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Ed. Madres de Plaza de Mayo, año 2005. Tamaño 20 x 14 cm. Estado: Usado excelente. Cantidad de páginas: 288
Las palabras son de Hebe de Bonafini; sólo se trata de transmitirlas: «La ciénaga es demasiado grande como para construir sobre ella, tapándola, una casa firme donde brille el sol para nuestros hijos y nuestros nietos».
Pertenecen a la historia de 1985. Cumplirán veinte años dentro de poco y todavía no tenemos casa, pero sí ciénaga. Los mil intentos por cubrir con una losa el pasado de los argentinos han fracasado. Como pocos, nuestro pueblo vuelve atrás su cabeza y, lejos de convertirse en estatua de sal, advierte que en los espejos de aquellos obscenos años se refleja la imagen de aquel país sin conciencia.
Poco y nada se ha escrito sobre la noción de culpa colectiva durante la dictadura.
Para muchos intelectuales progresistas o de izquierda, es moral y jurídicamente erróneo comparar la culpa individual de cada asesino y represor con la culpa colectiva de una sociedad que, mayoritariamente, aprobó la llegada del golpe, la detención y aniquilación de militantes revolucionarios y se negó a sacarse la venda que cubría sus ojos hasta que los gritos y la sangre fueron insoportables. Habían pasado seis años desde el 24 de marzo de 1976. Las comparaciones con lo ocurrido durante el nazismo a veces resultan odiosas y, para algunos, tremendamente exagerada. Es cierto. El caso argentino es otra historia.
A diferencia de la mayoría de investigaciones sobre las responsabilidades en el Holocausto, y en las que sólo se indagó sobre la conducta de los principales dirigentes nazis, en la Argentina, y gracias a la epopeya y valentía de Madres, abuelas, hijos, familiares, militantes y centenares de ex detenidos, se conoce buena parte de la lista de represores y cómplices directos. La nómina de misera¬bles va desde las altas jerarquías hasta los guardiacárceles de los centros clandestinos.
Es decir, la culpa individual, pese a los esfuerzos de obediencias debidas, puntos finales, indultos, jueces infames, gobernantes radicales, peronistas, aliancistas, quedó instalada en la memoria de gran parte del pueblo y a esta altura nadie duda que, por los años de los años, los rostros y nombres de los asesinos son los de la vergüenza.
Pero ¿qué hay del resto de los argentinos, tan argentinos como aquellos que cometieron los crímenes más espantosos? ¿Se puede prescindir de un ojo crítico sobre millones de nosotros, niños, jóvenes, adultos, ancianos bajo la sencilla excusa de que «nadie sabía lo que ocurría»?
Las consecuencias de no profundizar el debate sobre el comportamiento de la sociedad degenera en la construcción de mitos. Y los mitos no ayudarán a resolver los dramas del pueblo.
Pero ¿qué hay con eso y un inocente Mundial de Fútbol?
Mucho. El Mundial 78 aparece como el primer símbolo de aprobación masiva a la dictadura: Videla recibió seis veces el aplauso de las multitudes en estadios repletos. La fiesta del despilfarro en la organización del torneo apenas se cuestionó. Las voces de denuncia de los exiliados y los familiares de los asesinados, desaparecidos y encarcelados fueron tomadas como expresiones de la antipatria. El periodismo fomentó el anticomunismo, la delación de los luchadores y militantes de izquierda y defendió, a buen precio, casi todos los actos de gobierno de la dictadura militar. Millones sucumbieron ante la idea publicitaria y megaoficialista de que la victoria deportiva «era el triunfo de un pueblo en paz».
Las distintas interpretaciones sobre cuáles fueron los motivos por los que una sociedad se encegueció de tal manera y aceptó, durante un buen tiempo, que tantas mentiras se repitieran como verdades incuestionables no son el objeto de este libro.
Es que la dictadura no nació ni se mantuvo gracias a un Mundial de fútbol. Razones más profundas impulsaron el pensamiento medio sobre el que se apoyaron los militares para hablar, sin problemas, del «apoyo civil».
Para algunos historiadores el disparador general se activó con una idea base: la gente quería que se terminara con la guerrilla, pero no quería saber cómo se la terminaba.
En estas páginas se mostrarán los hechos y, apenas, algunas reflexiones indicativas como para advertir que nada fue casual.
