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Ed. Tierra Nueva, año 1972. Tamaño 17 x 11 cm. Estado: Usado muy bueno. Cantidad de páginas: 212
La mayoría de los mineros son de origen indio-campesino. Emigran desde el campo a las minas buscando mejores condiciones de vida. Hablan quechua o aymara. Son analfabetos. Llegan envueltos en sus costumbres y tradiciones ancestrales. El indio en las minas comienza insensiblemente a autotransformarse. Quiere progresar. Enormes barreras raciales se oponen a su paso. Su herencia indígena y su falta de educación formal, frenan sus aspiraciones. Debe luchar, en inferioridad de condiciones, para conseguir trabajo. Para empezar deberá aceptar lo peor. Será carrero, «maquipura» (trabajador eventual en las minas) o peón de un «venerista» (minero por cuenta propia que extrae estaño de los «veneros», lugares donde, por la acción del agua y del viento, se ha ido concentrando tierra y arena mezclada con estaño).
La vida lo golpeará fuerte e implacable en las minas y esto distorsionará su carácter. En pocos años las diferencias temperamentales entre el «indio campesino» y el «indio minero» serán profundas.
El indio del Altiplano es paciente, estoico y casi siempre indiferente. Alguien ha explicado ésta su indiferencia y actitud hierática ante la vida como un medio de defensa, como una actitud de supervivencia ante siglos de hostilidad y de trato
discriminatorio. Es hermético. Le cuesta establecer nuevas relaciones de amistad. Se limita a la amistad y afecto de su «ayllu» (rancherío indígena). El aislamiento, al se ha visto sometido por tanto tiempo, lo ha llevado a ser desconfiado.
Acostumbrados a una original sintaxis quechua o aymara difícilmente adquiere facilidad para expresarse en castellano. Su dicción nunca llegará a ser perfecta. Sigue pensando en su lengua y en sus categorías mentales. La vida ancestral del «ayllu», sus costumbres rústicas, sus fiestas, sus ritos mítico-religiosos condicionan sus vivencias, sus actitudes, sus reacciones. El primer pago que recibe lo hace sentirse feliz. Se siente deslumbrado frente al dinero porque muy poco lo ha visto, acostumbrado como está al uso del trueque y a vivir dentro de una economía rural sobria y rudimentaria.
Su afectividad melancólica y su complejo de inferioridad buscan un escape. Comenzará a frecuentar las chicherías y beberá, con ansia de evasión, alcohol puro o mezclado con agua y si no chicha. En la embriaguez, su psicología cambiará totalmente. Se volverá franco, valiente y hasta pendenciero y provocativo. Su mísero salario nunca será bien administrado.
El «mito de la mina» los fascina y, a la postre, los engaña. De lejos se les aparece como el lugar del progreso y del bienestar. La mina los encandila, los atrae para después devorarlos. El pobre indio, peón de largas jornadas, burro de carga en los trabajos más duros e insalubres, terminará silicoso. ¡Cuántos de ellos volverán, jóvenes aún, con los ojos hundidos en profundos cuencos, la tez pálida y pegada a los huesos, el pecho deprimido y jadeante y la respiración entrecortada, a sus pequeños ranchos indígenas para morir a los pocos meses pobres y abandonados!.
Las luchas sindicales, los discursos fogosos, las manifestaciones amenazantes han herido profundamente su alma sencilla. Le asusta la vida de la mina, pero le atrae.
Es humilde. Mira y escucha, pero sobre todo trabaja. Trabaja sin descanso hasta el agotamiento total. El círculo de su ayllu de origen era reducido y extremadamente cerrado. Le cuesta relacionarse. Prefiere callar. Hay resabios en él de la influencia negativa de los antiguos «patrones». Esa influencia, a veces paternalista, siempre opresiva, ha fomentado en él el odio por capataces, mayordomos y demás personas que representen la acción dominadora de los blancos.
Su etapa de adaptación a la mina es difícil. Añora el campo y su ambiente social. El hacinamiento, propio de los campamentos mineros, le oprime a él, que nació en el campo, o en la soledad misteriosa de inmensas montañas, libre como el pájaro.
Nuevas sensaciones llegan hasta su alma de niño. Le gusta la luz, la radio, el comercio, la vitalidad que encuentra en el ambiente y en las personas. Desde el fondo de su alma comienza a admirar a esos mineros, de origen campesino como él, pero que hablan, discuten, se rebelan, y se muestran en todo momento seguros de sí mismos. Siglos de opresión parece que quieren reventar en su espíritu y el sometimiento a que ha sido reducida su raza busca salir por cada uno de los poros de su cuerpo hecho rebeldía.
