Ed. La Marca, año 2008. Tamaño 22 x 15,5 cm. Estado: Nuevo. Cantidad de páginas: 184
Poco antes de finalizar el año 1994 Guy Debord se suicidó. La noticia pasó inadvertida. Pero es justamente esta omisión involuntaria la que hace justicia a uno de los pocos pensadores auténticos del siglo, porque desapercibir un hecho importante es casi condición de existencia para periodistas y académicos, conscientes de que la pertenencia al aparato cultural de un país supone un acuerdo acerca de lo que no debe ser leído ni pensado. Pero en este caso la temporalidad de la noticia es espuria: no indica que, con el pasar del tiempo, se haya perdido el interés por Debord o por su obra, pues mucho tiempo antes de acabar con su vida Debord se había destituido a sí mismo de la vida espectacular, es decir, de la vida tal cual la aceptamos en la actualidad.
Guy Debord fue un pensador auténtico porque fue un hombre consciente de la potencia del espectáculo. En un mundo donde diariamente millones de miradas encajan blandamente continuas radiaciones de estímulos visuales es difícil hallar personas capaces de penetrarlas. En Debord confluían una poderosa mirada analítica y el maceramiento de la experiencia histórica de los réprobos. Su libro más conocido, La sociedad del espectáculo, publicado en 1967, intentó ser un aviso sobre el cambio radical que estaban sufriendo las medidas de referencia acostumbradas para el tiempo y el espacio humanos. Apenas comprenderíamos el alcance de esta pérdida si la aceptamos como una catástrofe de los sentidos: las transformaciones de las dimensiones antropológicas y de los escenarios que nos eran habituales son acontecimientos cuya potencia apenas hemos experimentado porque su magnitud aún no ha advenido por completo.
Porque La sociedad del espectáculo fue dado a conocer no solamente como una sentencia contra su época sino también como una panorámica en profundidad de la misma es que hoy podemos considerarlo un libro clásico. Un “clásico” no es sólo un libro capital o una obra magna o una creación misteriosa sino también un yacimiento en el cual pueden seguir hallándose vetas, décadas -o siglos- después de escrito. Libros que dan esta talla, en los casos más afortunados, son médiums que vinculan a los ancestros con los posteriores. No suele considerarse a la profecía un género crítico, salvo cuando acierta un pleno. Pero conceder a Debord el rango de “anticipador” del despliegue del espectáculo nos conduciría más al entusiasmo del faccioso o a la vanidad del arqueólogo de las ideas que a la esencia de su obra. No es la clarividencia sobre el porvenir sino el descarne del tema lo que explica que el libro de Debord participe de un linaje especial de libros: el de los clásicos secretos. No es inhabitual que este tipo de obras se escriban mientras se vagabundea. Para comprenderla, es preciso tener en cuenta, para beneficio de inventario, la aventura situacionista, que no fue sino un esfuerzo más para encontrar ese grial singular: la fórmula mágica para destruir el mundo conocido. Guy Debord quiso destruir la sociedad que le tocó en suerte, y esa pretensión pertenece al rango de los gestos de amor. Porque los torpederos de una época son también los que la aman más intensamente.
Había nacido en París. Aunque muchas veces pase inadvertido, el reino de la negación existe, y es nación nómade y cosmopolita que de tanto en tanto se instala en un lugar propicio. No siempre lo albergan ciudades; a veces le basta un barrio, una calle o una casilla de correo. En la década de 1960, París era una de sus capitales y Guy Debord uno de sus estadistas, como André Bretón lo había sido tres décadas antes. La hermandad a la que Debord se integró buscaba, en propias palabras, “una autonomía sin restricciones ni regulaciones”. No la consiguieron, pero, en el camino, les fue concedida una porción de libertad, la de inventar acontecimientos y verdades inaceptables. Al organizar y liderar al situacionismo, última vanguardia del siglo XX, Debord se convirtió temporariamente en el capitán de un buque sin bandera.
