Precioo y stock a confirmar
Ed. Anaya & Mario Muchnik, año 1995. Tamaño 24 x 16 cm. Incluye 27 fotografías en blanco y negro sobre papel ilustración. Traducción de César Vidal. Estado: Usado excelente. Cantidad de páginas: 402

Por César Vidal
Zaragoza, otoño de 1993

El 30 de abril de 1945, mientras las explosiones ocasionadas por la artillería soviética podían ser oídas desde la misma Cancillería del Reich, Adolf Hitler ponía fin a su vida. Aunque los exangües restos de sus tropas continuarían combatiendo aún por espacio de una semana, aquel suicidio fue interpretado unánimemente como una señal indiscutible de que el nazismo como tal había dejado de existir.

Los juicios iniciados en Nüremberg a los pocos meses de terminada la conflagración -el principal concluyó el 1 de octubre de 1946- parecieron abonar la idea de que, efectivamente, el nacional-socialismo germánico no era ya sino un cadáver esperando un deshonroso sepelio. Las circunstancias empero iban a seguir una evolución bien distinta. Un botón de muestra en favor de la veracidad de esta afirmación lo constituye el destino de los criminales nazis en la inmediata posguerra. De la lista de cerca de 5.000 que el brigadier general Telford Taylor había compilado en 1946, solo 185, poco más de un 3 por 100, fueron llevados ante los tribunales, clasificados en alguno de los doce grupos en que se repartió a los acusados en relación con áreas como la burocracia de los campos de concentración, los médicos relacionados con los mismos, los Einsatzgruppen, los industriales que se beneficiaron del universo concentracionario, etcetera.

Pero incluso tan reducida proporción no iba a verse sometida al frío escrutinio de la ley. Las señales de cuarteamiento de la
coalición antihitleriana y del inicio de la guerra fría ya resultaban evidentes y pronto se estimó que no podían dictarse condenas severas -fueran cuales fueran los crímenes- contra los que podrían ser los aliados de mañana frente a la URSS. Como señaló el juez
James Morris al fiscal Josiah Dubois en el primer día del juicio contra la IG Farben: «Ahora de quien tenemos que preocuparnos es de los rusos. No me sorprendería si irrumpieran en la sala de vistas antes de que hubiéramos terminado». No es extraño que el
mismo Taylor reconociera que, a medida que pasaba el tiempo, las sentencias resultaban dada vez más suaves.

Pero no todo iba a terminar ahí0. En abril de 1950 se decidió revisar las sentencias individuales, rebajar las penas, descontar el
tiempo de confinamiento e incrementar el tiempo de descuento de la pena por «buen comportamiento». Estas cuatro medidas no
constituían un límite a la indulgencia sino, por el contrario, el punto de partida y el Alto Comisionado McCloy recibió, de hecho, presiones para ir mucho más allá en la relajación de la acción judicial. Serra Ter Meer de la IG Farben el que, con su cínico comentario pronunciado a la salida de la prisión, revelaría la clave de este parón en el castigo de los criminales nazis: «Ahora
que tienen Corea en sus manos, los americanos son mucho más amistosos». No mentía. Los asesinos de ayer podían ser perdonados puesto que aceptaban integrarse en las propias filas. A 31 de enero de 1951, de los 142 condenados solo 50 permanecían en prisión. En febrero de 1952, británicos y norteamericanos llegaban a un acuerdo para revisar una vez más, en sentido reductor, las sentencias de los nazis culpables de crímenes que aún se hallaban en prisión.

Para aquellos que fueron juzgados por la jurisdicción alemana, las sentencias aún resultaron más leves. Aunque los procesos
por desnazificación en teoría debían haber afectado a millones de personas (pensemos solo en los miembros del partido nazi), lo
cierto es que a los cuatro años de su inicio solo había unas 300 personas que permanecían recluidas por este tipo de causas.

