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Ed. Cuatro Vientos, año 1997. Tamaño 23,5 x 15,5 cm. Estado: Usado excelente. Cantidad de páginas: 204
Helena Jacoby de Hoffmann, más conocida como Lola Hoffmann (Riga, hoy capital de Letonia; 19 de marzo de 1904-Santiago de Chile, 30 de abril de 1988), fue una fisióloga, psiquiatra y guía del crecimiento interior.
Nació en el seno de una familia de origen judío, acomodada e intelectual, de habla alemana, que profesaba la religión luterana. El ambiente familiar acogedor e intelectual fue muy importante en su evolución personal e intelectual. En 1919 la familia Jacoby decidió partir a Friburgo de Brisgovia (Alemania), después de los duros años de la guerra, de la ocupación bolchevique y la persecución que había sufrido su padre por pertenecer al movimimiento liderado por Aleksandr Kérenski.
Lola se matricula en la Facultad de Medicina de Friburgo y permanece en ella luego de la partida de su familia a Riga. Su vida cambia bastante, se integra a un grupo de estudiantes bálticos, hace nuevas amistades, se dedica con tesón a sus estudios. Era una época de importantes filósofos en la Universidad de Friburgo: Edmund Husserl, Martin Heidegger e incluso asiste a charlas de Richard Wilhelm y de Carl Gustav Jung, sin imaginar que esos autores, treinta años más tarde, se volverían tan importantes en su vida.
Una vez terminada la tesis sobre las glándulas suprarrenales de las ratas, parte a Berlín como asistente del principal especialista en hormonas de Alemania, Paul Trendelenburg. En Berlín conoció la efervescencia cultural de esos años: asistió al estreno de La consagración de la primavera, de Igor Stravinski; La ópera de tres centavos, de Bertolt Brecht, y se sintió atraída por el dadaísmo, el movimiento Bauhaus y la obra del pintor Kurt Schwitters.
En sus trabajos de investigación conoció a un médico chileno, Franz Hoffmann, que realizaba un postgrado en Fisiología. Trabajaron juntos, se enamoraron y cuando Franz -en 1931- regresa a su país, deciden hacerlo juntos. Esta decisión tendrá consecuencias salvadoras para Lola y para su familia directa -padres y hermanos- que viajarán a Chile en 1934, escapando del destino de deportación y muerte en los campos de concentración nazis.
El primer año en Chile lo dedicó a aprender castellano y a empaparse de la cultura chilena, de su paisaje, conocer a su gente. Una vez segura con el idioma, comenzó a trabajar: primero, en el Instituto Bacteriológico, y en 1938, en el recién creado Instituto de Fisiología de la Universidad de Chile, como asistente de su marido. Investigaban, publicaban y viajaban juntos. Permaneció en el Instituto de Fisiología desde 1938 hasta 1951, pero nunca fue remunerada por su trabajo. Ella explicaba que no era admisible que un profesor contratara a un pariente y menos a una mujer: era muy extraño ver a una mujer descuartizando animales.
Después de más 20 años de trabajo experimental en fisiología, a los 46 años de edad, Lola sintió que su entusiasmo en el trabajo decaía y llegó la depresión. En esa época relata que tuvo un sueño al que le dio mucha importancia y que poco a poco iría facilitándole el darse cuenta de su vida y de sus necesidades.
En el sueño se veía en el laboratorio, abriendo el esternón de un perro con una gran tenaza; una vez que lograba abrir el tórax puede observar el rítmico latido del corazón y los pulmones que se inflan y desinflan. Inesperadamente, desde el interior del perro surgen los brazos de una mujer que se mueven con desesperación; luego, una cabeza, y ve el rostro ensangrentado de la secretaria de su marido, Margarita Engel. En su sueño ella sólo podía pensar que había matado a Margarita, a quien quería tanto y que se había convertido en una asesina. Decidió no matar nunca más a un animal.
Cuando la depresión llegó y ya nada le interesaba, su marido le propuso hacer un viaje por Europa y ella, sin mucho entusiasmo, aceptó. Mientras esperaba la salida del barco en Buenos Aires, se fijó en un libro: La psicología de C. G. Jung, de Yolanda Jacoby. Evocó aquellas incomprensibles charlas a las que había asistido en Berlín y le llamó la atención la coincidencia del apellido de la autora con el suyo de soltera. Compró el libro para leerlo en la travesía. Y aquella lectura -confiesa- le dio algunas pistas de lo que le estaba sucediendo.
