Texto de una intervención de Marcel Duchamp en una reunión de la Federación Americana de las Artes en Houston (Texas), en abril de 1957. La mesa redonda estaba compuesta por William C. Seitz (Princeton), Rudolph Arnheim (Sarah Lawrence], Gregory Bateson antropó1ogo, y M. D., «pobre artista». Texto inglés original en Arts News, vol. 56, nº 4.
Consideremos primero dos factores importantes, los dos polos de toda creación de índole artística; por un lado el artista, por otro el espectador que, con el tiempo, llega a ser la posteridad.
Según toda apariencia, el artista actúa a la manera de un médium que, desde el laberinto, al otro lado del tiempo y del espacio, busca su camino hacia un claro.
Por consiguiente, si concedemos los atributos de un médium al artista, habrá que negarle, entonces, la facultad de ser plenamente consciente, a nivel estético, de lo que hace o de por qué lo hace: todas sus decisiones en la realización artística de la obra se mantienen en los dominios de la intuición y no pueden traducirse mediante un self-analysis, hablado o escrito o incluso pensado.
T. S. Eliot, en su ensayo Tradition and Individual Talent escribe: «el artista será aún más perfecto cuanto más completamente separados estén en él el hombre que sufre y la mente que crea; entonces, la mente digerirá y transmutará más perfectamente las pasiones que son su elemento».
Hay millones de artistas que crean, sólo unos miles se ven discutidos o aceptados por el espectador y menos aún acaban consagrados por la posteridad.
En último análisis, el artista puede gritar a todos los vientos que él es genial, pero tendrá que esperar el veredicto del espectador para que sus declaraciones adquieran un valor social y para que finalmente la posteridad lo cite en los manuales de historia del arte.
Sé que esta visión no encontrará la aprobación de muchos artistas que rechazan este papel de médium e insisten en la validez de su plena conciencia durante el acto de creación -y, sin embargo, la historia del arte, en diversas ocasiones, ha basado las virtudes de una obra en consideraciones completamente independientes de las explicaciones racionales del artista-.
Si el artista, en tanto que ser humano lleno de las mejores intenciones hacia sí mismo y hacia el mundo entero, no desempeña ningún papel a la hora de juzgar su obra, ¿cómo podemos describir el fenómeno que hace que el espectador reaccione ante la obra de arte? En otros términos, ¿cómo se produce esta reacción?
Este fenómeno puede compararse a una «transferencia» del artista al espectador bajo la forma de una ósmosis estética que tiene lugar a través de la materia inerte: color, piano, mármol, etc.
Pero antes de ir más lejos, querría poner en claro nuestra interpretación de la palabra «Arte» sin, por supuesto, pretender definirla.
Quiero decir, simplemente, que el arte puede ser bueno, malo o indiferente, pero que, sea cual sea el epíteto empleado, tenemos que llamarlo arte: un arte malo es, aún así, arte de igual manera que una mala emoción sigue siendo una emoción.
Por tanto. cuando más adelante hablo de «coeficiente artístico», se da por supuesto que no sólo empleo ese término en relación con el gran arte. sino que además procuro describir el mecanismo subjetivo que produce una obra de arte en su estado bruto, mala, buena o indiferente.
Durante el acto de creación, el artista va de la intención a la realización, pasando por una cadena de reacciones totalmente subjetivas. La lucha hacia la realización es una serie de esfuerzos, de dolores, de satisfacciones, de rechazos, de decisiones que no pueden ni deben ser plenamente conscientes, al menos a nivel estético.
El resultado de esta lucha es una diferencia entre la intención y su realización, diferencia de la que el artista no es nada consciente.
De hecho, falta un eslabón en la cadena de las reacciones que acompañan al acto creador; este corte que representa la imposibilidad para el artista de expresar completamente su intención, esta diferencia entre lo que había proyectado realizar y lo que ha realizado, es el «coeficiente artístico» personal contenido en la obra.
En otros términos, el «coeficiente artístico» personal es como una relación aritmética entre «lo que está inexpresado pero estaba proyectado» y «lo que está expresado inintencionalmente».
Para evitar cualquier malentendido debemos repetir que este «coeficiente artístico» es una expresión personal «de arte en estado bruto» que ha de acabar «refinado» por el espectador, igual que la melaza y el azúcar puro. El índice de este coeficiente no tiene ninguna influencia sobre el veredicto del espectador.
El proceso creativo adquiere un aspecto muy distinto cuando el espectador se halla en presencia del fenómeno de la transmutación; con el cambio de la materia inerte en obra de arte, tiene lugar una verdadera transubstanciación y el papel importante del espectador consiste en determinar el peso de la obra sobre la báscula estética.
En resumen. el artista no es el único que consuma el acto creador pues el espectador establece el contacto de la obra con el mundo exterior descifrando e interpretando sus profundas calificaciones para añadir entonces su propia contribución al proceso creativo. Esta contribución resulta aún más evidente cuando la posteridad pronuncia su veredicto definitivo y rehabilita a artistas olvidados.