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Ed. Obelisco, año 1982. Tamaño 21 x 14 cm. Estado: Usado muy bueno. Cantidad de páginas: 110

el-libro-de-las-figuras-jeroglificas389Por Julio Peradejordi

En la relación de un viaje a Oriente Medio por orden expresa del rey Luis XIV, el cronista francés Paul Lucas relataba su encuentro en Turquía con cierto derviche que afirmaba pertenecer a una fraternidad de siete amigos que recorrían el mundo «con la intención de volverse más perfectos», y se encontraban periódicamente en lugares determinados con anterioridad. Durante su conversación con el viajero francés, el derviche en cuestión le hizo grandes elogios de la Piedra Filosofal y de una de sus aplicaciones, la Medicina Universal. Acto seguido, quizás a modo de ejemplo, se puso a hablarle de Nicolás Flamel, diciéndole: «Flamel está vivo; ni él ni su esposa saben todavía qué es la muerte. No hace ni tres años que los vi a los dos en la India, y él es uno de mis más fieles amigos».

Según el enigmático derviche, Nicolás Flamel, autor del Libro de las Figuras Jeroglíficas, era un «verdadero Filósofo que no se preocupaba por vivir conocido entre los hombres y que había hallado el medio de huir haciendo públicas su muerte y la de su esposa. Bajo su consejo, ésta simuló una enfermedad y, cuando se la dio por muerta, estaba ya en cierto lugar de Suiza esperándole. Más tarde, Flamel utilizó la misma estratagema consigo mismo. Como con dinero todo se logra, no tuvo problemas para ganarse la confianza de los médicos y de los sacerdotes. Dejó un testamento en regla, donde se recomendaba que lo enterrasen junto a su esposa y elevaran una pirámide sobre su sepultura. A partir de entonces, los dos llevan una vida filosófica y ora están en un país, ora en otro».

Los hechos narrados por Paul Lucas en su libro ocurrieron verosímilmente a principios del siglo XVIII y, sin embargo, nos hablan de Nicolás Flamel, que había nacido hacia 1330 y que, según las crónicas de la época, murió en 1417. Aparte del legendario Conde de Saint-Germain, se sabe de muy pocos casos de una longevidad como ésta. Actualmente, sólo un alquimista goza de tal fama: Fulcanelli.

Leyendo a Paul Lucas, se nos plantean dos interrogantes. ¿Vivieron realmente Flamel y su esposa en la India en pleno siglo XVIII? Si así fue, ¿cómo lo lograron?

La obra que hoy presentamos parece querer responder a esta segunda pregunta. En efecto, El Libro de las Figuras Jeroglíficas, sin duda uno de los textos de alquimia más leídos y reeditados, había sido escrito por Nicolás Flamel, o por un alquimista que se encubría bajo su nombre, para aportar nuevas luces sobre el Elixir de Larga Vida, ese misterioso brebaje «que eleva al hombre gloriosamente fuera de las aguas corrompidas de Egipto» y «le hace meditar día y noche sobre Dios y sus Santos, habitar el Cielo Empíreo y beber en los dulces manantiales de las fuentes de la esperanza eterna».

El Libro de las Figuras Jeroglíficas toma su origen de otro libro: El Libro de Abraham el Judío. Este último ha sido identificado con varias obras herméticas de inspiración más o menos judía, como Aesch Mezareph (Libro del Fuego Purificador) o Los preceptos del padre Abraham a su hijo.

Flamel nos da una explicación de un libro que ha caído en sus manos, algunos de cuyos jeroglíficos ha hecho labrar en piedra para la posteridad. Dentro del marco necesariamen¬te limitado de esta breve Presentación, intentaremos explicar el libro de Flamel a la luz de otro libro, las Moradas Filosofales de Fulcanelli.

El Libro de las Figuras Jeroglíficas es un libro esencialmente simbólico, y es lícito pensar que tanto los personajes como los enigmas y figuras que nos propone son también de tal índole. Para empezar, el mismo Nicolás Flamel es una alegoría del Filósofo victorioso. Para los alquimistas «ser victorioso» era «cocer la materia hasta que adquiera el color blanco».