Ella cree comprender que el sueño que la había impresionado era una analogía de lo que estaba haciendo con su propia vida; el asesinato de Margarita Engel era su propio asesinato. Engel en alemán quiere decir «ángel»; ella estaba matando su ángel. Viaja a Zurich y toma contacto con la autora del libro, Yolanda Yacoby; decide abandonar la fisiología y convertirse en psiquiatra. Cuando vuelve a Chile dedica todo su tiempo a lograr esta decisión de convertirse en psiquiatra. Primero trabaja en sí misma: se autoanaliza y anota todos sus sueños.
Luego pasa a trabajar en la Clínica Psiquiátrica de la Universidad de Chile, cuyo director era Ignacio Matte Blanco. A él le habló de su interés en encontrar enlaces entre psiquiatría y fisiología. En sus estudios exploratorios descubrió y comenzó a practicar «El entrenamiento autógeno» del neurólogo alemán Johannes Heinrich Schultz, un método de autohipnosis que, mediante una serie de ejercicios fisiológicos, puede conseguir un estado similar al que se obtiene con la hipnosis exógena. Otro neurólogo que le interesaba era Ernst Kretschmer que, al igual que Schultz, redescubrió el valor de lograr estados prehipnóticos para la terapia psiquiátrica.
Luego de trabajar cinco años en la Clínica Psiquiátrica de la Universidad de Chile, sintió la necesidad de profundizar sus conocimientos y postuló a una beca en la Clínica Psiquiátrica de la Universidad de Tubinga, en Alemania, dirigida por Ernst Kretschmer, y a la cátedra de Eugene Bleuler, en Zurich, Suiza. Permanece un año en Tubinga y se traslada por otro año a Zurich. En Zúrich aprovecha la oportunidad para asistir a las últimas conferencias que daba Carl Gustav Jung (por entonces ya en sus últimos años de vida), que fueron claves en su trabajo posterior como psicoterapeuta.
A su regreso a Chile, en 1959, se reintegra a la Clínica Psiquiátrica y se une a los primeros ensayos de terapia grupal y a un grupo de experimentación controlada con LSD y marihuana.
En la separación radical con su mundo científico anterior, fue importante el contacto con el escultor y poeta chileno Tótila Albert. Se hicieron muy amigos, se enamoraron y fueron amantes por 17 años, hasta la muerte del escultor, en 1967. Sin embargo, Lola no rompió su matrimonio, no sólo porque Franz era el compañero de toda su vida, sino porque estaba convencida de que las relaciones de pareja exclusivas y excluyentes eran una costumbre hipócrita impuesta por la sociedad. Pensaba que las relaciones paralelas eran importantes para el propio crecimiento de la pareja.
Continuaron viviendo en el mismo terreno familiar en Pedro de Valdivia Norte. Cada uno construyó su propia casa, siempre en comunicación y compartiendo algunas comidas. Su marido también comenzó a explorar nuevos mundos. Comenzó a estudiar antropología y se dedicó a la pintura. No volvió a tener una nueva pareja estable sino tras varios romances.
Lola pensaba que una de sus contribuciones había sido apoyar a mujeres y hombres a ser personas completas y para esto era necesario desarmar el sistema patriarcal que dominaba la sociedad. La primera persona que le habló de patriarcado fue Tótila Albert y ella se sentía deudora de ese nuevo punto de vista sobre la mujer y la pareja: estaba convencida de que ese sistema impedía las relaciones libres y completas. Tótila Albert murió en 1967 y algunos meses más tarde su marido, Franz Hoffman, sufrió un ataque apopléjico que primero le paralizó el lado derecho y luego la totalidad del cuerpo. Lola lo cuidó hasta su muerte, 13 años después, en 1981.
Descubrió, a los 60 años, algunas técnicas orientales y comenzó a practicar -con cautela- el Hatha Yoga, el tai-chi y la psicodanza creada por Rolando Toro. En 1971 finalizó la traducción del I Ching (o Libro de las mutaciones), trabajo al que se había dedicado varios años. Si bien ella había asistido a conferencias de Richard Wilhelm cuando tenía 20 años, no había captado en ese entonces la importancia de este oráculo. Al estudiar el principio de sincronicidad de Jung, después de su reorientación profesional, comenzó a interesarse por el antiguo oráculo.
Lola Hoffmann creía en el cambio individual y descreía de la acción política. En 1981 se fundó en Nueva York, la Iniciativa Planetaria para el Mundo que Elegimos y cuando en 1983, esta iniciativa llega a Chile ella decide participar y fue la oradora principal en el acto de lanzamiento. En sus últimos años asume la acción colectiva, y fue fundadora, en 1985, de la Casa de la Paz.