El indio, en el campo o en la mina, no puede desprenderse de sus fiestas religiosas. La fiesta es el todo para él. En ella se desprende de sus inhibiciones, se relaciona con propios y extraños y exhibe sus cualidades innatas de artista. Las tradiciones, mitos y supersticiones pesan sobre él con una compleja mezcla de ritos paganos y costumbres cristianas artificialmente superpuestas. No es panteísta, pero la presencia de la Divinidad la ha de ver en todas las manifestaciones de su vida. El culto a la Pachamama (Madre-Tierra) lo ha de llevar haste el interior de la mina, pero ha de adquirir nuevas formas de expresión.
Al principio las barreras que se presentaban para su total integración al nuevo grupo humano eran casi infranqueables, pero, poco a poco, han ido cayendo. Comienza a cambiar su modo de vestir: la tela reemplaza a la bayeta y las botas de goma a las rústicas «ojotas».
Él, como los demás mineros, irá a la Misa con ocasión de las grandes festividades religiosas. La religión es ante todo el culto externo. No llega a crear en él un nuevo modo de vida. Sus motivaciones religiosas parten principalmente del temor. El cristianismo no ha logrado descubrirle al Dios que nos ama, que nos libera y que nos salva.
Bajo formas religiosas cristianas, sus principios religiosos ancestrales están intactos.
El sindicato es el catalizador de todas las aspiraciones del minero. Crea en ellos personalidad de grupo. Integra sus fuerzas. Unas fuerzas que cuando se desatan avanzarán como torrentes impetuosos, sin que haya resistencia humana que los detenga.
El minero advenedizo, humilde y tímido, es sensible a la oratoria de sus dirigentes. Una oratoria primaria, directa y avasalladora. Una oratoria que quizás muchas veces no llegue a convencer, pero que siempre arrastra. Una oratoria que sale del corazón doliente del que habla y llega al corazón oprimido que le escucha.
En las manifestaciones o en las huelgas, animado por las consignas de sus dirigentes y el ronco tronar de las dinamitas, el minero se siente incontrolado como el caballo que presiente la batalla. De pronto no tiene temor a nada, ni a nadie. Se siente profundamente solidario con los dolores y las aspiraciones de todos sus hermanos explotados como él. Está dispuesto a dar su vida. Tal vez no conoce muy bien las causas que han originado el actual conflicto. No importa. Miles de muertes claman venganza desde el fondo de su espíritu. Ve la rebelión como un deber de conciencia y se adherirá con entusiasmo a las filas del ejército de los pobres que claman por la justicia.
El minero no es vengativo, ni siquiera constante en sus justas reivindicaciones. Sus deseos de liberación son más impulsos instintivos que decisión inquebrantable de lucha. Es sensible al dolor ajeno. Su corazón generoso le traiciona en los momentos más decisivos. Su lucha puede ser violenta pero nunca ha de durar mucho tiempo. Su moral de combate se ablanda fácilmente ante el
sufrimiento de los demás.
El ambiente de su casa le sirve de sedante. La presencia de su mujer y, sobre todo, la de sus hijos pequeños, narcotizan sus instintos primarios de rebelión. Está envuelto en un mar de confusiones y de dudas. El «reformista» y el «revolucionario» que lleva dentro, luchan entre sí. Por un lado ve la opresión en que vive y sabe que su deber es luchar contra ella; por otro lado, víctima de la alienación, llega a creer que lo mejor es doblegarse ante la vida y aceptar las cosas tal y como son. Los consejos de su mujer y el porvenir y la inseguridad de sus hijos al fin lo deciden. El «revolucionario» pierde terreno en su espíritu. Prefiere seguir aceptando su vida miserable. Se rinde ante su destino trágico y, humillado y abatido, el día siguiente seguirá trabajando en la mina sin que sus condiciones de vida hayan cambiado lo más mínimo.
Pero no nos engañemos. El «revolucionario» que hay en él, no ha muerto para siempre. Resucitará de nuevo y muchas veces. Cuando en el próximo conflicto la sirena del sindicato llame a Asamblea General, y el tono subido de los dirigentes hieran sus oídos con vehementes discursos, estará de vuelta en primera fila, dispuesto otra vez a encender la mecha de la dinamita que lleva el pavor a los Campamentos…
El campesino de ayer ha sido transformado por el ambiente. No solamente ha aprendido a manejar el combo y la perforadora. El cambio ha sido profundo. Su psicología es ahora la psicología del minero. Habla, vive, se divierte, trabaja y sufre como un de ellos. Antes era humilde y acomplejado, ahora se siente seguro de sí mismo. La vida monótona del campo lo había hecho lento y pasivo. Ahora es dinámico, exigente y no pocas veces intempestivo. Era silencioso, sereno y profundo como la inmensa altiplanicie o la inaccesible montaña, ahora es locuaz y extrovertido.
