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Ed. Peisa, año 1973. Tamaño 16,5 x 12 cm. Estado: Usado muy bueno. Cantidad de páginas: 180
Mi propósito al escribir «Perú 1965, apuntes sobre una experiencia guerrillera» fue exponer algunos puntos de vista personales sobre una etapa revolucionaria que me había tocado vivir. Traté de que ese libro fuese, antes que una versión sobre lo que otros hicieron, al estilo de los estudios tradicionales, un testimonio en el que hablasen por mi voz algunos de los protagonistas de la lucha de esos años. El libro, sin embargo, nunca me satisfizo totalmente, puesto que, como lo señalaba incluso en la primera introducción, yo dejaba en él muchos temas sin abordar.
Las razones para tal limitación eran obvias: el libro había sido escrito en la prisión, eludiendo la vigilancia de los carceleros y, lógicamente, desde allí era imposible acumular todo el volumen de información que era necesario. Pero había otras razones no dichas, y es que hace cuatro años mis ataduras con ciertos esquematismos característicos de la izquierda tradicional aun no habían sido lo suficientemente desechadas como para hablar con mayor claridad respecto de mí mismo y de mis compañeros, sin temor a la condena de las pequeñas capillas ideológicas de esa izquierda.
Posteriormente, y aunque el libro ha dado la vuelta al mundo y ha sido vertido a varios idiomas, conservo la impresión de que todos los temas que planteaba deben ser retomados hoy día, a la luz de la sorprendente y rica evolución de nuestro país en estos últimos años y estoy convencido de que sigue siendo una responsabilidad de quienes tuvimos participación en la acción guerrillera, volver una y otra vez sobre ella para explicarla cada vez mejor, con mas lucidez, y para que esa experiencia sirva a las promociones revolucionarias de hoy, desde la perspectiva de una revolución profundamente popular y nacional como es la que debemos hacer en nuestro país.
Como se sabe, el heroico intento guerrillero de 1965 fue la directa consecuencia de la profunda quiebra económica, social, política, y moral, que el Perú atravesó por esos años, traducida en todo un complejo de circunstancias y hechos, pasiones, místicas, esperanzas y frustraciones, asimiladas por una juventud que quería ardientemente transformar el país y transformar de una vez, tomándole cuentas al pasado. Recordemos esos años: la gran alianza de los dirigentes del APRA, —la honda y vieja esperanza de los pobres de este país, el partido de masas que había sido admiración de América—, con una oligarquía decrépita y corrupta; la mediocridad del arquitecto Belaúnde unida a sus gestos de niño bien, a su demagógica ambigüedad; la rigidez y chatura de los partidos de izquierda, impermeables a los hechos y las verdades nuevas; el increíble sometimiento del gobierno de Prado, gobierno de banqueros y latifundistas, a las compañías extranjeras y su insultante frivolidad; el pragmatismo ramplón de Odría, y presionando constantemente contra todo este mundo, un antiguo pero siempre renovado personaje multitudinario, el lejano oprimido de una sociedad que vivía de cara a Europa, un gigante que se desperezaba amenazando despertar: el campesino peruano que empezaba a hacer temblar los cimientos de esa sociedad caduca en cada recuperación de tierras, en cada invasión, en cada enfrentamiento sangriento con el poder dominante.
Y todo esto sucedía en un mundo que también cambiaba. «Queremos un Perú nuevo en un mundo nuevo’ había dicho Mariátegui tres décadas atrás y esa premonición, que fue también el sueño de su joven martirologio, ya empezaba a cumplirse en la lucha de los vietnamitas y los argelinos contra la dominación extranjera, en el resurgimiento de los pueblos árabes, en la nueva dignidad asumida por el Asia milenaria, en la angustiosa liberación de los pueblos africanos, en suma, en todo ese complejo de pueblos, naciones y países, de realidades políticas, sociales, raciales, diferentes, que empezaba a tomar cuenta de su personalidad como una inmensa nación: El Tercer Mundo.
Pero más cerca aún, en la gran patria latinoamericana, la revolución cubana señalaba el hito que separaba nuestro antiguo complejo de inferioridad, de una actitud nueva, optimista, afirmativa: sí, podemos los latinoamericanos enfrentarnos con éxito al imperialismo norteamericano. Sí, podemos los latinoamericanos hacer la revolución y construir el socialismo. Sí, los latinoamericanos podemos hablar un lenguaje propio. Sí, los latinoamericanos podemos pensar con nuestras propias cabezas y buscar nuestras propias soluciones revolucionarias.