No. El nazismo no había desaparecido con el suicidio de su figura máxima y la ejecución unos meses después de algunos de sus personajes más significativos. Muchos de sus protagonistas huyeron, a veces incluso con ayuda del Vaticano, a España, Oriente Medio y América Latina. Pero en un número no pequeño de casos comenzaron a trabajar a las órdenes de los vencedores, sin abandonar realmente la ideología que los había aglutinado durante años. Gehlen, maestro de espías nazi, reorganizó los servicios secretos de la RFA con la ayuda de casi todos sus hombres, providencialmente liberados por las autoridades. La judicatura, en términos generales, siguió vistiendo las mismas togas que habían llevado para decretar la esterilización de seres humanos o la aplicación de las leyes racistas de Nüremberg. Industriales, educadores, militares siguieron en su mayoría destinos parecidos. El caso de Hans Speidel, comandante militar de Francia de 1940 a 1942, que se convirtió en Comandante de las fuerzas terrestres de la OTAN en Europa central, es solo uno entre decenas. De hecho, se llegó incluso a la penosa ironía de ver cómo antiguos nazis imbricados en los Servicios secretos de Hitler pasaban a formar parte de la Oficina alemana de defensa de la Constitución. Sí, algunos habían muerto, algunos mas habían ido a prisión, otros habían desaparecido, pero la aplastante mayoría llevaba una vida normal, tras incrustarse en todos los sectores vitales de la Alemania de posguerra. Muchos iban a retirarse con pensiones del gobierno. Algunos incluso entraron en política, vinculados a partidos de derechas como la Democracia Cristiana.

Incluso los huidos pronto podrían dejar de inquietarse. En algún caso, como el de Klaus Barbie, el tristemente cé1ebre «carnicero de Lyon», se les buscó acomodo como encargados de la guerra sucia llevada a cabo por los Servicios secretos. Ademas, a partir del 8 de mayo de 1955, se declararon prescritas todas las causal criminales salvo las relacionadas con homicidio- y asesinato. Diez años después, el homicidio también se consideraba prescrito. No, el nazismo no había desaparecido y solo estaba esperando -siguiendo el ejemplo de su mentor- para volver a hacer acto de presencia. Para cuando eso sucediera, ya se encontraría en las mejores posiciones.

Aunque determinados brotes, acá y allá, se harían visibles durante las décadas de los cincuenta, los sesenta y los setenta, hoy
poco puede negarse que el resurgir virulento de los grupos neonazis ha hecho erupción en los últimos años ochenta y en los primeros del decenio en que vivimos. Como si de un cultivo originado por generación espontánea se tratase, aparentemente de la noche a la mañana, nos hemos encontrado con apaleamientos de extranjeros, manifestaciones en las que centenares de jóvenes -incluso millares- portan signos de identificación nazis, atentados con incendio o explosivos y un largo etcétera que ya no puede seguir siendo contemplado meramente como la acción individual de jóvenes inadaptados y sin alicientes. La realidad, desgraciadamente, va mucho mas allá.

El mérito principal de la obra de Michael Schmidt es precisamente el de contar la verdadera historia del neonazismo inmediato y hacerlo después de haber descendido interiormente a sus abismos. Insiste su autor en que ésta no es una obra exhaustiva y que solo se trata de la punta del iceberg. Puede ser. Sin embargo, y pese a todo, lo contenido en ella resulta suficientemente documentado, suficientemente respaldado por fuentes de primera mano, suficientemente extendido en el cuerpo social de Occidente, como para obligar al lector a realizar una reflexión madura y sopesada de lo que aquí se narra.

Los neonazis -se presenten pulcramente uniformados con el atuendo de las SA o desaliñadamente vestidos como cabezas rapadas- no son bajo ningún concepto un grupo de inadaptados que sufren las consecuencias de una sociedad que no les permite expresarse y en la que no ven alicientes. Aceptar ese análisis -no por repetido muchas veces, menos falso y superficial- constituye no solo un error de apreciación, sino una equivocación que puede dar al traste con el sistema democrático. Buena prueba de ello la constituyen las carcajadas con que los propios neonazis reciben ese tipo de interpretaciones.

