Ed. Santiago Rueda, año 1943. Tapa dura. Tamaño 23 x 16 cm. Traducción de Luis Echávarri. Usado muy bueno, 386 págs. Precio y stock a confirmar.

Sherwood Anderson (1876-1941), narrador y escritor estadounidense, fue maestro de la técnica del relato corto y uno de los primeros en abordar los problemas generados por la industrialización. Se crió en una familia campesina y dejó la escuela a los 14 años. Durante los años siguientes se dedicó a trabajar en diversos oficios. Después fue soldado en Cuba, durante la Guerra hispano-estadounidense.

Con el objetivo de dedicarse a la literatura, se mudó a Chicago donde empezó a escribir novelas y poemas. El presente libro es un Relato del viaje de un escritor norteamericano a través de su propio mundo imaginario y del mundo de la realidad, con muchas de sus experiencias e impresiones entre otros escritores, contada en muchos capítulos, cuatro libros y un epílogo.

“Una tarde cálida en Saratoga. Había ido a las carreras de caballos con dos hombres de Kentucky, uno de ellos jugador profesional y el otro un hombre de negocios que nunca podía triunfar porque acudía constantemente a las carreras de caballos o a lugares semejantes con personas sin importancia como el jugador y yo. Fumábamos largos cigarrillos negros y vestíamos trajes algo llamativos.

Todos los que nos rodeaban eran hombres como nosotros, pero con grandes diamantes en los dedos y en las corbatas. En una pradera bajo los árboles ensillaban un caballo ¡Qué belleza! ¡Qué zumbido de palabras coloridas! El jugador profesional, un hombrecito zambo, había sido en otro tiempo jockey y más tarde entrenador de caballos de carrera. Se decía que había hecho algo deshonesto y había caído en desgracia con los otros jockeys, pero yo sabía poco al respecto.

A la vista de un caballo como el que estábamos con­templando mientras le ensillaban le sucedió algo extraño. Una luz suave apareció en sus ojos. ¡Al diablo! Yo había visto una o dos veces esa misma luz en los ojos de los pinto­res mientras trabajaban, había visto esa luz en los ojos de Alfred Stieglitz en presencia de un cuadro. Recuerdo que mientras el diminuto y viejo jugador y yo nos hallábamos junto al caballo yo le hablaba de un cua­dro que había visto una vez en Nueva York, del cuadro de Albert Ryder que representaba un caballo blanco fantasmal que corría a la luz de una luna misteriosamente rodeada de nubes por una vieja pista de carreras. El jugador y yo hablábamos del cuadro. Lo sé -me dijo-, a mí también me gusta rondar por las pistas de carreras durante la noche. Eso fue todo lo que dijo, y seguimos contemplando el caballo.

Al cabo de unos pocos minutos aquel cuerpo tenso y tembloroso se hallaría a su gusto entregado al descanso de su propia carrera por la pista. El jugador y yo seguimos nuestro camino y nos detu­vimos junto a una cerca. ¿Eran los hombres menos afortu­nados qué los caballos? ¿Trataban también los hombres de expresarse bellamente a sí mismos como iba a expresarse el caballo dentro de unos minutos? El cuerpo del jugador temblaba, como temblaba el mío. Cuando corrió él caballo (batió aquel día el record de la milla) ni el jugador ni yo nos hablamos. Habíamos visto juntos algo que amábamos juntamente. ¿Era eso bastante?”.