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Ed. Mondadori, año 2010. Tamaño 23 x 14 cm. Estado: Nuevo. Cantidad de páginas: 192

Por Juan José Becerra

Imaginemos que vamos caminando y nos sacan el piso. La sensación posterior será la de estar cayendo o flotando pero ya no la de estar afirmados a algo. Maestro honoris causa de un principio carrolliano que no profesa en sus conferencias ni revela en sus confesiones, Daniel Guebel es un escritor al que los accidentes inocuos de esa superficie llamada “novela realista” le hacen mal. Prefiere las profundidades, los saltos de un planeta a otro –un solo paso y el terrícola se convertirá en marciano– y la gracia de una literatura a la que la autodestrucción llena de luces y sentido. En esas profundidades por las que caemos, nos saca la novela que estamos leyendo y la reemplaza por otra, y luego por otra. Para Daniel Guebel la literatura es un acelerador de transformaciones (materiales, sentimentales, verbales) o de lo contrario, para decirlo con una palabra muy cara a su universo oral, es “una bosta”.

Ella es una prueba más del espacio solitario, lejos de las referencias más visibles de la literatura argentina –incluyendo a César Aira, de quien ha comenzado a separarlo un océano cada vez más ancho–, que Guebel ocupa entre la frondosidad y el silencio. Desde ese escondite donde no puede parar de escribir (escribir es su matrimonio, consagrado a la antigua en honor a la época en que Muerte era el único Divorcio), en el que acumula historias interminables, arrepentimientos formales en vivo y cambios de marcha que, muy tranquilamente –aunque la caja de velocidades reviente como un sapo–, pueden pasar de quinta a reversa, Guebel asume la autoría de los atentados que hacen que su literatura se mueva hacia adelante como espejismos salteados. Guebel: “No calculo los saltos, aunque en ocasiones tenga vistos a lo lejos, como mojones en ese desierto, los ‘puntos’ a llegar. Por ejemplo: ‘-reunión country-cena-viaje a Japón-experiencia extraordinaria-perturbación-adulterio’, lo que funciona muy bien, y agradablemente, en una novela clásica, donde el fin de la novela se funde con el fin del relato. Lo que sé es que en cualquier libro mío el tiempo de la escritura socava la alevosía de las primeras intenciones, de manera que, creo, finalmente mis libros se parecen menos a un viaje en el tiempo que a los distintos modos en que manipulo la materia narrativa para que la novela se transforme y devore a si misma: una delicada tarea de orfebre sin planificación, el arte de las termitas”.

La novela empieza con un aire a Las viudas de los jueves, y sigue con una doble operación de alejamiento que termina en Japón y en el pasado. A menudo se ve en las novelas de Guebel que hay que alejarse para narrar y para entender. “Mediada la escritura de la ‘zona country’, tuve una pequeña inquietud: ‘¿Seré tan pelotudo de estar escribiendo Las viudas de los jueves sin saberlo?’. Tras esa sospecha me invadió un sentimiento de sordo rencor contra nuestra autora. ‘¿Y si ahora se aburren de decir que imito a César Aira y empiezan a decir que imito a Claudia Piñeiro?’; evidentemente, ya empezaba a pesarme en el ánimo el estado dominante de la zona siguiente, la de ‘vigilancia paranoica’. Incluso imaginé operaciones típicamente paranoicas tales como escribir el libro y mandarlo al concurso de Clarín para que los jurados pensaran que yo era Piñeiro y me había vuelto loca por mandar a un concurso que ya había ganado otro libro donde me imitaba a mi misma, pero me disuadió la posibilidad de que no reconocieran de nuevo a su Claudia premiada y que me entregaran –esta vez sí de nuevo, y a mí– una segunda mención. Además, en ese interregno, ocurrió un hecho aliviador: leí Las viudas de los jueves. Y no, nada que ver. Ya que traemos a colación el libro de Piñeiro, es evidente que ella conoce todo acerca de los ámbitos que narra, al menos geográfica y urbanísticamente. Y en Ella la materialidad de los espacios y las relaciones vecinales me son indiferentes. De hecho, sólo me importaban en lo atinente a la construcción de sistemas de vigilancia y a la posibilidad de hacer funcionar de manera contrastante los pajaritos, el cielo y el pastito de esos lugares donde la gente se encierra para disfrutar del placer de sentirse presa y temer los ataques del exterior, con la demencia creciente de los protagonistas. Por supuesto, no estoy seguro de haber manejado estos elementos tan a conciencia mientras escribía el libro.”

Los saltos de Ella, su secuencia de hechos, llevan a una mujer –Josefina: Ella– a un estado de esfinge. Todo se mueve a su alrededor, pero ella no se mueve; es el centro de gravedad de una sociedad de hijos, hombres y sentido no revelado que giran a su alrededor como peregrinos alrededor de una santa. Como siempre, las mujeres dominan la escena y los hombres –como siempre– hacen lo que pueden. Las relaciones sentimentales se consumen muy rápidamente en Ella, pero lo que parece mantenerse es la “indiferencia femenina”. “No me parece que Josefina sea indiferente. Creo que es un espejo opaco donde los hombres se reflejan tratando de saber qué hay detrás de ella, tratando de capturar la garantía de un deseo o de una ansiedad que ellos creen estar en condiciones o se desesperan por satisfacer. Detesto lo que acabo de decir: ¿por qué uno debería creerse capaz de interpretar de manera autorizada algo sólo porque lo escribió, situándose en una especie de saber distinto al que posee un lector común? ¿Sólo porque observó sus propios mecanismos de escritura? Qué pavada. Bueno, sigamos. Lo único que me descarga de esto es que en la novela, mientras el narrador abunda en opiniones acerca de los personajes masculinos, con la protagonista femenina no sabe qué hacer, no puede sino hundirla en la depresión y el silencio.”

En el final japonés queda sin efecto todo lo que ha venido pasando. Es como si la novela se quedara sin palabras ante un arte diferente y acaso superior al de la literatura, una especie de teatro mudo o instalación: un arte que no habla. “Sí. No tengo nada que agregar. Excepto: Japón. Me hubiera gustado que en el viaje a Japón mi libro se hubiera convertido en una novela entera de Junichiro Tanizaki. Desde luego, es una versión apenas decorosa de Hay quien prefiere las ortigas, del citado japonés, y también se tematiza allí la cuestión de la revelación que no puede manejarse, tal como lo hace –mucho mejor– Henry James en La bestia en la jungla. Y el final quizá evoque el ambiente mórbido de El altar de los muertos, del mismo autor. Curiosamente, en esta novela sobre el dolor y con un narrador frío y distante, a veces se me aparecía como una exigencia de tono el modo caudaloso y ávido y desesperanzado del Adolfo, de Benjamín Constant, su elegancia para hablar del desconcierto y la desesperación. Digo curioso porque me parece que en algún sentido Ella es también una novela flaubertiana en frasco chico.” Está visto que para Guebel la literatura es un sitio en el que no se puede hacer pie excepto para saltar hacia delante o hacia abajo. “Rabio, rabio contra la agonía de la luz y no me dejo hundir dócilmente en la noche quieta.”

Juan José Becerra