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Ed. Guadarrama, año 1976. Tamaño 18,5 x 12 cm. Traducción directa del danés por Demetrio Gutiérrez Rivero. Estado: Muy Bueno, con 8 páginas que presentan mínimas marcas en birome, todas pueden ser observadas en fotos. Cantidad de páginas: 290

IN VINO VERITAS

In vino veritas fue escrita por el filósofo y teólogo Søren Kierkegaard (Copenhague, Dinamarca, 1813-1855) y publicada en 1845, como parte del libro Etapas en el camino de la vida.

Siguiendo el modelo del Banquete platónico, la escena principal del libro es una velada de mesa y mantel en la cual cinco personajes: el hombre joven, el traficante de modas, Juan el Seductor, Constantino Constantius y Víctor Eremita (estos tres últimos personajes recurrentes en la obra de Kierkegaard), debaten acerca del amor y la mujer. El título hace referencia a la conocida sentencia latina «In vino veritas, in aqua sanitas» («En el vino está la verdad, en el agua la salud»), por ser conditio sine qua non que los discursos fueran compuestos bajo los efectos del alcohol.

Para Sören Kierkegaard hay tres modos de concebir la vida y de realizar la propia existencia entre los que el hombre puede elegir: el “estadio estético”, que persigue el goce sensual y vive atrapado en la inmediatez del momento; el “estadio ético”, que interioriza normas de alcance universal y vive conforme a ellas, y el “estadio religioso”, la existencia más auténtica a la que puede aspirar la persona, pues sólo ante Dios adquiere plenitud la vida humana.

Los convidados al banquete son todos representantes, en mayor o menor medida, del estadio estético. En sus discursos, sólo el hombre joven habla un poco sobre el amor. Las afirmaciones del resto de invitados vienen a decir, y siempre bajo los efectos del vino, lo bien que se está soltero, ya que no tienen compromiso con nadie, pueden hacer lo que les apetezca, amar a cuantas mujeres quieran y disfrutar la vida al máximo. Estando comprometidos con una mujer o casados, se acabó para ellos la buena vida.

Para adentrarse en el corazón del lector, el autor comienza por distinguir el recuerdo de la memoria. Mientras que la memoria conserva el dato, en la mera inmediatez carente de reflexión, el recuerdo sitúa al hombre en el terreno sublime de la eternidad: «el recuerdo trata de mantener la continuidad de lo eterno». El objeto del recuerdo no puede ser banal, pues no tendría sentido que algo eterno fuera banal. Hace falta una cierta disposición de ánimo para acoger el recuerdo, sólo en la edad adulta puede darse auténticos recuerdos. Un recuerdo, particular y encarnado, exige el contraste de emociones y toma la fuerza de un retorno insistente, «El objeto del recuerdo se puede arrojar tan lejos como se quiera, -nos dice Kierkegaard- pero siempre vuelve de nuevo hacia nosotros, insistente y atronador como el martillo de Thor».

La condición de toda productividad del espíritu es el poder recordar, pero el recuerdo no forma lazo comunitario, no pueden existir recuerdos comunes, si alguien recurre a ello es por interés propio y la estrategia empaña su tesoro. Por el contrario, sí que se puede recurrir a los demás en lo relativo a la memoria, y “para ello –nos dice raramente jovial- es útil un banquete o un aniversario”, también una pluralidad de dispositivos propios de un movimiento social y una corriente de recuperación de la memoria histórica, podríamos añadir nosotros. Pero «el lagar del recuerdo» es totalmente privado y es ese carácter lo que hace de él un lugar bendito y delicioso” – escribe enamorado.

No está el recuerdo en oposición al olvido, pues, a veces, sin apenas acudir datos de nuestra memoria, recibimos gozosos o doloridos todo un caudal incontenible de recuerdos. El filósofo constata lo irreductible de ese pasado que retorna en la Historia y la Memoria: «Tan insignificante es, en definitiva, el papel que para mí representa la memoria en todo este asunto, que a veces tengo la impresión de no haber vivido el suceso que se rememora, sino que solamente lo he inventado». Es una eternidad sublime que retorna recordando al sujeto su compromiso con la historia frente al devenir banal, que concreto e insignificante, escapa.

Kierkegaard opta, como es habitual en él, por desarrollar su ensayo utilizando el método de comunicación indirecta, oculto bajo el seudónimo de William Afham. De este modo, intenta que sus lectores no lo identifiquen con ninguno de los personajes del banquete ni con las ideas que éstos exponen.