Es 1945 y la guerra ha terminado. En la orilla izquierda del río Sena el aparato cultural reúne sus fuerzas dispersas y asume su puesto de conciencia política de Occidente. Mientras tanto, Isidore Isou, un oscuro exiliado rumano de origen judío organiza su propio estado mayor, el “letrismo”, e invita a unos pocos lúmpenes de la cultura a seguirlo en su cruzada renovadora del espíritu vanguardista. Hacia tiempo que el surrealismo y el dadaísmo habían dejado de chamuscarse los dedos, y sólo los entusiasmos de una tercera generación y la incombustible fe de los grupúsculos anarquistas garantizaban la débil continuidad de la revuelta. El situacionismo no fue otra cosa que la desembocadura de un delta de corrientes estéticas y políticas que aún creían en el poder revolucionario del arte. El encuentro y la discordia calentaron el alambique durante un año entero, luego se decantó a los tibios, y en 1957 fue destilada en la ciudad de Coscio D’Arroscia la Internacional Situacionista.
Se dirá que no es mucho lo que unas pocas personas pueden hacer. Pero no pocas veces la historia de una idea comienza con la fe y la energía de un puñado de fieles. En todo soplido se oculta la estructura genética de un huracán. Diez, quizás veinte convencidos, aparecidos en una época que no parecía favorecerles, arrastrando durante quince años una biografía plagada de renuncias, expulsiones, cismas y discusiones bizantinas, editando intermitentemente un boletín difícil de conseguir y organizando muy de vez en vez algún acontecimiento misterioso que diera la nota fueron capaces de dar a luz, mediante una notable economía de fuerzas, lo que el propio Debord llamó “el pensamiento del colapso del mundo”. Al comienzo, la izquierda oficial y los intelectuales de revista cultural los trataron con indiferencia, como hacen los señores cuando se enfrentan al insolente. Pero la insolencia devino activismo productivo, a saber: un modo de hostigar al mundo a fin de removerlo de sus cimientos. Que una teoría perdurable haya brotado de una comedia ultraizquierdista no debería asombrar a los conocedores de la historia de las sectas y de los orígenes de los saberes; tarde o temprano, o toman el poder o se inmolan junto al mundo que los rechaza. Hacia 1972, cuando la Internacional Situacionista se disuelve a sí misma, no solamente ya estaban apagados los incendios parisinos, también se extinguía el prototipo humano de la época burguesa clásica, adorador del arte y la política, y se reconvertía en un nuevo modelo seriado, ávido de espectáculos y objetos intangibles. No sorprende el lúcido gesto de autoclausurar la experiencia Situacionista (cuando fácilmente podrían haber cosechado fidelidades juveniles y reconocimientos académicos, consuelos de los incendiarios seniles) pues a medida que sus tesis concitaban cierta atención en el medio ambiente de izquierda, los miembros de la Internacional parecían retraerse y ocultarse, a la manera de los antiguos conspiradores, como si una voluntad de oscuridad constituyera su móvil estratégico. En todo caso, el situacionismo jamás fue una vanguardia clientelística.
Cada época promueve una determinada distribución corporal de la energía psíquica. El alcance personal y social de la memoria, la percepción y la imaginación queda, por tanto, subordinado al organigrama energético que la cultura inocula en cada cuerpo; y a la celeridad e intensidad con que éste logre repelerlo. Guy Debord llama “espectáculo” al advenimiento de una nueva modalidad de disponer de lo verosímil y de lo incorrecto mediante la imposición de una separación fetichizacla del mundo de índole tecnoestética. Prescribiendo lo permitido y conveniente así como desestimando en lo posible la experimentación vital no controlada, la sociedad espectacular regula la circulación social del cuerpo y de las ideas. El espectáculo, si se buscan sus raíces, nace con la modernidad urbana, con la necesidad de brindar unidad e identidad a las poblaciones a través de la imposición de modelos funcionales a escala total. Sería necesario volver a la secunda década del siglo XX para fijar el lugar de emergencia tecnológico e institucional del espectáculo actual. El nazismo, el stalinismo y el fascismo sólo se adelantaron a su época, y lo hicieron con la torpeza política y la brutalidad disciplinaria que definen a todo régimen emergente: hoy, es preciso rastrear esas ambiciones totalitarias (a saber, la gestión total de la vida desde la regulación del lenguaje hasta el mapeo genético) en sociedades legitimadas por maquinarias electorales.
