono enriquece la arquitectura con un tipo de formas que son específicamente culturales. El paradigma del proceso constituye un intento de establecer un modelo para aquellas condiciones que son claramente las de la Era Moderna, el mundo de la superpoblación y de la producción industrial. Este paradigma ofrece una base para la forma que son los factores constituyentes de las producciones de la construcción y un concepto idealizado de las posibilidades de la producción en serie de la cultura occidental. Puesto que la arquitectura, como algo opuesto al simple construir, es una representación y no una expresión directa de la realidad, es, por lo tanto, un arte. Por eso la relación entre la producción arquitectónica misma y cada una de estas tradiciones o estilos —el clásico, el autóctono y el tecnológico— es simbólica, y es esta relación simbólica lo que da a los tres estilos una naturaleza de tipo paradigmático en el proceso de creación.
Las obras realizadas a partir de la Lang House dan la medida de un reconocimiento por mi parte cada vez mayor de lo Moderno en arquitectura. Cada uno de los proyectos realizados después de esta casa se puede considerar como un esfuerzo autoconsciente para descubrir, teniendo en cuenta las circunstancias de exigencias, localización y técnica, una serie de claves que permiten crear un diálogo significativo entre presente y pasado, entre las exigencias del momento y los paradigmas de la experiencia moderna.
La creación de una obra arquitectónica es, en parte, un proceso de asimilación cultural. A pesar de que incluye la resolución de problemas, los recursos de tipo funcional y tecnológico, aplicables a la gran variedad de situaciones en las que nos encontramos, están ya establecidos. Nuestra tarea es resolver los únicos problemas que parece que se presentan en un momento dado, examinándolos en relación con los paradigmas que han caracterizado nuestra tradición arquitectónica durante por lo menos 500 años. Esta operación puede salir no sólo de nuestro «talento» individual, espontáneamente, sin también de un conocimiento de la historia, de un tener en cuenta el estado en que se encuentra el arte de la arquitectura en un momento dado, un respeto serio a las aspiraciones e inteligencia de los clientes y de la sociedad que nos permite trabajar. Debe afirmarse continuamente que los edificios individuales, aunque estén alejados de otras obras arquitectónicas, forman parte de un contexto cultural y físico. Y lo que es más importante, tenemos la obligación de contar con estas relaciones no sólo en nuestras palabras sino también en nuestras obras. La arquitectura debe mantener su papel simbólico de representación, si piensa sobrevivir; la arquitectura no es un diseño y nada más.
Como cultura, como arquitectos, esto lo sabemos bien. Lo que debemos hacer es enfrentarnos claramente a este conocimiento, y al hacerlo, mirar el mundo que nos rodea, tomarlo tal como es, adaptar cada vez más sus objetos e ideas a nuestras necesidades al mismo tiempo que nos adaptamos nosotros a sus exigencias. Mi actitud hacia la forma, basada en el amor y conocimiento de la historia, no tiene nada que ver con cualquier tipo de imitación. Es algo ecléctico y utiliza el collage y la yuxtaposición como técnicas que permiten dar un nuevo significado a formas ya conocidas y, al actuar así, llegar a un nivel nuevo. Tengo fe en el poder del recuerdo (historia) considerado juntamente con la acción de la gente (función) para dar a una obra riqueza y significado. Si la arquitectura debe triunfar en sus esfuerzos para participar desde el punto de vista de la creación en el presente debe ir más allá de la tendencia iconoclasta del Movimiento Moderno y volver a tener para sí misma una base en la cultura y una lectura lo más completa posible de propio pasado.
He escrito estas palabras y he formulado estos proyectos en el convencimiento de que el Movimiento Moderno ha cumplido una función en literatura y artes visuales. Pero, al mismo tiempo, continúa siendo una proposición viable. Como perteneciente al Movimiento Moderno no puedo más que continuar siendo hijo del Siglo de las Luces; reconozco las exigencias que se le piden a la cultura partiendo de nuevos programas y nuevas técnicas; y no puedo permitirme ser atrapado por el presente.
INDICE
Prólogo, por Peter Arnell y Ted Bickford (editores)
Hacia una arquitectura moderna después del Movimiento Moderno, por Robert A. M. Stern
Lista cronológica de obras
Datos biográficos
Obras seleccionadas
Otras Obras
Entrevista con Robert A. M. Stern, por Dan Schneider
Bibliografía