Cuando contaba con unos 60 años comenzó a padecer glaucoma y, después de varias operaciones, finalmente fue necesario extirpar el ojo enfermo, pero comenzó el mismo proceso en el ojo sano, de manera que pronto estaba casi ciega. Sus últimos cuatro años los pasó en Peñalolén en la parcela de su hija Adriana Hoffmann. Allí le construyeron una réplica de su casa y colocaron sus libros en los mismos estantes y espacios, sus fotos, sus esculturas tal como estaban en la casa anterior. Unos cinco años antes de morir, en 1983, enfermó gravemente. No reconocía a nadie, deliraba, se peleaba con todos, convivía en otro tiempo con sus parientes rusos.
Ella cuenta que una noche se despertó con un profundo golpe en su cuerpo, a lo largo de toda la columna, se dobló en arco hacia atrás y sintió como una caricia gigante y amable la masajeaba. Se volvió a dormir. Sin embargo, volvió a experimentar un segundo golpe más fuerte que el primero. Sintió que el corazón se detenía y que volaba por encima del planeta. Luego se vio tendida en una cama y sintió una presencia a su lado de la que emana cada vez más amor. Se preguntó sobre esta presencia tan intensa, sobre si sería Dios o no. Ella muchas veces había cuestionado la existencia de Dios. Cuenta que de pronto se oyó preguntar «¿Me perdonas?», y desde su propio interior sale como si fuese un collar de perlas, todos los acontecimientos más importantes de su vida como enhebrados unos a otros. Ella se sintió feliz y comprendió el significado de esos acontecimientos y cómo habían ido cambiando su vida. Cuando esta experiencia terminó, ella se levantó como si no hubiese estado enferma gravemente y se sintió «renacida».
Otras veces, en esos años, tuvo otras experiencias de estados de conciencia alterados.
Ella no sólo fue terapeuta hasta el año de su muerte, sino que es considerada por sus múltiples discípulos y pacientes como una gran maestra.
Por Leonora Calderón
En mayo de 1988 Lola Hoffmann partió de este mundo. Cuatro años antes de su muerte, mi abuela se había trasladado a Peñalolén. Esa decisión significó para mí poder estar más cerca de ella, y haberla podido conocer más profundamente.
Trato de recordar ese día.
Era un día de primavera, particularmente luminoso. Sus ojos grises, profundos, su ademán altivo. Su cabello peinado en un estilo que la hacía verse hermosa y radiante, pese a los años. Caminaba por el jardín disfrutando de los aromas, de las texturas, del aire de primavera, sintiendo por los poros la atmósfera mágica de aquel día. Todo lo que sus ojos enfermos no alcanzaban a ver.
La visita respondía a una invitación de mis padres. Querían que conociera el lugar, para trasladarla desde su paraíso de la avenida Pedro de Valdivia, a Peñalolén: un lugar donde pudiera seguir su vida cerca de la familia. En ningún caso con el ánimo de aislarla del mundo, sino para brindarle el apoyo necesario en su vejez. Una oportunidad para nosotros de poder conocerla más profundamente.
La quinta de Pedro de Valdivia donde vivía, que la cobijó durante más de cincuenta años, ya no era el lugar más adecuado para que mi abuela siguiera viviendo. Allí estaba sola. No era el espacio idílico donde había visto crecer a sus hijos, donde tanta gente renació a una vida mejor. Donde con Franz, mi abuelo, habían creado un mundo aparte, cada uno con su vida y su universo propios. Franz había muerto el año 1981 y las cosas habían cambiado. La quinta familiar no era más el sitio que recordaba de mi infancia.
AI llegar Lola aquella tarde a Peñalolén, los recuerdos afloraron a su memoria. Comprobó como tantas veces en su vida que los acontecimientos estaban encadenados: recordó claramente que, donde estábamos, era el mismo lugar al cual la llevara Franz, en aquel primer paseo que hicieran apenas ella llegara de Alemania, el año 1931.
Su rostro tomó una expresión muy especial, y como un poco alucinada, recordó las grandes y perfumadas flores de un floripondio que allí crecía y que le habían impresionado en su primera visita. Lo buscamos, aún existía, pero sólo el tronco viejo. Meses después volvería a florecer
milagrosamente.
Lola nos contó que al llegar de Alemania cincuenta y siete años atrás, Franz quiso mostrarle los paisajes descritos con tanta pasión cuando se conocieron en Berlín, Peñalolén era uno de esos lugares, precisamente donde nos encontrábamos.
