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Ed. Edhasa, año 2012. Tamaño 22,5 x 14 cm. Estado: Nuevo. Cantidad de páginas: 176
En julio de 1890, se suicida Vincent, y en enero de 1891, tras una lenta agonía, marcada por el duelo y por un atisbo de locura, se apaga Théo. Había defendido con
furia esos cuadros que no encontraban eco en el presente, y era el legatario de la obra y de su posteridad. Lo vencen la tristeza y la desesperanza. Es entonces que
Johanna Van Gogh Bonger, viuda de Théo, 28 años, con un hijo que aún no ha dado sus primeros pasos, comienza a frecuentar la correspondencia entre los
hermanos.
Busca saber quién ha sido su marido, pero descubre una prosa tan intensa como el brillo de los cuadros que la despiertan al amanecer. Bajo este impulso, esa mujer
-que es poeta, estudiosa de Percy Shelley, que simpatiza con el incipiente movimiento feminista y fue investigadora del Museo Británico y lleva su propio diario-
recupera parte de las telas de su cuñado que habían quedado abandonadas en París. Y organiza una primera muestra de Vincent Van Gogh en Holanda: apenas
quince dibujos que se exhiben en La Haya.
Su vida cambia de rumbo. Y de algún modo, la nuestra también.
Johanna sigue los consejos que encuentra en la correspondencia del propio Vincent Van Gogh, que había sido un excelente marchand en su juventud. Y lentamente,
con esfuerzo, rescata una obra que tenía destino de olvido.
«Una sombra pesada, en cada peldaño de la escalera, fue el anuncio: Théo Van Gogh entró con el fantasma de la muerte pisándole los tratos.
Johanna lo miró. En tres días había envejecido diez años.
Casi no reparó en su esposa y apenas si saludó al niño. Con una parsimonia extrema, colocó bajo la cama los últimos trabajos de su hermano, una serie de rollos con
lienzos de pintura aún reciente. Después, en el baúl de roble de las cartas, dejó una última queVincent Van Gogh tenía entre sus ropas cuando se pegó el balazo y se
acostó a dormir.
El traqueteo de las patas de los caballos sobre el empedrado empuja a Johanna Van Gogh-Bonger a sus papeles. Pero, hasta que llega a las palabras, antes deja
ordenada su casa: ese pequeño universo cada vez más incierto.
Sobre una mesa de madera de almendros, en el cuarto piso de la calle Pigalle número 8 de Montmartre, comienza a desdibujarse la música de la ciudad despierta.Y
así como avanza la noche, ella no logra vislumbrar el color de lo que se avecina.
La coincidencia, o lo que sea, quiere que ella inaugure un nuevo cuaderno de su diario íntimo con la novedad de la muerte de su cuñado. Escribe.
«Théo no quiso hablar de la agonía de Vincent. Apenas contó que se lo veía tranquilo en el féretro montado sobre la mesa de billar, en la pensión de Ravoux, y que
había sido buena la idea de exhibir algunas de sus últimas obras alrededor de su cuerpo de muerto flamante. Me contuve y evité decirle la grosería que se me cruzó
entonces por la cabeza: que por fin había logrado tener su primera muestra individual. Me quedé en silencio y Théo se fue a dormir. Desde hace seis horas duerme la
primera gran siesta sin su hermano en el mundo»