LA REPETICION

Obra de claro sustrato autobiográfico, La repetición (1843) retoma y redondea, al menos en su primera parte, el análisis que hiciera Kierkegaard de la compleja relación que sostuvo con su novia Regine Olsen, y que tan decisiva resultó en su trayectoria existencial y filosófica. En efecto, si en «Diario de un seductor» examinaba las artes con que se ganó el afecto de la muchacha y, en «Temor y Temblor», el “salto al vacío” que supuso la ruptura de su relación, La repetición –obra recompuesta tras llegar a conocimiento de Kierkegaard el nuevo compromiso de la que fuera su amada– consolida y explica la decisión del autor de dejar atrás definitivamente la condición de “hombre estético”, atrapado por el plano terrenal, para comprometerse en un camino de mayor trascendencia.

La Repetición, que Søren Kierkegaard publicó bajo el seudónimo de Constantin Constantius, es uno de sus libros más llanos y sencillos de leer, pero a la vez es uno de los más complicados de entender. No es un típico libro conceptual, en el que se desarrollan ideas y argumentos sin abandonar nunca ese plano, sino que es una mezcla de narrativa literaria con exposición conceptual y comentarios bíblicos, donde la narrativa literaria misma contiene de manera encriptada un pensamiento. Esto nos enfrenta a un trabajo de desciframiento, de extracción y de producción de sentido a partir de una comunicación indirecta.

No hay duda de que la repetición desborda el campo de lo que tradicionalmente se entiende por filosofía, dado que más que un concepto a lo que apunta es a ubicar y delimitar un acto, a nombrar un acto y a predisponernos para realizar dicho acto. En todo caso si queremos ligarlo a un concepto, lo podemos hacer siempre y cuando no entendamos “concepto” en sentido tradicional, como una representación, sino por lo menos en sentido hegeliano, es decir, a un decir que actualiza o hace real el contenido del que se está hablando, y no una mera referencia a algo por fuera del decir que se está diciendo.

Hay otro aspecto que complica y a la vez vuelve muy interesante este libro de Kierkegaard: está concebido también como un comentario del Libro de Job, por lo que actualiza todos los temas y asuntos que este texto bíblico trata y que son de una extrema complejidad. El Libro de Job, tanto por la problemática que plantea como por el punto de vista que adopta, para la mayoría de los exégetas y estudiosos es más cercano al Nuevo que al Antiguo Testamento, ya que es un texto en el que se prefiguran puntos de vista y posiciones fundamentales del mensaje cristiano, referidos básicamente a los temas de la culpa y el castigo, y por ende también a los de la inocencia y el perdón. ¿Qué carácter tienen éstos problemas?, ¿son problemas morales, psicológicos, religiosos, u ontológicos?

La Repetición es un libro que tiene tres caras bien definidas y diferenciadas, pero también firmemente articuladas. El primer tema se refiere a una historia de amor, lo que remite al aspecto literario del libro. Es la historia de un joven enamorado y su relación con un confidente, un hombre de más edad que él. Este confidente, a la vez, es el narrador del libro que, a su vez, no es otro que Constantin Constantius. El segundo tema se refiere al asunto que Kierkegaard denomina la repetición; en este caso se trata de un desarrollo conceptual y filosófico. A la repetición la introduce en oposición a la reminiscencia griega, y en estrecha relación con el otro tema decisivo para Kierkegaard, lo que él denomina el instante. Y el tercer tema se refiere al Libro de Job.

En su libro Temor y Temblor, en el comienzo del capítulo titulado «Panegírico de Abraham», bajo el seudónimo de Johanes de Silentio, Kierkegaard dice así:

«Si no existiera una conciencia eterna en el hombre, si como fundamento de todas las cosas se encontrase sólo una fuerza salvaje y desenfrenada que retorciéndose en oscuras pasiones generase todo, tanto lo grandioso como lo insignificante, si un abismo sin fondo, imposible de colmar, se ocultase detrás de todo, ¿qué otra cosa podría ser la existencia sino desesperación? Y si así fuera, si no existiera un vínculo sagrado que mantuviera la unión de la humanidad, si las generaciones se sucediesen unas a otras del mismo modo que renueva el bosque sus hojas, si una generación continuase a la otra del mismo modo que de árbol a árbol continúa un pájaro el canto de otro, si las generaciones pasaran por este mundo como las naves pasan por el mar, como el huracán atraviesa el desierto: actos inconscientes y estériles; si un eterno olvido siempre voraz hiciese presa en todo y no existiese un poder capaz de arrancarle el botín, ¡cuán vacía y desconsolada no sería la existencia!».