Detrás del skinhead agresivo que golpea a un inmigrante o insulta a la policía lo que se encuentra es un sistema magníficamente organizado de subversión, propaganda y acción directa. El partido nacional-socialista reconstituido, el NSDAP-AO, maneja los hilos de una trama que lo mismo intenta infiltrarse en grupos ecologistas que trafica con drogas para obtener fondos, que igual hace favores a los Servicios de Inteligencia occidentales a cambio de hacer la vista gorda ante ciertas tropelías, que teje una inextricable maraña de organizaciones intermedias tras las que guarecerse en caso de investigación policial.

Es esa red la que cuenta -con el apoyo de medios de comunicación- con decenas de miles de lectores, oyentes o espectadores. Es esa red la que establece relaciones entre partidos, con representación en los parlamentos nacionales y europeo, que niegan rotundamente su vinculación con el neonazismo pero que colaboran con él, como es el caso de los republicanos alemanes o el Front National de Jean-Marie Le Pen en Francia. Es esa red la que ha ido creando en los últimos años todo un tipo de literatura, la de los autores denominados «revisionistas», que niega la realidad del holocausto judío bajo Hitler y que pretende equiparar los contendientes del último conflicto mundial, a sabiendas de que el regreso del nazismo siempre tendrá opositores mientras la imagen de las cámaras de gas y del exterminio étnico siga viva. Es esa red la que, con un fino instinto político, no sólo ha sabido aprovechar -y capitalizar- fenómenos como la caída del muro de Berlín o la reunificación alemana, sino que además está consiguiendo que todos los partidos -incluidos los de izquierda como el laborista británico o el SPD alemán- se desplacen progresivamente hacia la derecha. Es esa red, desaparecido el sistema soviético, la que amenaza de una manera más directa a las democracias. Es esa red, en suma, la que aparece descrita de manera magistral en la presente obra.

Pero el libro de Michael Schmidt no tiene solo el aliciente de ser un apasionante trabajo de investigación que se devora como la más subyugante novela de espías. Además constituye un alegato, sin timbales ni florituras, pero firme y comprometido, en favor de la verdad, de la justicia, de la libertad y de la democracia. Aparece muchas veces en este libro la conocida frase de «la
verdad os hará libres» atribuida por el evangelista Juan a Jesús. La misma es esgrimida tanto por los nazis que desean negar el
Holocausto como por el autor que ansía advertir del riesgo del neonazismo. Ciertamente, sin conocimiento, sin información fidedigna, como la contenida en estas páginas, la libertad es impensable e imposible. Pero, al mismo tiempo, la libertad exige
otro precio, el que Edmund Burke definió como «la eterna vigilancia». Nada es definitivo en esta vida ni en la Historia universal. Sucesos coma la guerra civil -con sus episodios de «limpieza étnica»- en la antigua Yugoslavia nos advierten que el hombre siempre puede regresar a una barbarie, a la que la técnica moderna solo añade brutalidad. O los ciudadanos de ahora conocen la verdad y, mediante su activa vigilancia, la defienden, o estarán condenados a perderla. Esa es, a juicio del que escribe estas líneas, la lección más importante de este impresionante aporte realizado por Michael Schmidt.

INDICE
Prefacio
I- SE ALZA EL TELÖN
«La segunda revolución»
En el imperio del odio
Ante nosotros se extiende Alemania
¿Alguna novedad en el Este?
Cómo convertirse en un mártir
¡Descansen armas!
El guardaespaldas del Führer
II- EL ESTADO DE LA NACIÖN
El fin de la posguerra
La crisis de identidad nacional
De la agitación a la trivialización
Demócratas a la fuerza
El vientre fecundo
III- LA RED
«La verdad libera»
«La mentira de Auschwitz»
Hilos de la red
El enlace
El rompecabezas sin resolver
A manera de postfacio: Bálsamo para las almas
Apéndice: El nazismo en España
Siglas y organizaciones
Bibliografía
Notas