Y empujadas por este aluvión humano, varias heroicas promociones de latinoamericanos, superando fronteras —las artificiales fronteras que había creado el imperialismo para balcanizarnos y debilitarnos— volvieron los rostros hacia sus profundos países y tomaron el camino de las montañas para hacer realidad el sueño de convertir los Andes en una gran Sierra Maestra. Con sus viejos fusiles, con su romántica ingenuidad, desembarcaban en Haití y Santo Domingo, se incorporaban a la lucha campesina en Guatemala y Colombia, se desangraban en las ciudades y las montañas de Venezuela; morían por decenas en las selvas del Paraguay; trataban de retomar las luchas de los montoneros en Argentina, remontaban las cordilleras y las selvas del Perú y, finalmente, cerrando trágicamente una etapa admirable y heroica, morían junto al Che, luego de una alucinante odisea que se transformaría en mito universal.
Las guerrillas latinoamericanas fueron la lealtad, la consecuencia humana con los ideales, elevada a su máxima expresión y, por eso, es difícil desprenderse del detalle narrativo de sus acciones para enfilarse hacia un análisis racional, desapasionado. Tal análisis es una tarea muy difícil: gran parte de los protagonistas de la época murieron heroicamente llevándose consigo el valioso caudal de sus vivencias, y enseguida se tendió rápidamente tras de ellos el telón de hierro de la información, o desinformación reaccionaria, mientras los oportunistas se dedicaban a su tarea de siempre: usar la gloria conquistada por otros en su propio beneficio y, simultáneamente, impedir por todos los medios, fundamentalmente, la sacralización, el balance de lo hecho, la serena admisión de los errores cometidos.
Despejar la bruma que envuelve a los hechos guerilleros sigue siendo necesario hoy, porque la experiencia guerrillera está definitivamente incorporada a lo mejor de las tradiciones combativas de nuestro pueblo, a la lucha nacional por la independencia y la transformación de nuestra sociedad; y porque, a medida que el tiempo transcurre y la historia ubica personas y cosas en sus reales términos, las condiciones para un análisis objetivo y comprometido se multiplican.
De la Puente, Lobatón, Velando, eran lo mejor de una promoción estudiantil que, por el camino de la lucha universitaria, derivó muy tempranamente al enfrentamiento con la dictadura odriísta y que completó su educación política en la prisión y en el exilio. A su liderazgo se incorporaron otros jóvenes que enfrentaban al gobierno de Prado y que intuían, y sentían dentro de sí, más que racionalizaban, la necesidad de un cambio revolucionario en el Perú. Fueron los colegiales que con viejos fusiles de instrucción se habían alzado en Jauja, siguiendo al teniente Vallejo; los que se habían incorporado a las filas del MIF en las acciones callejeras y también los que, apenas egresados de las escuelas secundarias hacia la vida, se incorporaron al ELN, profundamente impactados por la revolución cubana.
Pero también, en los meses precedentes a la acción o en el curso de ella, acudieron a las filas guerrilleras sindicalistas campesinos, comuneros, jóvenes y viejos, hombres y mujeres, que pelearon arma en mano o dieron su auxilio, hospitalidad y afecto a esa gente que en un primer momento, les resultó extraña, incomprensible, porque había invadido violentamente la quietud de su mundo en nombre de principios que no llegaban a entender. Se había producido así el difícil encuentro entre lo más auténticamente revolucionario de las promociones universitarias y parte de lo más avanzado de la dirigencia campesina en el ámbito de las comarcas rurales que, a pesar de empezar a convulsionarse, no habían perdido aún gran parte de su antigua y quieta manera de ser tradicional, su lentitud, sus ancianas costumbres.
¿Y qué de los trabajadores industriales? Localizados en la gran capital, sus luchas reivindicativas, que fueron muy numerosas y agudas, se integraban al complejo y abigarrado cuadro de las luchas sociales de esos años. Algunos ocupaban las fábricas en la capital, mientras en la sierra, los mineros llegaban al sabotaje contra las empresas imperialistas, pero todos ellos, inclusive los mineros cuya vinculación con el mundo campesino aún se mantiene, casi desconocían la existencia de las guerrillas. Así, como cuerpo extraño en el mundo rural y aisladas del movimiento obrero, las guerrillas pagaban su pecado origen: haber nacido en las clases medias. Su prudencia social casi las aislaba del Perú profundo, sus comienzos de antidogmatismo les ganaba la desconfianza de los grupos políticos; su acción directa las alejaba de las dirigencias estudiantiles, más proclives al verbalismo que a la acción. En aquellos dramáticos momentos, casi resultaban un cuerpo molesto para todos los que, en el llamado campo revolucionario, tenían intereses políticos propios que defender y, paradójicamente, estaban más interesados en que la situación no cambiase, desde que en ella podían aspirar a diputaciones, senadurías, cargos en las direcciones sindicales y estudiantiles, todo ello cubierto tras una hipotética lucha contra la oligarquía que ni llegaba a enfrentamientos de hecho ni calaba las bases del sistema.
INDICE
Prólogo
I- Guerrilla en germen, Ideas en germen
II- La opción, Hoy
III- Bosquejo económico
IV- El marco social
V- Las causas políticas
VI- El E.L.N
VII- 1965
VIII- El frente de Ayacucho
IX- Algunas anotaciones finales
Conclusiones
Notas
Bibliografía
Apéndice