Desde el fondo de los tiempos, el hombre ha padecido como una desesperante condena la fugacidad de la vida y del mundo; pero también desde el origen de los tiempos ha intuído que un trasfondo firme y seguro subyace a la diversidad y al continuo cambio del mundo visible. Esto nunca fue, ni es, un tranquilo asunto académico, pues «si un abismo sin fondo, imposible de colmar, se ocultase detrás de todo, ¿qué otra cosa podría ser la existencia sino desesperación?». Si la vida y el mundo no tienen ningún trasfondo, nuestra vida tampoco tiene ni podría tener ningún sentido, pues cualquier sentido que trabajosamente lográramos anudarle no sería más que una inútil y arbitraria ilusión, un vano espejismo a fin de apurar el mal trago de la existencia. Desde la más profunda angustia, entonces, una serie de razones nos han hecho acceder a ese trasfondo firme y seguro, al que se le ha dado y se le puede dar el nombre que a cada cual convenga, pero que se llame como se llame siempre es la instancia que da el sustento, la sustancia y la permanencia a este mundo en continuo cambio y en fugacidad.

Casi al comienzo de La repetición, Kierkegaard dice:

«¿Quién desearía ser nada más que un tablero en el que el tiempo iba apuntando a cada instante una breve frase nueva o el historial de todo el pasado? ¿O ser solamente como un tronco arrastrado por la corriente de todo lo fugaz y novedoso, que de una manera incesante y blandengue embauca y debilita al alma humana? ¿Qué sería, al fin de cuentas, la vida, si no se diera ninguna repetición? El mundo, desde luego, jamás habría empezado a existir si el Dios del cielo no hubiera deseado la repetición. Porque entonces una de dos, o Dios había seguido los planes fáciles de la esperanza, o se había contentado con evocar todas las cosas en su memoria, conservándolas en el recuerdo. Pero Dios no hizo ni lo uno ni lo otro, por eso hay mundo y subsiste gracias a que es cabalmente una repetición. La repetición es la realidad y la seriedad de la existencia. El que quiere la repetición ha madurado en la seriedad. Este es mi firmísimo criterio particular, en virtud del cual opino, además, que la seriedad de la vida no consiste de ninguna manera en estarse cómodamente sentado en un sofá y escarbarse los dientes con un palillo, al mismo tiempo que se es, por ejemplo, abogado del Estado; ni tampoco en pasearse ensimismado por las calles y ser, como ejemplo de otra profesión, jerarquía de la Iglesia. En este sentido de falta de seriedad en la vida daría lo mismo que se fuera caballerizo de cuadras reales. Todas estas cosas son, a mi juicio, una pura broma, y a veces, en cuanto tal broma, bastante pesada».

Lo que Kierkekaard plantea como repetición, entonces, está íntimamente ligado con aquello que está más allá de lo fugaz, incluso aparece como lo opuesto a lo fugaz y como lo que le da sustento a la vida. Sin repetición sería imposible tomarse en serio la vida, ni que aparezca eso que él llama «seriedad», que no es, por supuesto, como bien lo aclara, ser una persona seria, como un abogado del Estado o un jerarca de la Iglesia; tomarse en serio estas cosas, dice Kierkegaard, no es más que una broma, y una broma bien pesada.

En Kierkegaard, el despliege de la verdad y el desarrollo de lo real no se produce desde y por sí mismo, sino que siempre se relaciona con algo que está más allá del mismo proceso, algo por fuera del hombre que él, dentro de la tradición judeocristiana, llama Dios. En Kierkegaard hay escisión, hay dos campos, hay dos instancias; sin embargo se impone la pregunta de si él sostiene que hay una trascendencia, sea en sentido tradicional como en otro sentido. Si mal no recuerdo, en muy pocas ocasiones usa Kierkegaard “trascendencia” en el sentido habitual que le conocemos, y cuando él presenta esta dimensión de otro campo, lo otro absoluta y radicalmente diferente, no lo presenta como otro homogéneo enfrentado al primero, como si fueran las dos mitades de una naranja, sino como realidades heterogéneas imposibles de enfrentar al unísono, imposibles de pensarlas como reunidas haciendo un todo, como separadas por su misma esencia pero articuladas también por su misma esencia. A esta modalidad de ser Kierkegaard la nombra como Otro, también como “lo desconocido”, también como “la paradoja”; y la figura que permite acercarse definitivamente a esta instancia es Jesús. En este sentido es imposible entender a Kierkegaard si no es desde el cristianismo, como un cristiano que entiende que su tarea es la de volver a proclamar el cristianismo como una fuerza viva y presente en la tierra, pero ahora dentro de la cristiandad.

La relación entre el alma humana y lo absolutamente diferente Kierkegaard no la plantea como la relación del ser humano con otro ser, en este caso un ser omnipotente, omnisciente y omnipresente, sino como la posibilidad de la repetición en el instante. La repetición es el nombre de un acto decisivo en la existencia humana, pues en ese acto la histórico se conecta en un instante con lo eterno, o donde, usando palabras filosóficas, el mundo sensible se conecta con el mundo inteligible. En el cristianismo, como sabemos, este contacto va más allá de las ideas, se encarna y se llama Jesucristo.