Con la sagacidad y la erudición que le caracteriza, Fulcanelli analiza toda la historia de Nicolás Flamel y descubre que es una pura alegoría. De hecho, otros Filósofos lo habían hecho antes que él pero, aparte de Dom Pernety, que nos procura sólo algunas indicaciones dispersas, ninguno había escrito sobre este secreto. Para Fulcanelli «el peregrinaje de Flamel es una pura alegoría, una Ficción muy hábil e ingeniosa de la labor alquímica a la que se entregó aquel hombre caritativo y sabio».

En muchos libros y manuscritos latinos sobre alquimia, la preciosa materia de los sabios recibe el nombre de líber, libro. Simbólicamente, el Libro es el Espejo de la Sabiduría. El Cosmopolita, uno de los autores más válidos e insignes, nos habla en su Novum Lumen Chymicum de este espejo donde pudo contemplar a Neptuno. Sin embargo, este libro está cerrado, esta materia está cruda. Precisa de una espada que lo abra o de un fuego que la purifique y que la cueza. Este fuego lo simboliza Flamel (Flamma: llama, fuego), pero después de su peregrinaje a Santiago de Compostela.

La Peregrinación a Santiago de Compostela

El pasaje más conocido y más interesante del Libro de las Figuras Jeroglíficas se encuentra en el prólogo, donde Flamel relata cómo llegó hasta él el Libro de Abraham el Judío y cómo logró interpretarlo. La clave, según él mismo nos indica abiertamente, radica en la ayuda que le proporcionó cierto judío converso, Maese Canches que, como veremos, es también una alegoría. Para llegar hasta él, tuvo que efectuar un largo y dificultoso peregrinaje: el peregrinaje a Santiago de Compostela. El relato de esta peregrinación es, aparentemen¬te, autobiográfico; pero, como cualquier escrito de un Filósofo Hermético, reclama una doble lectura. No negamos que Flamel efectuara este viaje en vida. Tampoco lo afirmamos, pues aparte del Libro de las Figuras Jeroglificas no tenemos ningún otro documento que nos hable de ello. En la época de Flamel la peregrinación a Santiago era bastante corriente, pero preferimos creer que el viaje efectuado por el alquimista que escribe bajo el seudónimo de Nicolás Flamel fue de otro tipo.

La peregrinación a Santiago de Compostela se nos aparece como un viaje puramente kabbalístico. Flamel es terriblemente claro cuando escribe que «con el permiso de Perrenelle, llevando conmigo el extracto de las Figuras, habiendo tomado el bastón y el hábito del peregrino…de este modo me puse en camino y tanto anduve que llegué a Montjoie y luego a Santiago donde realicé mi voto con gran devoción. Hecho esto, en León, a la vuelta, me encontré con un Mercader de Boulogne, que me hizo conocer a un Médico Judío de origen, y entonces Cristiano, habitante del citado León, que era muy sabio en ciencias sublimes, llamado Maese Canches…»

¿Cuáles podrían ser estas «Ciencias Sublimes» sino la Kábbala y la Alquimia, el Gran Arte de los Sabios?

Para poder comprender con un mínimo de precisión el misterio que se desprende de cada una de las páginas del Libro de las Figuras Jeroglíficas es necesario que nos adentremos en el fascinante universo del kabbalista.

Antes de emprender el viaje, Flamel necesita que Perrenelle lo autorice a hacerlo. Su casta y virtuosa esposa es aquí un símbolo de la Virgen, sin cuyo permiso y protección no pueden llevarse a cabo los trabajos herméticos, es su «media naranja», la Shekinah del Kabbalista. Por otra parte, su nombre es terriblemente revelador. Perrenelle puede leerse Perre en elle. El término Pere o Perre se utilizó durante la Edad Media en el sur de Francia y en Catalunya para designar a las rocas y a las piedras. Perre en elle se refiere, pues, a aquello que tan apasionadamente buscaba Flamel, al fin último de sus trabajos: la Piedra, diciéndonos muy caritativa y kabbalísticmente: «La Piedra está en Ella».

