Por Patricia Somoza
Breve, intenso, apretado, difícil, el relato de Mariano Fiszman fulgura con la belleza ácida de la desolación, cifrada en las cenizas esparcidas luego de la muerte y el incendio en el escenario de una ciudad derruida en la que sólo parece haber suburbios y marginalidad, almas desesperadas teniendo que pagar alguna pena o una pieza de pensión, un fracaso o el error de haber nacido en una era en que la riqueza, el trabajo y el bienestar no son más que recuerdos y la familia tradicional una especie en extinción.
En esta historia sedienta de amor en la que todos buscan alguna salvación que saben, sin embargo, descartada de su universo, están los caídos hace rato, con el derrumbe de la ciudad, y los caídos recientes, como el narrador, con su pasado de descapotable, la promesa de una herencia y una dolorosa ristra de mujeres muertas. «No sé últimamente, pero antes se lo ve que estuvo bien alimentado. Eso me gusta de usté», le dice la Doña, ama y señora de un edificio en ruinas, de una suerte de casa de pensión que regentea con los códigos de un presidio.
En el edificio, ocupado alguna vez por ella y su ejército de hijos sin padre y defendido a piedrazos de propietarios y nuevos intrusos, viven, paredes de por medio, el narrador, los inseparables Rega y la Turca, Cúper buscado por su familia, Dolores y su hijo con un hombre que no es el padre. Deséandose, acechándose, buscando alguna intensidad y al mismo tiempo el amparo en la legalidad de un trabajo, una familia o un padre, todos cargan un pasado de falta, delito o culpa, pasaporte necesario para ser alojados por la Doña.
Hay, entonces, un edificio que exuda una variedad de grises y exhibe sus ventanas tapiadas por tablones o cubiertas por nylon. Hay, también, una Biblioteca, a la que el narrador es arrastrado por sus amigos a emplearse en la limpieza. Enrarecida por el clima ominoso de alguna ciencia ficción, allí no hay libros sino pantallas que controlan al personal y desde las que se emiten órdenes que no se sabe quién imparte.
Hay, también, algo parecido a un hospital, adonde será confinada la Turca agonizante y de donde será rescatada por el narrador, que llevará la muerte al edificio, una muerte muda que sus habitantes, acostumbrados a otra sonora o sangrienta de navajas o balazos, no podrán entender.
Hay, por fin, una historia hecha de fragmentos discontinuos, de imágenes concentradas, de tiempos superpuestos. Una historia contada con una lengua trabajada, fracturada, insistente, repetitiva, elíptica, enumerativa, en la que se cruzan voces y se indagan formas de hablar y de decir. Una lengua cercana a lo poético, en el que el peso de cada palabra exige una lectura detenida y libre que enlace los eslabones, fragmentos, imágenes para ir componiendo los sentidos de esta historia en la que se intuyen retazos de una vida y resplandecen restos de estos tiempos despiadados.