No es éste un mundo desencantado. La ilusión es más resistente y necia que cualquier análisis de los hechos. Los “saltos” tecnológicos son nuestros actuales milagros; la conexión diaria a las redes y pantallas, nuestra comunión en misa; los nostálgicos del general Ludd, nuestros herejes; la adquisición de accesorios para el hogar, el progreso en la pureza de nuestra fe; el rechazo a creyentes y nacionalistas, nuestra prueba espiritual; el forzamiento acelerado de las fuerzas productivas globales, nuestra última cruzada; la antena parabólica, nuestra aguja de la cruz; las veinticuatro horas continuas de transmisión, nuestro carillón canónico; si antes nos redimía el cielo, hoy nos emancipamos por control remoto. Una nueva cosmogonía. La historia humana ha conocido diversas concepciones y experiencias del tiempo y el espacio; ahora, las cartas náuticas son sustituidas por frecuencias de ondas; las proyecciones planisfericas, por scaneos satelitales instantáneos; las medidas espaciales, por ritmos informáticos y audiovisuales; los aparatos ideológicos de Estado, por el montaje y diseño de imágenes preprogramadas; la guerra de trincheras en el frente de la “conciencia”, por batallas de audiencias que culminan en sanciones estéticas. En todas partes, la diagramación de la mirada y la transformación de la velocidad en tiempo inmóvil requieren de nuevas estrategias de control social y de nuevos guardarropas para la verdad. No sería desacertado llamar al espectáculo una fe perceptual. El sistema de dominio espectacular se expande autocráticamente, al igual que lo hacía el sistema pedagógico para anteriores generaciones, es decir, como avanzadillas militares sobre espacios humanos no regulados: a todos quiere concernir, a nadie quiere dejar librado a sus propias potencialidades. El imperativo autocrático de nuestra época requiere de tecnologías sofisticadas y de burocracias especializadas en el arte de la vigilancia, tanto como de mnemotécnicas específicas para el olvido de la historia. En el extremo, la memoria histórica es forzada a pasar a la clandestinidad y el ojo a despegarse de su cuenca.
Es lugar común académico juzgar al pensamiento sobre el espectáculo, la tecnología o la televisión partiendo de oposiciones del estilo público y privado, mercado y estado, abierto y cerrado, apocalipsis e integración, soslayando la inclusión de la barra que regula los extremos en un dominio mayor. Así también, los analistas políticos perfilan a las opciones partidarias y los teólogos al legado de Maniqueo. Esas oposiciones confunden el pensamiento sobre las relaciones entre técnica y sociedad. No se trata de fomentar el pesimismo cultural sino de pensar el modo en que ese vínculo es absorbido por las instituciones así como el modo en que mundos hablados o sentidos son enviados a su ocaso, pues la misión de la sociedad tecnoespectacular no consiste en permitir o retrasar el progreso, sino en conducir a la humanidad a un estadio diferente de dominación. Es nuestra imagen de mundo el material que forja los barrotes del pensamiento binario. Retraído hacia el lado oscuro de lo pensable, el espectáculo guarda el secreto que lo explica, tanto como el Estado guarda el suyo, y la mercancía también. Cuando se afirma que los medios masivos amplían las posibilidades comunicativas del género humano y sacian su sed de saber se le concede sex-appeal a los recursos tecnológicos de una época. Pero la sociedad audiovisual es una lingua franca que debilita modos de sentir previos y descalifica, por principio, a la comunicabilidad humana misma. Esta misma no se sostiene en la capacidad fisiológica de hablar, ni en definiciones de diccionario, ni en la estructura lógica de las proposiciones sino en los rastros de memoria y de significatividad que fluyen y despliegan el mundo. El espectáculo desdeña la experiencia vivida, la actividad conversacional y la sociabilidad espontánea, es decir, desestima la reunificación de la comunidad como movimiento inventivo de sí mismo. Por eso, en la interpretación del espectáculo, lo que define a las políticas de la teoría es la lucha entablada a favor o en contra de la representación separada de la experiencia humana. Guy Debord pertenece a la estirpe de aquellos que suponen que lo que es experimentable no puede ser representado, y que la contemplación de simulacros o la estimulación sensorial por medios técnicos son sucedáneos vitales decididamente insuficientes.
