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Ed. Emecé, año 1945. Tapa dura. Tamaño 18 x 12 cm. Nota preliminar de Jorge Luis Borges. Traducción de Joaquín Ojeda. Estado: Usado excelente (con un pequeño faltante en el extremo inferior izquierdo de la tapa). Cantidad de páginas: 320 páginas.

Por Jorge Luis Borges

«La literatura es un juego de convenciones tácitas; infringirlas parcial o absolutamente es una de las muchas felicidades (de los muchos deberes) de ese juego de límites ignorados. Ejemplo: cada libro es un orbe ideal, pero suele agradarnos que su autor, en el ámbito de unas líneas, lo confunda con la realidad, con el universo.

Nos agrada que los protagonistas de la segunda parte del Quijote hayan leído la primera, como nosotros. Nos agrada que Eneas, al errar por las calles de Cartago, mire esculpidas en el frontispicio de un templo las batallas de Ilión y, entre tantas imágenes dolorosas, también su propia efigie. Nos agrada que en la noche seiscientas dos de las 1001 Noches, la reina Schahrazada refiera la historia que sirve de prefacio a las otras, con riesgo de llegar otra vez a la noche en que la refiere, y así hasta lo infinito. Nos agradaría que en el irrisorio catálogo de la biblioteca visitada por Pantagruel, el mismo Pantagruel figurara. Nos agrada que los protagonistas de Hamlet presencien, como nosotros, una tragedia cuyo sujeto es el envenenamiento de un rey. Nos agrada que el autor de Sartor Resartus finja que ya existe ese libro y que el volumen publicado por él es una mínima fracción del original. (Esas y otras ficciones de Carlyle son verdades simbólicas: todo libro es la traducción de un arquetipo oscuro; todo escritor es un lector, un compilador, un intérprete).

En 1825, Carlyle publicó una decorosa Vida de Schiller, redactada, observa Andrew Lang, «en el estilo de un hombre de este mundo»; en 1831, en las austeras soledades de Craigenputtock, produjo el clamoroso Sartor Rcsartus, en un estilo tan peculiar que ha merecido el nombre de dialecto, y aun de dialecto babilónico. Nietzsche, a quien no alegraba ese barroquismo, acusa a Jean Paul Richter de haber convertido a Carlyle en el peor escritor de Inglaterra; Saintsbury da a entender que el Sartor Resartus (en español, el «Sastre Remendado» o «Sastre Zurcido») no es otra cosa que la redacción de una paradoja de Swift, en el profuso estilo de Sterne, maestro de ]ean Paul». En el undécimo capítulo del tercer libro, Carlyle menciona las anticipaciones de Swift; sin duda se refiere a la segunda sección de A tale of a tub, donde se dice que «determinadas pieles de armiño, colocadas de cierto modo, forman lo que se ha dado en llamar un juez, así como una justa combinación de raso negro y de cambray se llama un obispo».

La doctrina central de Sartor Resartus deriva de un pasaje de Swift; en su escritura abundan procedimientos de Richter y de Urquhart; el reconocimiento de tales datos no impide que Saintsbury lo declare «original y memorable como muy pocos». La valiosa fórmula: desarrollo en treinta capítulos (y en un estilo equiparable al de Richter) de un párrafo de Swift es quizá una atendible descripción de Sartor Resartus, pero sólo Carlyle pudo redactarlo. El centauro no es menos prodigioso porque lo sepamos una conjunción de caballo y hombre.

Este libro es también una simbólica y secreta autobiografía. Diógenes Teufelsdrockh (Hijo de Dios-Bosta del Demonio) es Carlyle; Blumine, la «dulcemente elegante, dulcemente seria» Margaret Gordon, que se cruzó con él en Hyde Park, al cabo de veinte años de ausencia, y cuyos ojos le dijeron Sí, sí, es usted; Entepfuhl, Ecclefechan; la Rue Saint-Thomas de l’Enfer, la esquina de Leith Walk y de Pilrig Street, en un arrabal de Edimburgo; las peregrinaciones por el Sahara y por el Amur, diecinueve días y diecinueve noches de insomnio.

En 1944 escribo este prólogo, en una ciudad sudamericana; ahora, aquí, las realidades que oprimieron al desventurado Carlyle son menos reales que los símbolos que éste congregó para designarlos. Nadie ha sentido como él que este mundo es irreal (irreal como las pesadillas, y atroz). Sartor Resartus razona y justifica esa irrealidad, a veces de manera indirecta, a veces de manera explícita, como en este admirable pasaje (S. R., III, 8):

«¿Habría algo más prodigioso que un auténtico fantasma? El inglés Johnson anheló, toda su vida, ver uno; pero no lo consiguió, aunque bajó a las criptas de las iglesias y golpeó los ataúdes. ¡Pobre Johnson! ¿Nunca miró las marejadas de vida humana que amaba tanto? ¿No se miró siquiera a sí mismo? Johnson era un fantasma, un fantasma auténtico; un millón de fantasmas lo codeaba en las calles de Londres. Borremos la ilusión del Tiempo, compendiemos los sesenta años en tres minutos; ¿qué otra cosa era Johnson, qué otra cosa somos nosotros? ¿Acaso no somos espíritus que han tomado un cuerpo, una apariencia, y que luego se disuelven en aire y en invisibilidad?»

El mismo sentimiento vuelve en sus cartas; verbigracia: «El mundo suele parecerme espectral; a veces, como en Regent Street la otra noche, atroz, discorde, casi infernal» (J. A. Fraude: Carlyle’s life in London, I, 56).

Arriesgo esta conjetura: Carlyle se sabía incapacitado, por una razón patológica, para la felicidad. El idealismo afirma que el mundo es representación, apariencia; Carlyle traslada esa doctrina de la epistemología a la ascética y afirma que el mundo es engaño; para que su desventura sea irreal, afirma que también lo es el cosmos. De ese anatema universal rescata una sola cosa, el trabajo: no su resultado, entiéndase bien, que es mera vanidad y fantasmidad, sino su ejecución.

Escribe (Reminiscences: James Carlyle): «Toda obra humana es transitoria, pequeña, en sí deleznable; sólo tienen sentido el obrador y el espíritu que lo habita». En el primer volumen de Parerga und Paralipomena, Schopenhauer sospecha que nada puede acontecernos que no hayamos resuelto nosotros mismos; según esa doctrina (que hace de toda muerte un suicidio), Carlyle, para lograr su sabiduría, eligió la pobreza y la enfermedad.

Herbert Spencer (The Man versus the State, IV) observa que Carlyle creyó abjurar de la fe de sus padres, pero que sus concepciones del mundo, del hombre y de la conducta prueban que no dejó nunca de ser un calvinista rígido. Su negro pesimismo, su ética de hierro y de juego, son acaso una herencia presbiteriana; su dominio del arte de injuriar, su doctrina de que la historia es una Escritura Sagrada que desciframos y escribimos inciertamente y en la que también nos escriben, prefiguran —con suficiente precisión— a León Bloy. No sé de un libro más ardido y volcánico, más trabajado por la desolación, que Sartor Resartus».