Ediciones B, año 2005. Tamaño 18 x 12 cm. Traducción de Rhoda Henelde. Usado excelente, 808 págs. Precio y stock a confirmar.
«Se ha escrito tanto sobre los judíos que padecieron la persecución de Hitler que casi todo el mundo cree tener una idea de lo que fueron y de lo que les sucedió. Basta, sin embargo, una pequeña reflexión para caer en la cuenta de cuan superficial y exterior es dicho conocimiento, en cuánto se parece al de esos viajeros que, de paso por cien naciones, encuentran en la realidad justo lo que presumían, lo que ellos ya traían en su mente.
Al cabo, si nos preguntaran, ¿qué podríamos decir del Holocausto y de los que lo sufrieron? Sabemos que fueron millones los que, con cálculo y crueldad, fueron asesinados en Auschwitz y otros campos de exterminio, pero ¿qué ocurrió con los supervivientes? ¿Cómo se extendió la herida después de los años de la guerra? ¿Qué fue de los que consiguieron huir de los dominios de aquella Alemania donde la Muerte, como escribió Paul Celan, ejerció su magisterio?
No lo sabemos, o mejor dicho, somos legión los que no podríamos ir más allá de ese Lugar común donde chapotean la mayor parte de las palabras de este mundo; los que, por esa misma razón —la ignorancia y el humanismo no casan bien— necesitaríamos leer los libros de los escritores que podríamos llamar interiores; las confesiones o invenciones de quienes, como Primo Levi, Georges Perec o el propio Isaac Bashevis Singer pertenecieron a la comunidad perseguida y perdieron familiares, amigos, o incluso su propia vida.
Sólo a través de ellos podremos enfrentarnos a esa realidad y prepararnos para conocer otras igualmente complejas, alejándonos de lo convencional y lo simple, arrinconando actitudes que, como el arriero que puso el carro por delante de los bueyes, se preocupan más de las respuestas que de las preguntas. Pasando ahora a un terreno más concreto, ¿cuáles son las interioridades que se nos muestran en Sombras sobre el Hudson, ¿qué encontramos a lo largo de las casi seiscientas páginas del libro?
Pues muchas cosas, desde luego, pero sobre todo personajes —personas—, cuya vida quedó marcada por el Holocausto y que, refugiadas en Nueva York, sienten en su carne, en todos y cada uno de los actos de la vida, su condición de emigrantes inadaptados, incapaces de aceptar las costumbres de su nuevo país e incapaces, asimismo, de mantenerse en su ser anterior; individuos como Hertz Grein, Anna Makaver o Jacob Anfang, angustiados y dolientes, que hablan largamente de política y de religión, de amor y de muerte, de su antiguo país y del nuevo, y que cuando lo hacen parecen pájaros batiendo sus alas para escapar de un cepo, de la trampa a la que han sido empujados. El lector comprende lo duro que debió de resultar para los supervivientes la constatación de lo que en realidad les estaba sucediendo; no ya la indiferencia de la naturaleza ante la tragedia —«no puedo soportar que tras tu muerte el sol siga brillando»—, sino el ver que la vida, incluso entre los propios judíos, seguía su curso, que todo volvía a ser lo que siempre había sido la vida corriente, una suma de actos vulgares, una espuma hecha de pequeñas urgencias donde, ¡ay!, todo recuerdo acaba borrándose. Pero, pensándolo mejor, más duro debió de resultar aún, para esas víctimas que habían salvado la vida —aunque sólo eso, la vida—, observar el comportamiento de las nuevas generaciones, de los jóvenes que, como dice el aforismo, «siempre se parecen más a su época que a sus padres» y que, como el sobrino de Boris Makaver,vlos hijos de Hertz Grein y otros jóvenes, habían abandonado el judaísmo para abrazar el comunismo u otras causas.
El libro habla también del amor entre hombres y mujeres. Singer admiraba a Tolstói, y esta novela suya podría ser una creación del siglo XIX, sobre todo por su voluntad de contarlo todo y de levantar una suerte de acta notarial de las penas y alegrías de su comunidad. Esta apreciación se vería reforzada, además, por su estructura, deudora de su publicación por episodios, y también por la forma naturalista en que están perfilados los personajes.
Sin embargo, el espíritu que aflora en cada una de sus páginas, el de los Salmos de destierro —«Nos sentábamos a llorar en las orillas del río de Babilonia acordándonos de Sión»— lo rescata para nuestro tiempo: porque también los de hoy son tiempos de destierro, y porque son muchos los que, en el vacío que dejaron los espantosos aconteci¬mientos del siglo XX, viven perdidos; tan perdidos como los personajes —las personas— que llenan las páginas de este libro».
Bernardo Atxaga.