Si la piedra está en Ella, ¿quién es Ella, sino la preciosa materia tan común, tan corriente, pero que muy pocos saben reconocer? Se la ha comparado a una cueva que guarda fabulosos tesoros pero en la cual casi nadie puede penetrar por carecer de la luz que permite vencer sus tinieblas y facilita el acceso a su interior. El viaje a Santiago de Compostela corresponde al obligado itinerario, al ineludible camino que ha de recorrer el alquimista que desea recibir el Don de Dios, esa Estrella de los Magos llamada también Mercurio Filosófico. Por otra parte, para Fulcanelli, Santiago el Mayor es un jeroglífico del Mercurio Secreto.

La meta del peregrino, Compostela, puede leerse como campus y stella, campo y estrella. La alquimia es el trabajo sobre este campo, labor harto semejante a la del labrador; sin duda por este parecido al Gran Arte ha recibido denominaciones como «Agricultura Celeste».

Por su parte, Fulcanelli hace derivar esta palabra de compos (que ha recibido) y stellae (estrella). ¿No es la Kábbala Química la recepción de este Don de la Estrella magistralmente evocado por el Arcano n° XVII del Tarot?

Aunque Flamel estuviera casado con Perrenelle, o sea, estuviera en posesión de la materia, simbolizada durante toda la Edad Media por la inquietante imagen de la Virgen Negra, necesitaba el Primer Agente con que purificarla y cocerla convirtiéndola en Virgen blanca o, dicho de otro modo, con qué lustrarla y despojarla de su oscuridad. La recepción kabbalística del Don de la Estrella, ese Esplendor que los hebreos llaman Zohar (Esplendor, Chispa de la Vida, Rayo) es la conditio sine qua non para comenzar la labor hermética.

Según nuestra modesta opinión, el detalle principal del peregrinaje de Flamel es su encuentro con Maese Canches en León. Esta última palabra es un conocido símbolo de la Fuerza o Fortaleza, base y fundamento del Arte Sagrado, que aparece representada en el Tarot por el Arcano n° XI. Es «el alma viva y vivificante» de la que habla Ireneo Filaleteo, el «oro espermático» que al ser purificado por el agua de la Estrella se convierte en Filosófico. Sin esta purificación, esta fuerza devoradora y leonina acaba volviéndose diabólica.

Por otra parte, la obra principal de la Kábbala, el Sepher ha Zohar, se atribuye a un rabino de Avila llamado Moisés de León. En vida de Flamel, el Sepher ha Zohar fue una de las obras más difundidas y apreciadas por los amantes de la Kábbala; sin embargo, la clave de todo el enigma se sitúa, a nuestro parecer, en el nombre del judío converso con quien se encontró Flamel y que con sus explicaciones le permitió comprender las jeroglíficas figuras del libro de Abraham el Judío.

Para Fulcanelli, Canches procedería del griego Kayrjavof, seco, árido, indicando el azufre de los Filósofos. No llegamos a explicarnos cómo un autor tan perspicaz nos da una explicación que resulta, paradójicamente, tan seca y árida. Nos parece más plausible otra interpretación, quizá más sencilla, pero más concluyente.
Maese Canches era judío, no griego. Creemos que es mucho más lógico buscar en el idioma hebreo qué representa este personaje y cuál es su papel en la historia que nos ocupa. La canche (singular de canches), planta graminàcea, se llama en hebreo «aphari». Este término está relacionado etimológicamente con «Apheril», el mes de abril y con «apherian», bendición. El viaje a Santiago de Compostela no es sino la obligada peregrinación del aprendiz del Arte en busca de la Bendición, para el cual requiere la concha y el bastón. Como el lector habrá adivinado, la época del año idónea para iniciar los trabajos herméticos es la primavera, especialmente el mes de abril.

