Ed. Andrés Bello, año 1996. Tamaño 23 x 15 cm. Traducción de Pierre Jacomet. Nuevo, 288 págs. Precio y stock a confirmar.

¿Se puede garantizar la paz? La pregunta es casi descabellada, debido a la constante presencia de la guerra en la Historia. En China, dos siglos de paz en veinticinco siglos. En Occidente la crónica de dos mil años es indistinta. El paciente esfuerzo de la civilización jamás consiguió dominar la guerra, y la organización de las relaciones entre las potencias se reduce a la sistematización de la guerra. Sólo disminuyó el número de quienes pueden desencadenarla: antaño, cualquier señor feudal; luego fue privilegio exclusivo de los Estados soberanos, ahora en número cada vez más restringido. Con el correr de los años los Estados inventaron el «orden». No es armonía; es deslinde de lo inaceptable. No es (y nunca fue) paz, sino definición de las motivaciones bélicas: soberanías, intereses vitales y otros equilibrios, siempre tenues.

La capacidad de desempeñar un rol en la definición del orden y lograr que sus intereses fueran tomados en cuenta, es decir, reconocidos como importantes por otros países, determinaba el poderío de una nación. La organización así convenida aseguraba más bien la estabilidad, y no la paz. La verdadera prerrogativa de las grandes potencias era limitar la guerra a territorios ajenos. Entre ellas únicamente sobrevenía cuando el orden era conculcado, o cuando aparecía una nueva potencia, a la que el orden en curso no dejaba espacio suficiente.

Así, en 1815, el Congreso de Viena elaboró el balance de las guerras engendradas por la Revolución Francesa. Las fronteras fueron redefinidas y un nuevo orden —que habría de durar cincuenta años— se estableció en Europa. Concluyó en 1800 cuando Prusia emprendió -mediante cinco años de contiendas triunfantes- la tarea de fundar un orden nuevo, más conforme con su propia perspectiva.

En el intervalo, las potencias del momento sólo combatieron en, y por, territorio extranjero, viviendo en paz en el propio. Hubo guerras en China, en México, en Crimea, en África… Esta lógica del orden es tan antigua como las guerras y los Estados. Se refinó, se complicó, pero jamás cambió de naturaleza. Al paso de los siglos se propagó, involucrando cada vez más países y finalmente la totalidad del planeta, la generalización resultó en la disminución continua del número de Estados participantes en la definición del orden, pues ésta reclamaba un poderío cada vez mayor.

Esa evolución culminó en la guerra fría. El arma nuclear distinguió claramente a los cinco países que la poseían. Su enorme poder de destrucción tornó, por vez primera, imperativa la conservación del orden, ya que su alteración podía ocasionar no sólo la guerra sino la extinción de la especie humana. Esta lógica de la muerte asegurada fue el paroxismo del orden, pero no modificó su naturaleza. Al contrario, las nociones de interés vital y de equilibrio cobraron un carácter agudo, que las hizo pasar de la estrategia a la teología.

Sin embargo, en el fondo nada cambió. El orden conseguido, análogo a todos, sólo aseguró la paz entre quienes eran capaces de definirla. Prosiguieron sus guerras en territorios ajenos con tanto más encarnizamiento cuanto resultaban impensables entre ellos. No hubo paz nuclear; sucede que la guerra nuclear no tuvo lugar. Este orden está caduco; no por ello nos es ajeno. Es un ejemplo para meditar, por ser único a escala mundial: el singular rasgo de sensatez conocido por la humanidad hasta el presente.

Que garantizar la muerte de todos haya sido el único medio de lograrlo, muestra el largo camino que debemos recorrer para aprender a estar juntos… Sin embargo, la urdimbre de secreto que disimula la realidad de ese orden permite entender que no tendrá sucesores.

Ninguna convención diplomática, ninguna forma de acuerdo como los tantos que ha conocido la Historia, será capaz de superar la supremacía de la muerte asegurada. Por un instante pudimos creer que el orden de la guerra fría podía transformarse. «Bajo lo nuclear, un orden pacífico», creímos, así como otros prometían «bajo el pavimento, la playa». Vana quimera. Las armas nucleares eran el orden. Sin ellas hay que reconstruir todo.

Indice: I- ¿Un orden sin paz?. II- El fin del vértigo. III- El crepúsculo de las armas. IV- El fin de los vínculos. V- La economía: ¿Un orden natural?. VI- La utopía jurídica. VII- ¿El derecho en pugna con la paz?. VIII- Las guerras de la necesidad. IX- El fin de las guerras limitadas. X- El imperativo de doctrina. XI- Fundamentos. Bibliografía.