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Ed. Emecé, año 2006. Tamaño 23 x 15 cm. Traducción de José Luis López Muñoz y Jaime Zulaika Goicochea. Estado: Usado ecelente. Cantidad de páginas: 504

relatos-ii-cheever245Por Rodrigo Fresán

Los relatos aquí contenidos abarcan a la vez que trascienden toda categoría espiritual o cósmica, realista o fantástica, sin por ello negar la presencia de una inteligencia y de un amor más allá de nuestra comprensión, y aun así…Los relatos aquí son sucesivos big bangs apocalípticos. Finales del mundo por el solo placer de que, a vuelta de página, tenga lugar un nuevo Génesis, otra posibilidad, un renovado principio, un había otra vez…

La publicación en 1978 de The Stories of John Cheever, conocido también como «El Gran Libro Rojo» en referencia a su portada ya clásica, fue un auténtico acontecimiento editorial a la vez que una gloriosa excepción a ese dictum fitzgeraldiano de que no hay segundos actos en las vidas norteamericanas. A diferencia de lo que sucedió con buena parte de los escritores de su generación —quienes publicaron lo mejor y lo importante de su obra antes de los cuarenta y cinco años—, Cheever vivió una muy dura y oscurantista Edad Media marcada por el rencor, el alcoholismo y adicciones varias; pero el crepúsculo de los últimos cinco años de su vida tuvo el fulgor y la calidez de un largo, ardiente y muy renacentista verano.

La reunión de buena parte de su obra cuentística —la mayoría de ella inhallable, su único libro de cuentos por entonces en catálogo era The World of Apples (1973)— terminó de apuntalar la condición de Cheever como clásico viviente y elevar aún más alto y más fuerte los cielos del redescubrimiento y las campanadas de la reconsideración de la crítica, que ya había comenzado el año anterior con la edición de Falconer, para muchos la mejor y más compleja de sus novelas. Elizabeth Hardwick puntualizó que «hasta entonces, Cheever había sido hecho a un lado, no del todo ignorado, pero tampoco motivo de interés alguno para los mejores críticos de su época como Edmund Wilson o Alfred Kazin, tendiéndose a considerarlo un John O’Hara de segunda fila».

De pronto, por fin, Cheever —como contrafigura wasp de la ficción judeoamericana— estaba a la misma altura que Saul Bellow y muy por encima del resto.

Y lo cierto es que, en principio, Cheever no se mostró muy entusiasta con el proyecto. Y hasta es posible que éste nunca hubiera tenido lugar —o se hubiera postergado hasta después de la muerte del escritor en 1982— de no haber sido por el entusiasmo de su editor en Knopf, Robert Bob Gottlieb, quien se encargó de reunir los cuentos y proponer el contenido a Cheever ordenando los relatos más o menos cronológicamente.

En las páginas de estos Relatos hay hombres tristes y mujeres terribles, nadadores que no pueden volver a casa y náufragos en la ciudad esperando el tren que los lleve de regreso al paraíso o al infierno, ángeles en puentes y demonios en la cama, ladrones por amor al arte y al prójimo, ganadores de premios íntimos o de castigos en público, «perdidos en un territorio que parece no saber nada de leyes ni profetas», pero aun así, justicieramente merecedores de epifanías y transfiguraciones donde, a la hora de las últimas líneas y las últimas palabras, mujeres desnudas, «sin rubor alguno, hermosas y llenas de gracia», salen del mar, o «reyes con trajes dorados cabalgan sobre las montañas a lomos de elefantes».

Uno de mis relatos favoritos de Cheever («Una visión del mundo») tal vez explique mejor que nadie, en la voz de su narrador el Sistema y el Credo de Cheever: «Lo que yo quería aislar no era, por tanto, una cadena de hechos sino una esencia: algo así como esa indescifrable colisión de sucesos que puede llevar a la alegría o a la desesperación. Lo que yo quería conseguir era que mis sueños, a pesar de la incoherencia del mundo, tuvieran legitimidad». Pocas páginas después, el mismo narrador transfigurado por la maravilla de, por fin, descansar en paz sin necesidad de morirse, recita para sí mismo «palabras que parecen tener el color de la tierra», y que son «¡Valor! ¡Amor! ¡Virtud! ¡Compasión! ¡Esplendor! ¡Amabilidad! ¡Prudencia! ¡Belleza!».

Palabras perfectamente aplicables para definir todos y cada uno de los cuentos aquí reunidos.

Cuentos escritos por un dios.

Un dios en calzoncillos, sí, pero convencido de que «la literatura puede salvar al planeta».

Un dios que gozaba expulsando a sus criaturas del Edén.

Un dios que, además, no pudo evitar la tentación de expulsarse a sí mismo para así poder continuar narrándolos; para ver cómo seguían las existencias de esos hombres y de esas mujeres; para que fueran ellos y ellas los que, a lo largo de tantos años de milagros, acabaran invirtiendo el triste vals de la ecuación consiguiendo la alegría del milagro último y definitivo: que su dios —imagen y se-mejanza, aciertos y errores, vidas, pasiones y muertes— fuera y siga siendo, por los siglos de los siglos, amén, tan pero tan parecido a ellos.

Y que esté tan bien escrito.

Y que los escriba tan bien.

Barcelona, diciembre de 2005.

INDICE
El camión de mudanzas escarlata
Simplemente dime quién fue
Brimmer
La edad de oro
La cómoda
La profesora de música
Una mujer sin país
La muerte de Justina
Clementina
Un muchacho en Roma
Miscelánea de personajes que no aparecerán
La quimera
Las casas junto al mar
El ángel del puente
El brigadier y la viuda del golf
Una visión del mundo
Reunión
Una culta mujer norteamericana
Metamorfosis
Mene, Mene, Tekel, Upharsin
Montraldo
El océano
Marito in città
La geometria del amor
El nadador
El mundo de las manzanas
Otra historia
Percy
La cuarta alarma
Artemis, el honrado cavador de pozos
Tres cuentos
Las joyas de los Cabot
Apuntes para una teoría del Universo, por Rodrigo Fresán