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Ed. Aguilar, año 2016. Tamaño 23 x 16 cm. Estado: Nuevo. Cantidad de páginas: 200
Los pibes chorros, dice Cristian Alarcón, no nacieron como un prototipo de joven con la cara tapada, alardeando con un arma en la televisión. Aparecieron por primera vez como cadáveres. Cuando se encontró con el mito de Víctor “El Frente” Vital, estaba investigando sobre el aumento del gatillo fácil aplicado por la Policía Bonaerense a chicos cada vez más chicos para la sección Sociedad de Página/12. En esa investigación se encontró con el Escuadrón de la Muerte que actuaba en la Zona Norte del conurbano bonaerense. “Cuando empecé a investigar el Escuadrón, estaba en contacto con la Correpi (Coordinadora contra la Represión Policial Institucional) y la abogada María del Carmen Verdú me contó que en San Fernando existía el caso de un chico de diecisiete años que fue fusilado bajo una mesa, mientras gritaba: ‘No disparen, me entrego’. Decían que había sido una especie de Robin Hood, y después de su muerte comenzó la construcción de su mito. Me enteré de las ceremonias sobre la tumba de El Frente en el cementerio de San Fernando: los chicos le piden ofreciendo lo que consumen, marihuana y cerveza, para que los proteja de las balas de la policía cuando salen a robar. También le piden por otras cuestiones cotidianas. Ese fue el comienzo de la historia del libro.”
Ese mito, el de El Frente, es el eje de Cuando me muera quiero que me toquen cumbia, un non-fiction que mientras construye y deconstruye el mito, revela una trama y un territorio; trama donde se cruza la violencia del aparato policial, la relación entre transas y ladrones, la traición, desamparo y también la solidaridad en un territorio devastado, el de las villas San Francisco, 25 de Mayo y la Esperanza de San Fernando. “Me vi sumergido en otro tipo de lenguaje y de tiempo, en otra manera de sobrevivir y de vivir hasta la propia muerte. Conocí la villa hasta sufrirla”, escribe Alarcón en el prólogo.
Hoy, dos años después de entrar en ese territorio, la madre de Víctor Vital, Sabina Sotello, mantiene un diálogo político con Alarcón, que es cofundador de la Asociación Miguel Bru. El libro no es sólo un relato sobre la marginalidad y la acción criminal del aparato policial y el Estado sino que se inserta en una práctica política. “Es política la relación con los familiares, con Sabina y las mujeres del barrio, que me fueron llevando por los pasillos y me abrieron las puertas de los ranchos. Ellas fueron las guías; después tomaron la posta los pibes”.
¿Fue un desafío darle al libro una dimensión política?
–Sí. Se me cuestiona la ausencia de contexto y de declaraciones políticas. Pero yo nunca dejé de relacionar este libro con lo que publiqué en Página/12, a pesar de que mucha gente no quiso escuchar que hubo un Escuadrón de la Muerte en la Argentina. Pretendo que sea una interpelación y no un relato tranquilizador; busco que las contradicciones de los personajes se trasladen a las de los lectores. Políticamente, el desafío del libro era mostrar la complejidad de esta trama a partir de un pequeño hecho, y preservar la lealtad con los protagonistas sin caer en la lealtad demagógica, tumbera, que no me resulta simpática porque no es más que dominación pura. Y ahora, con el libro ya editado, el activismo político que compartimos no sólo se preservó sino que se fortaleció.
¿Por qué es tan importante en el relato el tema de la traición?
–El cronista siempre puede portar la traición como estigma, en tanto se infiltre en un territorio o en la vida de alguien para contarla. Pero, al margen de lo personal, empecé a darme cuenta de que, en el caso de la villa, con la desintegración social y la miseria, la traición empieza a ser una situación más recurrente. Pero no quería que fuera lo más importante. Primero tenía que construir el mito del ídolo pagano para poder contar la transición que se dio entre 1998 y 2002, el tiempo que narra el libro; si hacía eje en la traición, estaba traicionando la historia que había elegido. Aunque sí es cierto que la historia comienza con una muerte que también es una traición, pero del Estado hacia los civiles, una traición vengada en una batalla campal que dura una tardeentera, bajo una tormenta. Esa batalla es el primer capítulo, y el escenario para entrar a una historia que es muchísimo más dura que esa batalla. Después todo se complejiza. No es una de tiros.
El cronista está involucrado en el relato,y va cambiando de posición…
–Hay una decisión política de sostener la subjetividad como una condición para que el lector se haga responsable de que en ese recorrido está en juego lo propio. A mí, convivir con ellos me provocó decenas de cuestionamientos. En el libro no es terminante una posición a favor o en contra. A veces tengo vergüenza, otras miedo, otras cierto recelo o bronca. En muchos casos no estoy de acuerdo con lo que está ocurriendo, y no hago una hermandad con la violencia. Uno está en conflicto con esa violencia cuando está tan cerca. El cronista también es ambiguo; voy cambiando de posición. En algún momento también estuve fascinado, y la fascinación es lo que más me perjudicó para armar el relato.
¿En qué momento abandonó la mirada fascinada?
–Entrevisté muchas veces a un mismo grupo que está subdividido, tiene muchas internas y relaciones cruzadas. En un mismo territorio se juegan tantos intereses diferentes, de poder sobre todo, que no hay manera de sostener la fascinación. Elegí evitar toda disquisición sociológica o antropológica porque me comprometí con el non-fiction, con una estructura vertiginosa que el lector no pudiera dejar de leer. Pero esa información yo la manejo, y la fascinación dura hasta ahí. Uno comprende que no todo es pobreza y miseria, que hay actitudes y voluntades que no están coartadas por las condiciones materiales de existencia. Entendí que El Frente Vital no era un Robin Hood: era un pibe que no podía gastarse el dinero en casa de su madre, porque ella no aceptaba dinero robado, y por lo tanto hacía ostentación y era un demagogo; lo repartía de otra manera entre sus pares. Tampoco era un actor político que decidía un distribucionismo impecable. No había en él una voluntad de ser justo en términos sociales; era arbitrariamente justo. En vez de comprar caramelos tenía la obsesión de comprar yogur para los chicos, por ejemplo. De la misma manera, pagaba zapatillas Nike para su grupo, o el tenedor libre y la bailanta.
¿Cuál es la tradición de la crónica que lo influencia?
–Me da pudor decir Capote, Walsh y Hammet, pero ésas son mis lecturas. Y, por otro lado, la literatura latinoamericana. Me marcó especialmente Walsh, en lo referente a deconstruir y reconstruir un hecho político para darle un sentido después con lo narrativo. Pero respeto en lo que me relataron los protagonistas cierto texto y subtexto melodramático. El libro es una especie de ensamble entre el vértigo de un policial negro en sus escenas más crudas, y el melodrama, donde mi referente es Manuel Puig. En el camino de hacer es ensamble, dejé el melodrama para el subtexto, quizá porque en el melodrama estaba implicado yo: fui a los bautismos, a los cumpleaños y a los funerales de los protagonistas del libro. Supongo que el título tiene que ver con eso. Está tomado de una cumbia colombiana, la canción favorita de El Frente. Lo definí con Pedro Lemebel: estuvimos dos horas hablando de por qué uno busca el título en una canción, como lo hizo él en Tengo miedo, Torero. También es una reivindicación del melodrama: la cumbia es un ritmo de alegría explícita que encierra una tristeza tremenda. Es un bolero disfrazado.