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Serie Psicoanálisis Implicado, libro 7. Ed. Topía, año 2002. Prólogo de Vicente Zito Lema. Estado: Excelente. Cantidad de páginas: 123
Prólogo: Asociando libremente; también implicado
Una poética de la piedad, que no es perdón, sino pasión de infinitud por la vida que se construye desde los escombros y derrotas, como más vida en los umbrales del mito que renace.
Pensamiento con rigor, que desenmascara la representación perversa de la realidad, en tanto apetencia de eternidad en la reproducción del poder, pulsión tanática por naturaleza, y hablamos ahora de finalidad.
Una estética, nacida cruel, pero que en sutil paradoja de humor humaniza el dolor y el horror primigenio que provoca el redescubrimiento de lo tapiado y callado, doble aporte de la negación como materia servil del olvido.
De eso trata en esencia lo que prologo aquí: piedad para los cuerpos, que han conocido el deseo, y el posterior ultraje de un silencio torvo. (Oro de tontos, sucio y procaz, que jamás alcanza la dimensión del odio, ya que el bien moral del Poder se alienta en el consenso de la indiferencia, mientras sucede el tormento de los diferentes.)
¿Y del alma, qué?… Su prístina materialidad de sueños ha sido viciada, pervertida, trastocada de valor en sí -su privadísima esencia, aporte mayor para la construcción de la dicha pública- en el desvalor del destino humano que encarna la usura. O sea: la representación de la utopía como sueño en movimiento, es ahora un piélago oscuro, entronizado en nichos sin historia y en cadáveres sin amor.
Insisto con el tema del olvido: no hay olvido ni amor fati (por el contrario, se incita a participar en la escritura abierta del drama sin sometimiento al destino, aunque muchas de las cartas del juego de la muerte están marcadas, damos recibo), en estos trabajos de Alfredo
Grande, crónicas minuciosas del desgarro, que preludio sin distanciarme, en tanto involucrado más de un momento en su historicidad que rinde cuentas, y bien lejos de toda neutralidad, estado de quietud contemplativa que descarto en las vías del conocer y aún del juzgar, puesto que percibo en la normatividad conceptual que hoy nos embarga (lo «legal», lo «sano», lo «bello»), la personificación metafórica de un Poder con tufo de pescado. Y así me implico con un autor que se implica, a cara o cruz, en el juego de la vida.
Poder en la cultura de la muerte, se advierte. Que existe, en tanto padecer, y se verbaliza en el llamado a combate, gestualidad fundante del proceso necesario hacia las pasiones felices.
De allí que podamos reconocernos en lo dicho de la escritura de Grande -incluso sorteando mis torpezas frente a las prácticas estilísticas del humor-, y en los tan espesos como angustiante silencios, diríase detritus de conciencia, que nos asaltan desde los no dichos de su escritura. Hablo de una negación, hasta de un desprecio, a las parábolas que anuncian y no enuncian la materialidad del crimen. Hablo, en carne viva, de un significante: lo desaparecido. (Su significación todavía acusa, es huella profunda de una realidad que no admite la compasión ni el duelo como sustitutos inertes de la justicia; hay aquí una pérdida que no se sublima, que decide en rigurosa ética ser en ausencia, como anticipo de un volver a ser en el sueño -proyecto de ventura- que aún no fue cumplido.)
Lo desaparecido, lo birlado y saqueado, los ultrajes del alma y del cuerpo castrado en su deseo, se implica y vuelve a implicar Grande en estos tópicos sociales -o prontuarios de la desdicha- desde su instrumentación: el psicoanálisis. (Un psicoanálisis para el disturbio y la subversión; un psiconanálisis donde instalan su reino el rebelde y el insumiso. Y más aún, un psicoanálisis promesa de redención para el sujeto sujetado a una roca, rota su garganta, molida la lengua para la voz. Un psicoanálisis que devuelve a la víctima su voz. También aquí hay cuentas que se deben saldar).
¿Qué hacer con lo que es y no está? ¿Cómo escuchar el silencio? En lo que se trae a la memoria, en lo que se desnuda y desaliena, propone Grande. Es esa humilde luz que brilla en la negrura, dice. Y nombra a la luz y muestra la función de la negrura -un sistema de representaciones materiales-, organizando las costras de la subjetividad.
Hay un espejo. Son los rostros amados y perdidos para mirarnos en sus ojos. Hay un país: relato de una pesadilla de construcción cotidiana. Hay una cultura, en los adioses y renuncios al Gran Sueño, poesía de materia viva y celeste travestida en huesos para la felicidad de los perros de la calle. (¿O acaso se espera que lo verdadero histórico, que otorga sentido y encuadre a las reflexiones de Grande, sea una criatura dulzona nacida de un repollo y no lo que es: cuerpo con sudor y dolor, que grita y balbucea en el medio de una noche violenta, tan feroz como enemiga?)
Cerramos el círculo de la implicancia, con que nos desafía Alfredo Grande, abierto desde la poética de la piedad.
Poética, por organizar, sobre el escenario de un país en llamas, una universalidad de sentidos capaces de anhelar el bien social, como belleza perdida.
Piedad, por el sin sentido lúgubre de una marea de subjetividades obstinadas en ofrecer el gañote para la cuerda del verdugo. (Hay humor en ello, insiste Grande, para que nadie olvide.)
Y sin embargo, igual que en las orilleras milongas bailadas a contrapié, hay otra cosa -o especie, como categoría- que emerge y completa la realidad de la escritura; hay otro que deseo ser yo, en tanto dice por mí, golpea ese mundo de muro por mí, desafía la sórdida chatura de lo posible y aceptado mansamente por mí.
Un hoy, en mí, que es el otro y lo otro que también están en mí, mas no se detiene allí.
Se prolonga, como un río que nace de sí, y se desmadra, para construir al fin el cauce por donde avanza con pasos seguros la mañana.
Vicente Zito Lema
Buenos Aires, octubre de 2002