Ed. Sudamericana, año 1981. Tamaño 18 x 13 cm. Traducción de María A. Gregor. Usado muy bueno, 212 págs. Precio y stock a confirmar.

En el verano de 1647, último lapso de la Guerra de los Treinta Años, se reúnen en Telgte, lugar de peregrinación entre Munster y Osnabrück, más de veinte poetas, críticos y editores de habla alemana. Corriendo albures, viviendo aventuras, a caballo o en carruaje, llegan al lugar de la cita: la posada junto al puente, a orillas del Ems. Allí leen pasajes de sus manuscritos, hablan de política.

Al fin son alguien. Donde todo era devastación, brillan las palabras. Y donde los príncipes se han humillado, los poetas alzan la frente: a ellos, no a los poderosos, les está asegurada la inmortalidad. Günter Grass imagina aquí qué habría pasado si los poetas barrocos alemanes se hubieran reunido como lo hicieron trescientos años después los integrantes del Grupo 47.

Pero las circunstancias, el fin de la Guerra de los Treinta Años, son historia, las biografías de los poetas son reales, los poemas barrocos, los dramas y las novelas citadas han llegado hasta nuestros días. “Ayer será lo que mañana fue. Nuestras historias de hoy no deben haber ocurrido necesariamente en este momento. Esta comenzó hace más de trescientos años. Otras historias también. Tanto se remonta en el tiempo toda historia que se desarrolle en Alemania.

Anoto lo que empezó en Telgte, porque un amigo, que en el año cuarenta y siete de nuestro siglo reunió en torno de sí a sus iguales, desea festejar sus setenta años de vida. Sin embargo, es más viejo, mucho más viejo… y a nosotros, sus actuales amigos, se nos ha puesto desde entonces junto con él el cabello gris ceniza. Lauremberg y Greflinger llegaron a pie desde Jutlandia, otros desde Ratisbona lo hicieron a caballo o en tartanas.

Como algunos navegaron río abajo, el viejo Weckherlin escogió la vía marítima desde Londres a Bremen. Llegaron desde cerca y desde lejos, desde todas las comarcas. Un comerciante, para quien los plazos y las fechas son tan corrientes como la ganancia y la pérdida, se hubiera asombrado del afán de puntualidad de los hombres del mero oficio de la palabra, tanto más cuanto que las ciudades y las tierras estaban todavía o nuevamente devastadas, invadidas por ortigales y abrojales, enseñoreada en ellas la pestilencia que desbandó a sus pobladores, y todos los caminos eran inseguros.

Por esta razón, Moscherosch y Schneuber, que partieron de Estrasburgo, llegaron a la meta convenida despojados de todo (hasta de sus porta-manuscritos, inservibles para los salteadores). Moscherosch, risueño y más pródigo en sátiras. Schneuber, quejoso y alarmado ante la perspectiva del terrible retorno. (Tenía el trasero lastimado por los sablazos recibidos).

Czepko, Logau, Hoffmannswaldau y otros silesianos llegaron sanos y salvos a las proximidades de Osnabrück, sólo porque al estar cubiertos por un salvoconducto de Wrangel, no dejaron de unirse a divisiones suecas que aprovisionaban tropas hasta la Westfalia; sin embargo, sufrieron en carne propia los cotidianos horrores del aprovisionamiento, misión que no consulta a ningún pobre diablo acerca de su credo.

Los soldados de caballería de Wrangel no fueron estorbados con objeciones. El estudiante Scheffler (un descubrimiento de Czepko) estuvo a punto de ser atrapado por ellos en Lausitz, al anteponerse a una campesina que debía ser empalada ante los ojos de sus hijos, como ocurrió momentos antes con el campesino.

Johann Rist, procedente de la cercana Wedel, a orillas del Elba, vino por el camino de Hamburgo; Wülben, el editor estrasburgués, trajo de Luneburgo una carroza. Simón Dach, cuyas invitaciones originaron este esfuerzo, optó por el camino más largo a partir de Kneiphof, una de las tres ciudades de Konigsberg, pero también el más seguro, por cuanto lo realizó uniéndose al séquito de su príncipe.

Ya un año antes, cuando Federico Guillermo de Brandenburgo se comprometió con Luisa de Orange y se le permitió a Dach declamar en Amsterdam la loa compuesta por él para tal suceso, fueron escritas las numerosas cartas en las cuales se cursaba la invitación y se indicaba el punto de reunión, y con el patrocinio del Príncipe Elector se atendió también a su reparto.

Muchas veces, los agentes activos debieron hacerse cargo en varios lugares de llevar el correo. De este modo recibió Gryphius su invitación, aun cuando desde hacía un año estaba viajando por Italia y luego por Francia con el mercader de Stettin, Wilhelm Schlegel. La carta de Dach le fue entregada ya camino de regreso (en Espira). Se presentó puntualmente en compañía de Schlegel. Augustus Buchner de Wittemberg, el maestro en lenguas, llegó en término.

Después de rehusarse reiteradas veces, Paul Gerhardt estuvo puntualmente en el lugar convenido. Filip Zesen, a quien el correo alcanzó en Hamburgo, apareció procedente de Amsterdam en compañía de su editor. Nadie quiso estar ausente. Nada, ni la enseñanza, ni las obligaciones para con el Estado o con la Corte, ocupación de la mayoría, pudo demorarlos. Quien carecía de recursos para costearse el viaje, se buscó un patrocinador.

A quien no encontró patrocinador alguno, como ‘ Greflinger, lo ayudó la obstinación. Y cuando la porfía quería impedirle a alguno partir a tiempo, la noticia de cuantos ya se encontraban en camino despertaba la sed de viajar. Aun quienes se miraban con hostilidad, como Zesen y Rist, deseaban encontrarse. Más insaciable que su burla acerca de los poetas congregados, era la curiosidad de Logau respecto al Congreso. Sus círculos vernáculos se cerraban estrechamente.

Ningún negocio tedioso, ni amor pasajero fueron capaces de retenerlos. Una fuerza los impulsaba a unirse. Por otra parte, mientras se negociaba la paz, creció la inquietud, la búsqueda. Nadie quiso permanecer a solas consigo mismo”.