Lola al llegar a Chile tenía 27 años, nunca había salido de Europa. De no haber sido por su amor, por Franz, nunca habría imaginado desarrollar su vida en un país tan lejano y desconocido. Y así, de a poco, con aquellos gestos llenos de amor de Franz, quien amaba profundamente la naturaleza fantástica de Chile, Lola se fue involucrando con esta tierra…
Con el paso del tiempo, el mundo exterior de mi abuela se había ido reduciendo. A medida que su universo espiritual crecía, las ciudades y paisajes de su vida se fueron transformando en recuerdos. Sus largos viajes por Europa, Estados Unidos y América se restringieron sólo a Chile. Más tarde sólo a Santiago y, al final de su vida, del brazo de GriseIda o de don Pedro, a la parcela de Peñalolén.
Riga, Freiburg, Tübingen, Boston, Zurich y Santiago fueron cediendo el espacio a su inmenso mundo interior -protegido como en una crisálida- por su casa de Pedro de Valdivia. Allí, todos los objetos -algunos testigos de su infancia en Letonia-, sus fotografías, los retratos de sus abuelos, las esculturas, sus muebles y plantas y, sobre todo, su inmensa biblioteca, se convirtieron en su mundo material inmediato. Pero había mucho
más que eso. Lola parecía no pertenecer a ningún país, no era ni judía ni alemana ni letona ni rusa ni chilena. Su pequeño entorno material protector se fue convirtiendo en su verdadera patria…
Pertenecía a ese rincón mágico, íntimo, donde desarrolló su mundo interior. Desde allí fue capaz de entrar, certeramente, en la conciencia de tantas personas, quienes buscaban en esa anciana sabia, las respuestas que les ayudarían a vivir de forma más plena y feliz.
Cuando murió mi abuelo Franz en 1981, mi padre quiso llevar a Lola a nuestra parcela de La Reina. Incluso hizo algunos dibujos de una casita para ella. Esa primera vez mi abuela no aceptó. Pienso que haberla sacado de aquella casa, cuando la sombra de mi abuelo aún andaba por sus jardines, habría sido dejarla muy desamparada.
Pero esa idea siguió latente… Años más tarde, mis padres se trasladaron a Peñalolén, al pie de la cordillera, y allí se produjo el milagro. Una de aquellas locuras llenas de cordura que rara vez ocurren. No sé muy bien de dónde surgió la idea o si todos la pensamos al mismo tiempo. Lo cierto es que un día flotó en el aire una pregunta, de esas con respuesta:¿por qué no trasladamos a la Lola con casa y todo? No solamente con maletas y bultos empaquetados, sino con sus paredes, sus ventanas, sus espacios conocidos y sus aromas; con.el sol entrando cada mariana por los mismos sitios y con los mismos atardeceres. La casa de Lola tenía más de veinte años. Mis padres encontraron al arquitecto, un señor Middleton, y éste a su vez buscó a los mismos maestros que la habían construido. Y así, como en una alfombra mágica, Lola, con una gran sonrisa y dentro de su misma casa, aterrizó una tarde en Peñalolén, para terminar su vida entre nosotros.
Mis padres pusieron el máximo de esmero y cariño para que la reproducción de su casa fuera perfecta. Los libros y los cuadros fueron reinstalados tal como en sus lugares originales. EI cuerpo envejecido de Lola casi no notó el cambio. Ella veía muy poco, se movía con dificultad, pero allí estaban sus cosas, sus muebles y sus libros, en el sitio de siempre, a distancias conocidas. Aparentemente, sólo el número de la calle había cambiado. Los más desconcertados fueron los amigos y pacientes de mi abuela, quienes no entendían nada. Atravesaban media Santiago
para llegar a Peñalolén; tocaban el timbre en la avenida José Arrieta; salía el mismo don Pedro a abrir la puerta y nuevamente estaban en la casa de…Pedro de Valdivia.
Helena Corona Jacoby, Lola Hoffmann, la Lola, esa mujer maravillosa que impactó con su revolución interior a tantos era ahora una anciana. Veía cómo los años habían marcado huellas indelebles en su rostro, en sus manos. Los hombros estaban caídos, casi ciega. Las imágenes eran para ella sólo bultos casi amorfos, ambiguos, no veía los colores, aun así trataba de demostrar en cada gesto su autosuficiencia.
