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Ed. Almadía, año 2006. Tamaño 20,5 x 14 cm. Estado: Nuevo. Cantidad de páginas: 56

Como ocurre con las obras de Sergio Pitol o de César Aira, los libros de Bellatin no sólo parafrasean y reinventan un tipo particular de novela o una tradición literaria, sino que ponen a prueba las fronteras del género y las miniaturizan o transgreden de acuerdo a las necesidades de un material por lo regular inquietante. Salón de Belleza o Jacobo el Mutante tienen menos de setenta páginas, y sin embargo, después de leerlas uno tiene la impresión de haber atravesado una experiencia muy vasta, en la que no falta nada.

Leer una novela de Bellatin equivale a explorar un sueño con instrumentos de precisión. Al visitar cualquiera de sus novelas el lector poco a poco escucha una voz en verdad singular, acaso la de un monje zen aficionado al humor negro, que examinara situaciones oníricas, como que un hombre incapaz de levantarse de una silla de ruedas sea el mejor entrenador de perros de Latinoamérica, o que un salón de belleza se transforme en un moridero para las víctimas de una epidemia.

En La jornada de la mona y el paciente, Bellatin consigue uno de sus libros más vertiginosos hasta ahora. Luego de saltar al vacío, el escritor regresa para ofrecernos un triple regalo: uno de los más arriesgados ejercicios de autocrítica a que un narrador se haya sometido jamás, una explosión de lucidez que sondea las profundidades, un informe genial y lleno de humor sobre las posibilidades reales de la escritura. No en balde es uno de los pocos autores que con un par de materiales en apariencia inconciliables ofrece a sus lectores una experiencia esencial.

«La situación del paciente es como la de un reo que espera su sentencia de muerte. Pensamiento engañoso, sobre todo teniendo en cuenta el antecedente clínico así como el imaginario que pesa sobre el síndrome físico -no el mental- que el paciente padece. Habría que saber además si existe una manera concreta, cierta y no basada otra vez en un imaginario, de esperar una sentencia. Y digo esto porque las sensaciones son indefinidas. Un estado de cansancio constante, como si todo el tiempo se llevara una carga que impidiera la aparición de la pulsión de vida necesaria para exponer el cuerpo a las circunstancias del exterior. Sin embargo, no hay un mal determinado que pueda ser padecido en su verdadera dimensión. Se trata más bien de una serie de pequeños males superpuestos, que en su amontonamiento y en su indecisión traen consigo el caos necesario para impedir que sea establecida su esencia. Su no definición es lo que impide hallar la solución. ¿El desenlace? ¿Existirá tal instancia?. Surgen las preguntas. ¿Será psicológico? ¿Será químico? ¿Un deterioro mudo y fantasmal será el origen de todo el cuadro?

Se me habla de dormir junto a la muerte. Del temor a que el prójimo sea un espejo de la propia extinción. Surge lo obvio de la premisa. Siento que no se está yendo por el sendero puro del discurso, sino que se recurre nuevamente a una suerte de imaginario. Poético incluso. Del sujeto que duerme, día con día, al lado de su cadáver. Que lo acaricia, que mantiene relaciones con lo tumefacto de su propio cuerpo. Curiosamente se toma este hecho -el de dormir junto al espejo de la propia extinción- como algo consumado, como una forma ya terminada de construir…»