Sin embargo, para obtener esta bendición, Flamel necesita un mediador, un intermediario. Según la interpretación de Fulcanelli, Nicolás Flamel es un símbolo del «sujeto filosofal». Antes de llegar a Santiago, palabra que procede de San Yago, o sea, San Jacob, el sujeto ha de pasar por Montjoie, «El Monte de la Alegría» pero «es aún demasiado impuro para experimentar la maduración». Ha de ser purificado por una serie de sublimaciones que precisan del concurso de una sustancia especial. Para Fulcanelli, esta sustancia se encarna en el mercader de Boulogne, que hace de mediador entre Flamel y Maese Canches. Este autor opina que Flamel ha jugado con dos palabras: «mercader» y «que se trabaja por medio del fuego». El mercader de Boulogne sería, pues, «el fuego secreto» llamado Vulcano lunático por el autor de la Antigua Guerra de los Caballeros. Señalemos, de pasada, que la palabra «mercader» procede de «Mercurius», el Hermes de los latinos, dios de los intercambios, del comercio y de la comunicación. Todos sabemos que los antiguos galos atribuían el Gallo, anunciador de la luz, a este dios: en cierto modo, el Mercader de Boulogne es quien le permite a Flamel entrar en contacto con la Estrella simbolizada por el judío Maese Canches. ¿No era la estrella de seis puntas uno de los símbolos del pueblo hebreo? Como explica el Filósofo Douzetemps en Le Mystère de la Croix, la estrella de seis puntas no es sino la unión de el Fuego y el Agua, el Agua Ignea de los alquimistas.

El Libro y su simbolismo

Ya hemos señalado la importancia del tema del Libro dentro de la obra de Flamel que hoy presentamos: nos hallamos ante un libro que nos habla de otro libro. Pero, ¿de qué nos hablará este último? ¿Qué evocaba en la mente de Flamel el Libro de Abraham el Judío?

Como hemos visto, el término Liber designaba a la preciosa materia de los Sabios, tan despreciada por los ignorantes, los que no son capaces de leerle, «que los doctos buscan con esmero pues es todo lo que pueden desear». El Libro puede estar cerrado o abierto, puede ser mudo o locuaz, evocando el estado inicial y el final de esta materia, antes y después de la Gran Obra.

El Libro de Abraham el Judío, que cuenta con «tres veces siete» (o sea veintiuna) hojas numeradas, se nos aparece como un singular símbolo del Libro de Toth, o sea el Tarot, que consta también de veintiún Arcanos Mayores numerados, más uno sin numerar.

El Libro Mudo —el Mutus Liber— es, curiosamente, el nombre de uno de los tratados de Alquimia más conocidos. El Libro Locuaz o, si se prefiere, el Libro Abierto corresponde al Liber Mundi de los Rosa-Cruces o al naipe del Tarot llamado El Mundo, el XXI, fin de los Trabajos.

Yendo desde París hasta Santiago de Compostela, Nicolás Flamel se dirige hacia el Oeste, o sea hacia Occidente, palabra que procede de occido, matar, morir. Tras esta obligada muerte tan sutilmente evocada, vendrá la luz de la resurrección. Para encontrar a Maese Canches, Flamel se dirige hacia León, que está al Este, o sea hacia Oriente. Esta última palabra que deriva del Or hebreo, luz, fuego, procede de un verbo latino que significa nacer. Simbólicamente, para encontrar el Líber Mundi, los Rosa-Cruces tenían que dirigirse a Oriente.

Según Fulcanelli, el Libro de Abraham el Judío es, en realidad, el Libro del Principio. Esta original atribución se apoya en que Abraham era el patriarca por excelencia. El que se trate de un libro judío, escrito por un judío para los judíos, resulta harto revelador.

Leyendo a los Filósofos Herméticos, descubriremos que éstos utilizaban la expresión Archée de Nature para designar al Agente Universal y Particular de cada individuo, aquella fuerza que pone en movimiento a toda la Naturaleza. Por otra parte, Archée, era para los alqui¬mistas uno de los nombres más comunes de la materia.

El hecho de que el libro del cual nos habla Flamel sea dorado indica ya su aspecto metálico y prefigura el resultado final de la Obra. Se trata, nos comunica Flamel, de «un libro muy viejo y ancho», sin duda para hacernos comprender que es tan viejo y ancho como el mundo, pues es el Líber Mundi. No creemos que sea tanto para «determinar la elevada antigüedad del tema hermético», como escribe Fulcanelli, sino para indicarnos que aquello que representa esa «materia que Dios empleó para manifestar su Sabiduría en la composición de todos los seres…» , es algo tan antiguo como el mundo.