Cada generación deberá explicarle a la siguiente por qué se dejó arrastrar como los ratones del flautista. La de los 80 por el alfonsinismo, la del 90 por el menemismo. La nuestra, la de los niños y adolescentes del 78, aún se pregunta por qué salimos a la calle a entremezclar legítima alegría popular con estúpidas creencias megalómanas de un país enormemente derechizado y perseguidor. Es cierto que las consignas que aseguraban que un Mundial era cuestión de vida y muerte para 25 millones de personas se prepararon y alimentaron desde distintos sectores de la dirigencia civil. Y en ellos, tal vez, habita la responsabilidad mayor.
El siempre inocente deporte, el fútbol, fue nuevamente utilizado por el poder. Pero no fue el ambiente del fútbol el único que se dejó utilizar para que muchos confundieran gol con patria, partido ganado con esfuerzo de la gente y Copa alzada con imagen nacional. Los peronistas, los radicales, la Iglesia, las religiones, la educación, la prensa, los empresarios, la burocracia sindical y algunos sectores de la izquierda tienen mucho para decir y no lo han dicho. No fue casual que, al cumplirse 25 años del Mundial 78, la sociedad argentina diera señales claras de cuánta tierra encima prefirió echarle a sus ex Héroes y cuánta a su propio espejo.
El 9 de julio de 2003, un estadio Monumental casi vacío fue testigo del homenaje a «los campeones de 1978». Inevitablemente, sus nombres quedaron asociados a la mayor tragedia de la Argentina y sus fotos, alzando la Copa, adornan muy pocos hogares y bares del país. Tanta ausencia popular indicaba que, en algún lugar de su conciencia, los argentinos registraban el mal paso dado en aquellos años.
La mayoría de los medios de comunicación se apresuró en destacar, con análisis ligero, el carácter de cortina de humo que tuvo aquel torneo para ocultar los crímenes de los militares. Pero fue un documental, producido por Cuatro Cabezas de Mario Pergolini y asombrosamente emitido por el canal Telefé (propiedad de la familia Vigil, dueña de editorial Atlántida, la empresa periodística que mayor apoyo brindó a la represión), el único que se animó a ingresar, aunque muy de costado, en el espinoso tema de las responsabilidades del ciudadano común.
En ese programa, tres voces de protagonistas hundieron el cuchillo dónde debían. Osvaldo Ardiles, ex volante derecho del equipo campeón y quien en los años de plomo además de jugar al fútbol estudiaba algunas materias de abogacía admitió: «Yo estaba convencido, como decía la propaganda, de que nosotros éramos derechos, éramos humanos. Me molestaba cuando atacaban a la Argentina. Me molestaba cuando venían periodistas del extranjero y nos hacían preguntas difíciles. Yo decía que era todo propaganda comunista, propaganda zurda. En fin, ése era yo que, por ejemplo, era más instruido». Un poco más terco a la hora de buscar el camino de la autocrítica, César Menotti, por primera vez en 25 años reconocía: «Es probable que haya sido permeable a veces a aceptar algunos diálogos con algunos tipos y que no lo debería hecho. Eso mejode mucho. Pero un Mundial no se hace con los jugadores y con el cuerpo técnico. Se hace con la prensa, con los compromisos de los dirigentes con la FIFA. Después que terminó el Mundial se abrazaron todos, se subieron todos al carro vencedor. Cuando llegó la democracia se bajaron de ese carro. Pero en
definitiva, eran los mismos».
Vayan estas líneas, ávidas de que otros las perfeccionen, para enseñarles a nuestros hijos que la inocencia deportiva y sus festejos se convierten muchas veces en consciente o inconsciente apoyo a los gobiernos, aún a los más sanguinarios.
Poco de eso se aprendió en los años posteriores. En los Mundiales de 1986 y 1990, las multitudes fueron convocadas a la Plaza de Mayo para recibir el saludo de los campeones o subcampeones, desde los balcones de la Casa Rosada. Ojalá otros periodistas, más jóvenes y capaces, reciban el incentivo para ahondar en mayores investigaciones que descubran las historias reales que aún permanecen detrás de tantas ficciones que abundan en los archivos y hemerotecas del país.
Julio Cortázar dijo alguna vez de Juan Gelman que, cuando escribía, incitaba al lector a «volverse más lucidamente hacia el pasado para ser más lúcido frente al futuro». Algo de eso recorre las humildes intenciones de este libro.
Pablo Llonto, Marzo de 2005
INDICE
Introducción
1- La vida por un Mundial
2- El rey Menotti
3- Quien quiera oír
4- Puntapié inicial
5- Lo dejaron ahí
6- El partido más largo de la historia
7- Los rehenes del otro País
8- Los Dieciocho Agujeros
9- El que no salta
10- En la cuenta del otario