Precio y stock a confirmar
Ed. Astralib, año 2004. Tamaño 22,5 x 15 cm. Estado: Usado excelente. Cantidad de páginas: 298
«El plan era rodear Roma y que las huestes fascistas se concentraran en Santa Marinella, Tívoli y Monterotondo. El propio Estado Mayor del Ejército había elaborado la estrategia. Tres años y medio habían tardado aquellos generales en derrotar a los austríacos; aquí requerirían mucho menos para realizar bien su tarea. Benito Mussolini recibió, justo el día antes de iniciar la empresa, la señal que tanto había esperado. Dos clérigos vestidos de civil lo visitaron en nombre de Su Santidad. No le exigieron siquiera la renovación de su promesa de respetar a la Iglesia. Por fin se sentía seguro. Sí, era la voz del destino que le hablaba. No pensaba así por espíritu supersticioso: sabía que la Iglesia jamás se comprometía por un perdedor. Si se mostraba benevolente significaba que lo esperaba la victoria. En este sentido, le tenía más confianza al criterio del poder enemigo que al suyo propio.
Tomó el tren a Nápoles, donde se reunía el Segundo Congreso del Movimiento Fascista. El 28 de octubre de 1922, fue el día de su máxima gloria. «Juro solemnemente -proclamó llevando el entusiasmo general a su expresión más encendida-, juro solemnemente que, si no nos entregan de buen grado el gobierno, lo tomaremos mediante la violencia». En Roma mientras tanto, la vida continuaba tranquila, o eso parecía. Apenas se percibía un tenue nerviosismo. Los fascistas habían difundido un manifiesto, en el cual declaraban su lealtad hacia el Rey y hacia las Fuerzas Armadas, exhortándolos a no intervenir en el conflicto. En el Quirinal no se sabía qué hacer. El primer ministro Luigi Facta envió un telegrama al Rey suplicándole que regresara a la capital. Su Majestad estaba muy enfadado por el pedido. ¿Acaso últimamente no había crisis de gobierno reiteradas? Que hubiese otra, ¿era una razón para interrumpir sus vacaciones? De todos modos, acudió al llamado. El tren especial que lo llevó a Roma desde la Toscana pudo recorrer el trayecto sin impedimentos, pero en las ciudades por las que pasaba, el monarca tuvo la oportunidad de advertir que no era, ahora, igual que otras veces. Cuando Su Majestad llego a la capital, ya se sabía que Milán, Génova, Cremona, y una docena de otras ciudades se hallaban en manos de los rebeldes. El Consejo de Ministros redactó un decreto proclamando el Estado de Sitio y se lo presentó al Rey para que lo firmara. Después de vacilar unos instantes, estampó su firma al pie del texto: Vittorio Emanuele Terzo.
De inmediato se supo que ochenta mil fascistas habían rodeado Roma y se aprestaban a entrar en la ciudad, y que el Estado Mayor había dado la orden de mantenerse pasivo frente al movimiento. A raíz de ello, el primer ministro Facta presentó su renuncia indeclinable. Y aparecieron los generales De Secchi y De Bono, para entregar al Rey el ultimátum del movimiento fascista. Además aprovecharon para anunciarle algo que ya sabía: que Su Alteza Real el duque de Aosta sólo esperaba la notificación de que las tratativas con Su Majestad habían fracasado, para hacerse cargo de la regencia y entregar a su vez el poder a los fascistas. A raíz de ello, el monarca aseguró que nunca decretó el Estado de Sitio, proponiendo a los dos negociadores que el político conservador Antonio Salandra se hiciera cargo de la formación del nuevo gobierno, ocupando el señor Mussolini el puesto de viceprimer ministro. Los emisarios del Duce rechazaron de plano la propuesta. Pero, ¿dónde se encontraba éste mientras tanto? Había partido de Nápoles justo cuando el entusiasmo llegaba a su punto culminante; dejó la conducción ulterior del Congreso a Bianchi y tornó el tren hacia Milán. Ahí quería esperar la marcha de los acontecimientos. ¿Por qué en Milán y no en Nápoles, donde se desarrollaba el Congreso? ¿O en algún lugar más cercano a la capital donde de un momento a otro se decidirían las cosas? Tanto en Ñapóles como en Roma los allegados a Mussolini estaban nerviosos. Hablaron por teléfono a Milán, pero en el departamento del líder nadie levantaba el tubo. La redacción del Popolo d’Italia sí contestó, aunque fue inútil: Arnaldo Mussolini no sabía dónde se encontraba su hermano. Todos los redactores se habían reunido, y sólo el director y la crítica de arte Margherita Sarfatti estaban ausentes.
Los de Nápoles habían cortado, pero en la redacción de Milán el teléfono volvía a sonar: era el general Cittadini, edecán del Rey, que solicitaba al señor Mussolini su traslado inmediato a la capital. Su Majestad había aceptado todas las condiciones impuestas y deseaba confiarle la formación del nuevo gobierno. Ahora, en Milán, no sólo estaban nerviosos, sino furiosos. Y no ocultaban su opinión sobre el jefe máximo. ¡Justo ahora que todo estaba a punto y sólo él podía completar la victoria no se le ocurría otra cosa que revolcarse en la cama con aquella mujerzuela!. Ya llamaban otra vez del Quirinal, insistiendo con el pedido. Su Majestad esperaba al señor Mussolini a la mayor brevedad. Cuando la indignación general alcanzó su punto culimnante, Benito y Margherita entraron como si nada hubiera pasado. ¿Qué sucede? ¿Que llamaron del Quirinal? ¿Que lo querían nombrar primer ministro? Pues bien, entonces iría a Roma. Grazie, camerati. Arrivederci. Llamaron un taxi. Margherita lo acompañó a la estación y recién entonces se despidió de él. Más tarde, los libros de historia consignarían que fue Rachele quien lo llevó a la estación. Pero su mujer, al día siguiente, se enteró de que Benito había estado en Milán y desde allí viajado a Roma».
INDICE
La familia
Colegio de Salesianos
Otro colegio
Hacia la vida
Como desertor, al extranjero
Bersagliere benemérito y de nuevo al extranjero
El socialismo, los frailes, el problema nacional y las mujeres
Extraña petición de mano
Preocupaciones de un viejo
La guerra, la revolución y un jefe
Jefe de redacción en Milán
Capitalismo monopolista y aburguesamiento
La irredenta y la guerra mundial
Hamlet
Planes que lo involucran
Disidente
Reunión del Comité Central
Tentación
La apuesta
El diario propio
El mártir
Victoria frustrada
Prontuario policial
Rendición de cuentas
En las altas esferas
«La pasta é cotta»
La marcha sobre Roma
La revolución del orden
Matteotti
El otro himno
Llorando miseria
Su XVIII Brumario
El lecho matrimonial como factor político
Búsqueda de vivienda y control de salud
Edda
¿Un yerno judío?
El cerebro peligroso
El superhombre
Expansión
Un aristócrata mercenario
El imperio
Dos viudas
Amor tardío
Cena familiar
España
Balbo, Fermi, Marconi
Cartas de la prisión
Las preocupaciones del Conde Ciano
Con Hitler a la guerra
La puerza de la raza y los judíos
La muerte del hijo
El demonio no ayuda
«Sólo el propio Duce puede salvar a Italia»
Los idus de marzo
La intervención del pueblo y la traición del rey
Italia capitula
De una prisión a otra
Ciano también entra en la trampa
Terror y resistencia
Un testigo
La lucha por Ciano
Sobreanía y derechos de guerra
Derrumbe
Triste consumación
La apuesta perdida
Epílogo