Ed. Seix Barral, año 2001. Presentación de Leopoldo Marechal. Estado: Excelente. Cantidad de páginas: 138
Escrita y vuelta a escribir entre 1959 y 1961, estrenada con enorme suceso en los años sesenta, representada en más de diez idiomas, prohibida, censurada, aclamada, Israfel es la más sólida leyenda del teatro nacional.
Abelardo Castillo reconstruye en esta obra el destino del arquetipo de los poetas malditos, Edgar Allan Poe, y lo convierte en una alegoría feroz del hombre contemporáneo.
Como el mismo Castillo declara, no se trata de la biografía del poeta norteamericano, se trata de un drama, de una invención: la de una vida tempestuosa y torturada que en un lenguaje atravesado por la poesía y la lucidez habla también de la Argentina de hoy, del aquí y ahora.
Si la poesía es una manera de vivir, la escritura de Abelardo Castillo es una constante búsqueda de esa esencia: allí radica su difícil y abnegada vocación existencial.
Presentación de Leopoldo Marechal
Antes de conocerlo como narrador, lo conocí como autor dramático: Israfel, la vida de un poeta. ¿Por qué? No se trataba de un poeta definido como tal en razón del «género literario» que cultivó el agonizante de Baltimore: se trataba de Edgar Alian Poe, cuya existencia se concretó en los términos de una necesaria «agonía» o
combate, porque quiso «vivir poéticamente», sólo por eso, porque necesitaba, quiso y logró vivir poéticamente.
En Israfel, el mismo protagonista lo dice cuando sostiene que la poesía es una manera de vivir, sobre todo, y no una mera función de lanzar al mundo criaturas poéticas. Y a mi entender, el secreto de Abelardo Castillo estaría en esa difícil y abnegada vocación existencial.
Hace mucho tiempo, cuando buscaba yo las razones que me inducían a ser un narrador sin dejar de ser un poeta, descubrí una verdad que desde entonces no ha dejado de hablarme. El viejo Aristóteles de la Poética tenía razón: todos los géneros literarios son «géneros de la poesía», el lírico, el épico y el dramático. Sigo creyendo que si no hay un poeta en el fondo de un narrador o un dramaturgo, el arte carece de «sabor» duradero. Porque la poesía es la «sal» de la letra o de las letras.
He seguido en el arte de Abelardo las huellas del poeta: están muy hondas en Israfel, en sus últimos relatos y en estas piezas dramáticas que presentamos ahora. Y esa «razón de poesía» lo está lanzando, según veo, a una ineludible «razón de arte» rigurosamente complementaria, decir al imperativo de restituirle al drama o a la novela su antigua codicia de ser una obra de arte, una criatura signada por la belleza y el splendor veri de los platónicos.
En mi carácter de viejo navegador, le diría yo a Castillo que va siguiendo la ruta verdadera, que por serle la más difícil, sobre todo en estos confusos tiempos de la transición humana en que un demonio alegre y destructor parecería querer borrar todas las definiciones.
En los tres dramas que protagonizan este acto de presentación, advierto nuevamente la tendencia de Abelardo Castillo a retomar los grandes temas y las figuras paradigmáticas; y esa predilección es otro tironeo del poeta que hay en él y que lo va guiando por senderos imprevisibles.
De las tres piezas dramáticas, dos acuden a la literatura bíblica: Sobre las piedras de Jericó y El otro Judas.
Tengo la impresión de que Abelardo, más que trabajar con esa materia sagrada, se desdobla y polariza con ella, en una suerte de rebelión militante. Quiere reducirla, en un esfuerzo heroico, a las tres dimensiones convencionales del mundo visible; y sin embargo adivina, mal que le pese, una cuarta dimensión inasible por ahora, que, no obstante, fundamenta y explica en el trasfondo las contradicciones de un drama que a la vez es humano y divino.
Y esa cuarta dimensión metafísica también está en el poeta. Porque el poeta trabaja con la hermosura, y la hermosura es uno de los nombres que tiene la divinidad.