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Ed. Tusquets, año 2011. Tamaño 21 x 14 cm. Estado: Nuevo. Cantidad de páginas: 200
Nijinsky, en Nueva York, entre 1910-1912, leyendo una partitura; más arriba, el delgado Virgilio Piñera, casi fuera de cuadro por efecto del corpulento Alejo Carpentier; a la derecha, un dibujo de José Martí y, en el centro, sus padres, en otro añejo marco. Son fotografías que Abilio Estévez (La Habana, 1954) contempla en la pared de la sala en la que escribe, obrador de donde acaba de salir El bailarín ruso de Montecarlo, cuarta novela tras la aclamada trilogía encabezada por Tuyo es el reino (1999).
La historia del experto en el libertador José Martí de visita a España para una conferencia y que arrastra (uno de los hallazgos del relato) la imagen recurrente en sus recuerdos de un amigo bailarín ensayando en un hotel desvencijado está llamada a señalar un recodo en el camino literario del autor cubano.
Augusto de Moreas, el maduro protagonista, quema su pasaporte, desaparece y se instala mal que bien en una humilde pensión en Barcelona, donde compartirá esperanzas vanas con la dueña, siendo así el primer personaje de Estévez que logra con éxito escapar del mundo habanero. «La huida es uno de los grandes temas de mi país, el más desgarrador porque ¿qué hay más triste que un país en el que nadie quiere estar?». Y se expande sobre la fuga, que en Cuba llega al extremo del «insilio: estás dentro y mentalmente no estás».
La victoria del personaje, de alguna manera, es quizá la de su creador. «A mí el desarraigo me ha costado mucho porque salí de Cuba con 46 años y a esa edad…». Y mirando la caótica hilera de libros que reducen el pasillo, una biblioteca que ha reconstruido («tuve que dejarla allá, me vine con dos o tres libros; quien puede me va trayendo»), admite: «Siento que Cuba ya para mí es imposible; tengo 56 años y… El país que fue nunca será». ¿Ni con la salida de Fidel Castro? «Es como en El otoño del patriarca: como no saben si está muerto o no, sigue mandando; Fidel está tan en el imaginario colectivo que todo sigue igual, se está como en 1992 y con esta crisis ni con pesos convertibles se consigue comida me dicen. No, no espero grandes cambios».
Alertado por el autor -«a veces cargo demasiado mis libros de simbolismo»-, hay que mirar en la trastienda de la elección de Martí y de Barcelona. «Batista, Fidel…, todos se apropiaron de Martí hasta el extremo de que hoy ya no entiendes lo que es ser martiano y así todo un símbolo de la patria lo identificas con la retórica del poder». ¿Y la ciudad, elogiada? «Barcelona, y dejémoslo ahí, me ha salvado literalmente».
Un libro de fotos de Walker Evans sobre Cuba, otro de Justo Carrillo (Cuba, 1933) u obras por doquier de Lezama Lima se imponen entre los amasijos de papel. «Siempre siento la nostalgia de estar en otro lugar; de pequeño, me encerraba para imaginar otros mundos, cogía un atlas y marcaba lugares donde querría estar». ¿Y detrás? «Quizá un disgusto conmigo mismo, un no querer ser yo y una manera de rebelarse ante circunstancias que te pasan».
Sabiendo que nunca formará parte de la compañía de ballet a la que aspira, en medio de la catástrofe se entrena sin barra ni parquet, solo y en un hotel deshabitado un amigo del protagonista, ambos mozos, recuerdo recurrente de brutal fuerza. «Es el ballet como metáfora de la perfección; lo que decía la bailarina Alicia Alonso: dominar la técnica y, luego, extender la ilusión de la facilidad; a lo mismo debe aspirar la literatura, el lector no ha de percatarse del trabajo que hay atrás: la vida es ardua, no hace falta que se sepa que es dolorosa».
En un momento, el protagonista piensa: «Una biografía debe consistir, a lo sumo, en la historia de un encuentro». Estévez tiene el suyo. «Nací dos veces y la segunda fue cuando conocí a Virgilio Piñera; ese encuentro propició todos los demás», dice el escritor evocando las tertulias literarias en un jardín, con vídeos de óperas, antes de que la policía las clausurara y luego vinieran cuatro días de calabozo por supuesta denuncia de alteración del orden público, juicio que no se vio hasta años después. Las secuelas: pavor al timbre de la puerta y no contestar al móvil.
Habla Abilio Estévez con fraseología breve, la misma que impregna El bailarín ruso de Montecarlo, alejada de esa hasta hoy prosa más barroca y alejocarpentiana.
«Uno se ajusta con los años, no requiero de tres adjetivos para explicar nada, deseo mostrar la honradez con la que trabajas el material; eso me parece más importante que el falso brillo, que la cohetería artificial». Escribe ahora poesía, dice mientras se fija en unas fotos de su amiga Rosario Suárez, ex primera danzarina en La Habana. «Igual soy un bailarín frustrado», resume mirándola. Igual.