«El espectáculo no es un conjunto de imágenes, sino una relación social entre personas, mediatizada a través de imágenes»
«No se puede entender el espectáculo como el exceso del mundo visual, producto de las técnicas de difusión masiva de imágenes. Es, en cambio, una Weltanschauung efectivizada, expresada en el plano material. Es una visión del mundo que se ha objetivado»
«El espectáculo, entendido en su totalidad, es a la vez resultado y proyecto del modo de producción existente. No es un complemento del mundo real, una decoración superpuesta a éste. Es la médula del irrealismo de la sociedad real. Bajo todas sus formas particulares, información o propaganda, publicidad o consumo directo de entretenimientos, el espectáculo constituye el modelo actual de la vida socialmente dominante. Es la afirmación omnipresente de una elección ya hecha en la producción, y de su consumo que es su corolario. Forma y contenido del espectáculo son, idénticamente, la justificación total de las condiciones y fines del sistema vigente. El espectáculo es también la presencia permanente de la justificación, en tanto colonización de la parte principal del tiempo vivido fuera de la producción moderna»
«La separación misma forma parte de la unidad del mundo, de la praxis social global que se ha escindido en realidad e imagen. La práctica social, ante la cual se presenta el espectáculo autónomo, es también la totalidad real que contiene al espectáculo. Pero la escisión contenida en esa totalidad la mutila al extremo de hacer aparecer al espectáculo como su finalidad. Constituyen el lenguaje del espectáculo los signos de la producción reinante que, al mismo tiempo, son la finalidad última de esta producción»
«No se puede oponer abstractamente el espectáculo y la actividad social efectiva; este desdoblamiento está a su vez desdoblado. El espectáculo que invierte lo real tiene lugar en la realidad. Al mismo tiempo, la realidad vivida es efectivamente invadida por la contemplación del espectáculo, y retoma en sí misma el orden espectacular, trasmitiéndole una adhesión positiva. La realidad objetiva está presente de ambos lados. Cada noción así fijada tiene por fondo su tránsito a lo opuesto: la realidad surge en el espectáculo, y el espectáculo es real. Esta alienación recíproca es la esencia y el sostén de la sociedad existente»
«En el mundo realmente invertido, lo verdadero es un momento de lo falso»
«El concepto de espectáculo unifica y explica una gran diversidad de fenómenos aparentes. Sus diversidades y contrastes son las apariencias de esta apariencia socialmente organizada, a la que hay que reconocer en su verdad general. Analizado según sus propios términos, el espectáculo es la afirmación de la apariencia y la afirmación de toda vida humana, es decir, social, como simple apariencia. Pero la crítica que llega a la verdad del espectáculo descubre en él la negación visible de la vida; una negación de la vida que ha llegado a ser visible»
«Para describir el espectáculo, su formación, sus funciones y las fuerzas que tienden a su disolución, es necesario distinguir artificialmente elementos que son inseparables. Al analizar el espectáculo se habla, en cierta medida, el mismo lenguaje de lo espectacular, en cuanto nos movemos sobre el terreno metodológico de esta sociedad que se expresa en el espectáculo. Este, sin embargo, no es otra cosa que el sentido de la práctica total de una formación económico-social, su empleo del tiempo. Es el momento histórico que nos contiene»
«El espectáculo se presenta como una enorme positividad indiscutible e inaccesible. Dice solamente que “lo que aparece es bueno, y lo que es bueno aparece”. La actitud que exige por principio es esa aceptación pasiva que de hecho ya ha obtenido por su modalidad de aparecer sin réplica, por su monopolio de la apariencia»
«El carácter fundamentalmente tautológico del espectáculo es consecuencia del simple hecho de que sus medios son, al mismo ticmpo, su fin. Es el sol que jamás se pone en el imperio de la pasividad moderna. Cubre toda la superficie del mundo y se baña indefinidamente en su propia gloria»
«La sociedad basada en la industria moderna no es fortuita o superficialmente espectacular; es esencialmente espectaculista. En el espectáculo -imagen de la economía reinante- el fin no es nada, el desarrollo es todo. El espectáculo no quiere llegar a ninguna parte que no sea a sí mismo…»