Mañana, tal vez, será jefe de punta o delegado de sección y no se arredrará de tomar la palabra y lanzar su proclama revolucionaria, ardiente y veraz, ante sus compañeros.
El sincretismo religioso es una de las características que más llama la atención en las minas. El espíritu del minero, hundido todo el día en la soledad tenebrosa de la mina, es extremadamente sensible a todo fenómeno religioso.
La corriente religiosa aymara, quechua y cristiana se han fundido en su alma. Graves peligros acechan su vida y recurre continuamente a oraciones y ritos míticos, sin preocuparse demasiado si son cristianos o paganos.
La irrupción del cristianismo en el corazón de los Andes marca un viraje en la historia religiosa de los Quechuas y Aymaras, pero la nueva influencia no llega a cambiar el fondo doctrinal. Su cristianismo no es más que un paganismo disfrazado. Ha traído un vocabulario nuevo para expresar en términos católicos las creencias tradicionales. Los nombres de SEÑOR, SANTO, VIRGEN, tienen para ellos un sentido la mayoría de las veces en la religión católica quiere expresar. Ellos no piensan en términos abstractos, sino en función de la vida y de actos concretos de culto.
Como ya lo anotábamos anteriormente, el miedo motiva casi todas las expresiones de vida religiosa entre los mineros. Miedo a que la veta de estaño desaparezca, miedo a los derrumbes de los viejos socavones, miedo a los accidentes fatales y a la silicosis, miedo a las almas de los que han muerto en la mina, miedo a los espíritus del mal…
Las largas galerías, los buzones insondables, los antiguos parajes abandonados, son los lugares más apropiados para que en ellos se esconda todo mal espíritu…
La religiosidad natural no se expresa con las mismas formas en las distintas minas. La leyenda del «Chancho Verde» solo en algunas minas se conoce. Según esta original leyenda el «Chancho Verde» vive junto a las ricas vetas de metal. Cuando los mineros están próximos a descubrirlas sienten los gruñidos y lamentos del «Chancho Verde» y si llegan a cortar la veta, salta y parte a la carrera, con los ojos centelleantes, las cerdas erizadas, dando gritos raros y dejando por donde pasa un fuerte olor a azufre. El pobre minero que lo ha visto y aspira el aire infecto que deja tras de sí, tiene fatalmente que morir.
La silicosis, o mal de mica, para muchos mineros no es más que el resultado del paso del «Chancho Verde», cuyo resuello hace nocivo el aire del interior de la mina y ocasiona esta grave enfermedad.
El culto católico muestra muy poco profundidad en el alma del minero, por más que todos ellos declaren profesarlo. Sus ritos, supersticiosos y presteríos conservan muchos elementos paganos provenientes del campo.
Los mineros profesan gran devoción a la Virgen María. No hay mina importante donde no se venere alguna imagen de la Virgen. En la mina de Siglo XX le han construido dos hermosas Capillas abiertas en roca viva. El 8 de Diciembre, fiesta de la Inmaculada Concepción, la mina se convierte en una verdadera romería, con banda de músicos, procesión, misa y profusión de bebidas. Los lúgubres socavones se transforman, por breves horas, en arterias de luz, alegría y diversión, con colorido de serpentinas y variedad de puestos de mercado.
Es el único día del año que se permite entrar a la mina sin distinción de personas ni requisito alguno.
En Oruro, en la mina San José, veneran con singular devoción y pompa a la Virgen del Socavón. Pero en éstas, como en tantas otras devociones y fiestas religiosas, aunque los nombres y la iconografía tengan apariencias cristianas, el fondo es pagano, arrancando su origen de antiguas leyendas quechuas o aymaras.
La devoción de los mineros a la Virgen y el espléndido Carnaval de Oruro, con miles de «diablos» disfrazados en riquísimos y multicolores trajes y con sus arcángeles de yelmo y espada, simulando, en rítmicos movimientos, la eterna lucha entre el bien y el mal, tienen un idéntico origen.
