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Ed. Emecé, año 1998. Tamaño 18 x 12 cm. Traducción de Horacio Vázquez Rial. Estado: Usado excelente. Cantidad de páginas: 320
Mi último encuentro con don Juan, don Genaro y sus otros dos aprendices, Pablito y Néstor, tuvo como escenario una plana y árida cima de la vertiente occidental de la Sierra Madre, en México Central. La solemnidad y la trascendencia de los hechos que allí tuvieron lugar no dejaron duda alguna en mi mente acerca de que nuestro aprendizaje había llegado a su fin y que en realidad veía a don Juan y a don Genaro por última vez. Hacia el desenlace, nos despedimos unos de otros y luego Pablito y yo saltamos de la cumbre de la montaña, lanzándonos a un abismo.
Antes del salto, don Juan había expuesto un principio de importancia fundamental en relación con todo lo que estaba a punto de sucederme. Según él, tras arrojarme al abismo me convertiría en percepción pura y comenzaría a moverme de uno a otro lado entre los dos reinos inherentes a toda creación, el tonal y el nagual.
En el curso de la caída mi percepción experimentó diecisiete rebotes entre el tonal y el nagual. Al moverme dentro del nagual viví mi desintegración física. No era capaz de pensar ni de sentir con la coherencia y la solidez con que suelo hacer ambas cosas; no obstante, como quiera que fuese, pensé y sentí. Por lo que a mis movimientos en el tonal respecta, me fundí en la unidad. Estaba entero. Mis percepciones eran coherentes. Consecuentemente, tenía visiones de orden. Su fuerza era a tal punto compulsiva, su intensidad tan real y su complejidad tan vasta, que no he logrado explicarlas a mi entera satisfacción. El denominarlas visiones, sueños vividos o, incluso, alucinaciones, poco ayuda a clarificar su naturaleza.
Tras haber considerado y analizado del modo más cabal y cuidadoso mis sensaciones, percepciones e interpretaciones de ese salto al abismo, concluí que no era racionalmente aceptable el hecho de que hubiese tenido lugar. No obstante, otra parte de mi ser se aferraba con firmeza a la convicción de que había sucedido, de que había saltado.
Ya no me es posible acudir a don Juan ni a don Genaro, y su ausencia ha suscitado en mí una necesidad apremiante: la de avanzar por entre contradicciones aparentemente insolubles.
Regresé a México con la intención de ver a Pablito y a Néstor y pedirles ayuda para resolver mis conflictos. Pero aquello con lo que me encontré en el viaje no puede ser descrito sino como un asalto final a mi razón, un ataque concentrado, planificado por el propio don Juan. Sus discípulos, bajo su dirección —aun cuando él se hallase ausente—, demolieron de modo preciso y metódico, en el curso de unos pocos días, el último baluarte de mi capacidad de raciocinio. En ese lapso me revelaron uno de los aspectos prácticos de su condición de brujos, el arte de soñar, que constituye el núcleo de la presente obra.
El arte del acecho, la otra faz práctica de su brujería, así como también el punto culminante de las enseñanzas de don Juan y don Genaro, me fue expuesto en el curso de visitas subsiguientes : se trataba, con mucho, del cariz más complejo de su ser en el mundo como brujos.