Ed. RBA, año 1994. Tapa dura. Tamaño 21 x 13 cm. Edición de Fernando Lázaro Carreter. Introducción (58 págs.) y notas de Antonio Gargano. Cronología y amplia Bibliografía. Usado excelente, 238 págs. Precio y stock a confirmar.

Quevedo (1580-1645) fue un noble, político y escritor español del Siglo de Oro. Sus padres desempeñaban altos cargos en la corte, por lo que desde su infancia estuvo en contacto con el ambiente político y cortesano. Estudió en el colegio imperial de los jesuitas, y, posteriormente, en las Universidades de Alcalá de Henares y de Valladolid, ciudad ésta donde adquirió su fama de gran poeta y se hizo famosa su rivalidad con Góngora.

Siguiendo a la corte, en 1606 se instaló en Madrid, donde continuó los estudios de teología e inició su relación con el duque de Osuna, a quien Francisco de Quevedo dedicó sus traducciones de Anacreonte. En 1613 Quevedo acompañó al duque a Sicilia como secretario de Estado, y participó como agente secreto en peligrosas intrigas diplomáticas entre las repúblicas italianas.

De regreso en España, en 1616 recibió el hábito de caballero de la Orden de Santiago. Acusado, parece que falsamente, de haber participado en la conjuración de Venecia, sufrió una circunstancial caída en desgracia, a la par, y como consecuencia, de la caída del duque de Osuna (1620); una vez detenido, fue condenado a la pena de destierro en su posesión de Torre de Juan Abad (Ciudad Real).

Sin embargo, pronto recobró la confianza real, con la ascensión al poder del conde-duque de Olivares, quien se convirtió en su protector y le distinguió con el título honorífico de secretario real. Pese a ello, Quevedo volvió a poner en peligro su estatus político al mantener su oposición a la elección de Santa Teresa como patrona de España en favor de Santiago Apóstol, lo cual le valió, en 1628, un nuevo destierro, esta vez en el convento de San Marcos de León.

Pero no tardó en volver a la corte y continuar con su actividad política. Problemas de corrupción en el entorno del conde-duque provocaron que éste empezara a desconfiar de Quevedo, y en 1639, bajo oscuras acusaciones, fue encarcelado en el convento de San Marcos, donde permaneció, en una minúscula celda, hasta 1643.

Cuando salió en libertad, ya con la salud muy quebrantada, se retiró definitivamente a Torre de Juan Abad. Como literato, Quevedo cultivó todos los géneros literarios de su época. Se dedicó a la poesía desde muy joven, y escribió sonetos satíricos y burlescos, a la vez que graves poemas en los que expuso su pensamiento, típico del Barroco.

Sus mejores poemas muestran la desilusión y la melancolía frente al tiempo y la muerte, puntos centrales de su reflexión poética y bajo la sombra de los cuales pensó el amor. A la profundidad de las reflexiones y la complejidad conceptual de sus imágenes, se une una expresión directa, a menudo coloquial, que imprime una gran modernidad a la obra.

Adoptó una convencida y agresiva postura de rechazo del gongorismo, que le llevó a publicar agrios escritos en que satirizaba a su rival. Escribió desde tratados políticos hasta obras ascéticas y de carácter filosófico y moral. Sobresalió con la novela picaresca Historia de la vida del Buscón, llamado don Pablos, obra de un humor corrosivo, impecable en el aspecto estilístico, escrita durante su juventud.

Destaca su total dominio y virtuosismo en el uso de la lengua castellana, en todos sus registros. La obra apareció impresa en Zaragoza en 1626, pero existen tres versiones más. Quevedo retocó su obra varias veces. La impresión de 1626 fue asumida, y hasta controlada, por Quevedo, según el propio autor declara en su memorial Su espada por Santiago (1628).

Quevedo volvió una vez más sobre la obra para retocar algunos pormenores narrativos, amplificar el retrato satírico de varios personajes secundarios y paliar las expresiones que juzgaron irreverentes o blasfemas los redactores de dos libelos antiquevedianos.

La trama del Buscón en tanto sátira se basa en ridiculizar los vanos esfuerzos de ascensión social de un pobre diablo perteneciente al pueblo ralo; para ello exhibe cortesanamente su ingenio por medio de un brillante estilo conceptista que degrada todo lo que toca cosificándolo o animalizándolo, utilizando una estética preexpresionista que se aproxima a Goya, Solana y Valle-Inclán, que nunca retrocede ante una gracia repugnante.