Cuenta la leyenda inmemorial que «Huari», dominador de los Andes y dios del mal, decidió castigar a los Urus (antiguos pobladores de Oruro) porque se habían arrepentido de sus pecados y abandonaban el camino del mal que él les había enseñado. Para castigarlos les envió tres animales mitológicos: por el Sur apareció una enorme Serpiente, por el Norte un monstruoso Sapo y por el Este una plaga de Hormigas gigantes. Su misión era exterminar a todos los Urus.
En el momento en que los temibles Animales avanzaban sobre los ranchos indígenas aparece una hermosa joven, radiante y celestial, que desafía al terrible Huari, que en ese momento había tomado la forma de un gigantesco Lagarto. La joven desenvaina una espada y, con certero golpe, decapita al Lagarto. (Rememorando esta creencia, en los días de Semana Santa, muchas personas en Oruro
salen por las montañas buscando lagartos para matarlos). La Serpiente y el Sapo fueron convertidos en piedras que la gente venera en la actualidad con temor y devoción. Las Hormigas quedaron convertidas en arenas.
A la bella joven, salvadora de los Urus, hoy se le rinde culto bajo la advocación de «Virgen del Socavón»
El malvado Huari no murió. Llora desde entonces su derrota escondido en las entrañas de los montes y vagando por las oscuras galerías de las minas.
Pero no todos los diablos son malvados como Huari. La leyenda del «Diablo Bueno» ha vivido siempre entre los mineros bajo distintas formas. La más común y significativa es la del «Tío», nombre familiar con el que designan los mineros al «Diablo Bueno». El mito de «Supay» o «Diablo Bueno» es de origen precolombino.
Las imágenes del «Tío» son muy comunes en las minas. Son modeladas con barro mineralizado en diversas formas y tamaños, representando siempre el culto fálico de la fecundidad. Su rostro expresa una actitud benevolente, brotando de sus labios una carcajada sardónica mezclada de generosa bondad e irónica malicia. Nunca le debe faltar el cigarrillo, así como un buen surtido de chicha, coca y alcohol. Siete hojas de coca prendidas a su cuerpo son el símbolo de los siete pecados capitales que encarna su figura.
Todos los viernes, y muy especialmente el primero de cada mes, el «Tío» es objeto de largas adoraciones en improvisados altares. El rito se denomina «Convite».
El «Convite» más importante en honor del «Tío» se realiza al amanecer del viernes víspera de Carnaval y consiste en el entierro de un «sullu» (feto) de llama o un gallo vivo de color blanco. Después se efectúa la tradicional «Ch’alla» o derramamiento de alcohol y otras bebidas como agradecimiento a la Pachamama. Durante la ceremonia, los mineros y las demás personas que los
acompañan, repiten loas de alabanza a su ídolo, agradecidos por la suerte con que les ha favorecido en el trabajo, poniendo a su alcance las vetas del mineral. Le instan, a su vez, para que les siga ayudando y protegiendo contra todos los peligros. Lo adornan con serpentinas y lo cubren de mixtura y de licores mientras, al son de monótonos ritmos, van cayendo todos ellos en los brazos de Baco.
El culto a la «Pachamama» (Madre Tierra) está presente casi a diario, en la vida del minero, lo mismo que en la de los indígenas campesinos del Altiplano. Muchas veces el culto a la Virgen María encubre los ritos y la sincera devoción con que el minero venera a la Pachamama. Se le ofrecen sacrificios y libaciones vinculando a su generosidad la fecundidad de la tierra. La religiosidad del minero, expresada siempre con gran dosis de temor, se vuelve tierna y sentimental cuando honra a la Pachamama. Ella es buena, cariñosa y fecunda como una madre. El aspecto afectivo de este culto tempera el miedo que domina en el mundo religioso de los mineros de Bolivia…
INDICE
I- El hombre y su ambiente
Desde el Ayllu a la Mina
Entrenándose en la Lucha
El Indio sigue viviendo
Compañero de la Muerte
Una Injusticia llamada Campamento
La Pulpería: Un sistema de otros Tiempos
A Ración de Hambre
Por los Caminos de la Evasión
Las Palliris: La Ultima Frontera
II- El trabajo y sus injusticias
Los Salarios del Hambre
Por las Rutas del Desastre
Los Condenados a Muerte
III- El Estaño y sus Problemas
«Los Barones del Estaño»
Nacionalización sin Socialización
«El Plan Triangular nos va a Estrangular»
La Rebaja Salarial
La GSA: Un Poder Invisible
IV- La Lucha y sus Esperanzas
Por «Los Campos de María Barzola»
Por los Caminos de la Liberación
Muertos pero no Vencidos
La Noche de San Juan
Federico El Rebelde