Esperamos que estas sucintas indicaciones sirvan para que el lector atento se percate de la íntima relación que une el Gran Arte de los Filósofos por el Fuego con la Ciencia de los Kabbalistas. Sin duda el Libro de las Figuras Jeroglíficas de Nicolás Flamel es una de las obras donde esta relación se adivina con más facilidad. Varios pasajes del Libro, que reproducimos a continuación, nos confiesan claramente cuan difícil es penetrar en los Arcanos de la Alquimia sin tener acceso a la inspiración de Dios o a la transmisión kabbalística de un Maestro de la Palabra.

Refiriéndose al Libro de Abraham el Judío, Flamel escribe: «Aunque estuviera muy inteligentemente representado y pintado, nadie hubiera podido comprenderlo sin estar muy avanzado en su Cábala traditiva y sin haber estudiado a fondo los libros».

«Las concepciones más sutiles de los Filósofos»…»sólo están escritas para aquellos que ya saben (conocen) estos principios»…»que no se encuentran jamás en ningún libro, porque las dejan en manos de Dios, que las revela a quien le place, o bien las hace enseñar de viva voz por un Maestro por tradición Cabalística, lo cual sucede raramente».

El Libro de las Figuras Jeroglíficas

La primera edición que se conoce del Libro de las Figuras Jeroglíficas es la publicada en 1612 por P. Arnauld, sieur de la Chevalerie, junto con un tratado de Artephius y otro de Sinesius. Hemos basado la presente traducción en esta edición, que podemos considerar príncipe, y que reproducimos en facsímil. Este libro tuvo tanto éxito, que fue reeditado el mismo año. En 1624, Eiraeneus Orandus lo editaba en inglés junto con un tratado de Pontanus. En 1669 aparecía la primera edición alemana, basada también en la de P. Arnauld, sieur de la Chevalerie. Esta obra fue reimpresa en las sucesivas ediciones de la célebre Biblioteca de los Filósofos Químicos (1672, 1678, 1741). En 1682, bajo el título de Filosofía Natural se reimprimía de nuevo la edición de P. Arnauld. Las traducciones inglesas y alemana alcanzaron también varias reimpresiones, y en pleno siglo XX, hay en el mercado más de tres ediciones en francés.

La Biblioteca del Arsenal y la Biblioteca Nacional de París contienen varios manuscritos de la obra de Flamel que hoy presentamos. Basándose en ellos, René Alleau editó en 1970 una excelente edición crítica a la que remitimos al lector erudito.

La presente edición es, creemos, la única existente en castellano. Ha sido realizada minuciosamente intentando ser lo más fiel posible al texto que, como el de todos los tratados de alquimia, presenta dificultades harto difíciles de franquear. En algunos pasajes el editor ha preferido sacrificar la forma al fondo, yendo incluso en detrimento del estilo y respetando al máximo la literalidad del texto. No hemos querido cargar esta edición de notas a pie de página, pero no hemos dejado de realizar cuantas anotaciones nos han parecido necesarias para una comprensión aceptable del Libro de las Figuras Jeroglíficas.

Creemos importante hacer partícipe al lector de la opinión de un respetadísimo alquimista actual, Eugène Canseliet, discípulo directo de Fulcanelli que, transmitiendo las palabras de su maestro, declaró que «sin lugar a dudas, el autor de las Moradas Filosofales descubrió en Nicolás Flamel las indicaciones que le sirvieron de base a fin de obrar, con éxito, en la vía seca del horno».

Esperamos que tras la lectura de este libro, y tras su meditación y su puesta en práctica (ora et labora), más de un lector pueda afirmar lo mismo que Fulcanelli y la antorcha secreta de Flamel encuentre en este siglo XX un receptor apto y digno de ella.

SUMARIO
Presentación
La peregrinación a Santiago de Compostela
El Libro y su simbolismo
El Libro de las Figuras Jeroglíficas
Texto
Prólogo
Capítulos I-IX
Indice alfabético