Para mí la Lola era un ser humano creativo y magnánimo, capaz de desarrollar nuevos conceptos, brillantes y revolucionarios. Investigadora, estudiosa, con gran tendencia a indagar en los problemas y especial gusto por las discusiones. Franca en el hablar, orgullosa e intrépida. También era difícil y hermético el carácter de mi abuela. Conmigo fue profunda y generosa con su tiempo y conocimiento, en su estilo siempre sincero y a la vez amoroso, aunque distante. Una personalidad fuerte, innovadora: inteligente, de una cultura impresionante, una gran líder de cuyo ímpetu interior emanaba un halo de bondad, que sabía adecuarse con gran prudencia a las diferentes situaciones. No le gustaba aparecer en forma pública; su estilo siempre fue de persona a persona. Transmitió así, de manera muy directa y afectiva,.a generaciones de mujeres lo que ella aprendió sobre la vida.
AI final de su existencia, entregó sus últimas energías para compartir con quien se interesara en hablar con ella. Con jóvenes que la invitaban a la universidad a dictar charlas, con grupos de personas que llegaban para aprender más sobre los sueños, de los Evangelios, sobre los mitos, respecto de la vida…
Aun cuando su imagen física permanece incólume para mí, tal como era ella en sus últimos años, poco sabía yo de los detalles acerca de la vida de Lola Hoffmann…
¿Cuántas veces la Lola me devolvió la tranquilidad?… Estaba a mi lado, podía contar con ella, siempre. En ocasiones la eludía, su mirada era implacable, inquisidora, parecía traspasar la pared. Me daba la impresión de que uno era para ella como un libro abierto; en el que podía escudriñar y leer a voluntad. También la sentí fría, huraña e inexpugnable.
Lola murió sin que yo pudiera estar a su lado en sus últimos momentos. Sentí que el dolor me desgarraba. A menudo pienso que ella era la única que confiaba plenamente en mí. Esa convicción se transformó, de alguna manera, en mi compromiso hacia ella.
Cerca de un mes después de la muerte de mi abuela, acompañé a Adriana, mi madre, a la difícil tarea de desmantelar, clasificar, repartir, todo lo que había quedado en la casa. Con mucho pudor y temblor nos adentramos en su privacidad, miramos los libros, sus exóticos objetos, abrimos cajones y baúles, sacamos la ropa, sus cosas más íntimas, sus diarios y grabaciones. Luego de esa difícil labor, quedaron en mis manos algunas de sus pertenencias, mucho material acerca de su trabajo profesional, de sus investigaciones, de su vida. Las carpetas del Antropograma, textos sobre simbolismo, muchas fotos y cartas, sus cuadernos y algunas grabaciones que me dejaron muy conmovida luego de escucharlas. Por bastante tiempo rondó en mi mente la idea de hacer «algo» con todo este material. Quizás reproducir sus grabaciones para quien quisiera pudiera volver a escuchar sus sabias palabras. Quizás…No tenía una idea clara, pero sí sabía que tenía la suerte de poseer gran cantidad de material muy íntimo al cual nadie más tenía acceso. Pasaron un par de años y llegaron a mis manos las transcripciones de una serie de entrevistas que Estela Lorca hiciera con el fin de escribir una biografía de Lola que no llegó a realizarse…Luego unas cassettes en las que la voz casi indescifrable de Lola confesaba a Gonzalo Perez parte de su vida… Y así se fue sumando a mi «tesoro» una gran cantidad de material en bruto al cual resolví enfrentarme… Así decidí entrar en su vida, infancia y pasiones. Saber de sus secretos, sus locuras y estremecimientos. Qué fue lo que vivió, cómo y por qué llegó a Chile. Cuáles fueron sus miedos. Cómo fue la Lola íntima, espiritual, gurú, la madre de mi madre, mi abuela. La mujer que fue capaz de plantear una nueva forma de pensar en Chile. Así nació
este libro.
Hoy, a cuatro años de su muerte, la he reencontrado, he escudriñado en su vida, develado sus secretos, penetrado sus recuerdos, la he revivido en mi torrente sanguíneo…Desde Peñalolén, este sitio mágico, el mismo de su primer paseo en Chile, el de sus primeros y sus últimos trabajos como psicoterapeuta, donde, finalmente, murió.
INDICE
Prefacio
1- Sus orígenes
2- Freiburg: Estudios de Medicina
3- Berlín: Encuentro con Franz Hoffmann
4- Chile: el nuevo mundo
5- La gran crisis
6- Los inicios en psiquiatría
7- Tótila Albert
8- Profundización en la psicología: el I Ching
9- Regreso a Riga. Putrefactio
10- Los últimos trabajos. EL antropograma
11- Experiencia cósmica. Encuentro con Dios
Epílogo
Poemas
Proceso de Individuación
Referencias bibliográficas