París, 11 de septiembre de 1903

Aprendo a ver. No sé por qué, todo penetra en mi más profundamente, y no permanece donde, hasta ahora, todo terminaba siempre. Tengo un interior que ignoraba. Así es desde ahora. No sé lo que pasa.

Hoy, al escribir una carta, me ha chocado el hecho de que estoy aquí solamente desde hace tres semanas. Otras veces tres semanas, en el campo por ejemplo, parecían un día; aquí son años. Por lo demás, no quiero escribir más cartas. ¿Para qué decir a nadie
que cambio? Si cambio, ya no soy el de antes, y si soy otro que el que era, es evidente que ya no tengo relaciones. Y por lo tanto no quiero escribir a extraños, a gentes que no me conocen.

¿Lo he dicho ya? Aprendo a ver. Sí, comienzo. Todavía va esto mal. Pero quiero emplear mi tiempo.

Sueño, por ejemplo, que todavía no había tenido conciencia del número de rostros que hay. Hay mucha gente, pero más rostros aún, pues cada uno tiene varios. Hay gentes que llevan un rostro durante años. Naturalmente, se aja, se ensucia, brilla, se arruga, se ensancha como los guantes que han sido llevados durante un viaje. Estas son gentes sencillas, económicas; no lo cambian, no lo hacen ni siquiera limpiar. Les es suficiente, dicen, y ¿quién les probará lo contrario? Sin duda, puesto que tienen varios rostros, uno se puede preguntar qué hacen con los otros. Los conservan. Sus hijos los llevarán. También sucede que se los ponen sus perros. ¿Por qué no? Un rostro es un rostro.

Otras gentes cambian de rostro con una inquietante rapidez. Se prueban uno después de otro, y los gastan. Les parece que deben de tener para siempre, pero apenas son cuarentonas y ya es el último. Este descubrimiento lleva consigo, naturalmente, su tragedia. No
están habituados a economizar los rostros; el último está gastado después de ocho días, agujereado en algunos sitios, delgado como el panel, y después, poco a poco, aparece el forro, el no-rostro, y salen con él.

Pero la mujer, la mujer: estaba toda entera caída hacia delante, sobre sus manos. Era en la esquina rue Norte-Dame-des-Champs. En cuanto la vi me puse a andar despacito. Cuando las pobres gentes reflexionan no se las debe molestar. Tal vez lleguen a encontrar lo que buscan. La calle estaba vacía; su vacío se aburría, retiraba mi paso de debajo de mis pies y chasqueaba con él, al otro lado de la calle, como con un zueco. La mujer se asustó, se arrancó de sí misma. Demasiado de prisa, demasiado violentamente, de manera que su cara quedó en sus dos manos. Pude verlo, y ver su forma vaciada. Me costó un esfuerzo indescriptible quedarme en esas manos, no mirar hacia aquello de que se había despojado. Me estremecí al ver un rostro tan de adentro, pero me daba más miedo la cabeza desnuda, desollada, sin rostro.

Tengo miedo. Hay que hacer algo contra el miedo cuando se apodera de nosotros. Sería demasiado terrible caer aquí enfermo, y si alguien tratase de hacerme llevar al Hotel-Dieu, seguramente moriría.

Este distinguido hotel es muy antiguo. Ya en la época del rey Clodoveo se podía morir en algunos lechos. Ahora se muere en quinientas cincuenta y nueve camas. En serie, naturalmente. Es evidente que, a causa de una producción tan intensa, cada muerte individual no queda tan bien acabada, pero esto importa poco. El número es lo que cuenta. ¿Quién concede todavía importancia a una muerte bien acabada? Nadie. Hasta los ricos, que podrían sin embargo permitirse ese lujo, comienzan a hacerse descuidados e indiferentes; el deseo de tener una muerte propia es cada vez más raro. Dentro de poco será tan raro como una vida personal. Dios mío, es que está todo hecho. Se llega, se encuentra una existencia ya preparada; no hay más que revestirse con ella. Si se quiere partir, o si se está obligado a marcharse: sobre todo ¡nada de esfuerzos! «Voilà votre mort, monsieur!» Se muere según viene la cosa, se muere de la muerte que forma parte de la enfermedad que se sufre (pues desde que se conocen todas las enfermedades se sabe perfectamente que las diferentes salidas mortales dependen de las enfermedades, y no de los hombres: y el enfermo, por decirlo así, no tiene nada que hacer).

Cuando pienso en mi casa (donde ya no hay nadie) me parece siempre que antes debió ser de otro modo. Antes, se sabía -o, tal vez, solamente se sospechaba- que cada cual contenía su muerte, como el fruto su semilla. Los niños tenían una pequeña; los adultos,
una grande. Las mujeres la llevaban en su seno, los hombres en su pecho. Uno tenía su muerte, y esta conciencia daba una dignidad singular, un silencioso orgullo.

Todavía mi abuelo, el anciano chambelán Brigge, llevaba -ello era palpable- su muerte consigo. ¡Y qué muerte! De dos meses de duración, y tan ruidosa que se la oía hasta en la casa de labor.

La vieja y antigua casa señorial era demasiado pequeña para contener esta muerte; parecía necesitar que le añadiesen alas, pues el cuerpo del chambelán crecía cada vez más; quería ser conducido sin cesar de una habitación a otra y estallaba en có1eras terribles cuando no habiendo aun acabado el día, ya no quedaban más salas adonde llevarlo. Entonces había que subirlo a lo alto de la escalera con todo el séquito de criados, doncellas y perros que tenia siempre a su alrededor; y, dejando paso al intendente,
invadían la cámara mortuoria de su santa madre, conservada exactamente en el estado en que la muerta la había dejado hacia veintitrés años, y donde nadie estaba autorizado para entrar.

Pero ahora todo el tropel hacía irrupción. Se descorrían las cortinas, y la luz robusta de una tarde de verano examinaba todos estos objetos tímidos y asustadizos, y se movía torpemente en los espejos que volvían a abrirse de improviso. Y no por ello las gentes lo tomaban con menos gusto. Había doncellas que, de pura curiosidad, ya no sabían dónde meter las manos, criados jóvenes que abrían mucho los ojos por todo, y otros, más viejos, que andaban de un lado para otro tratando de recordar lo que habían oído decir de esta habitación cerrada, donde tenían hoy, por fin, la dicha de penetrar.

Si alguien se hubiese preguntado cuál era la causa de todo esto y quién había hecho venir a esta habitación, tanto tiempo vigilada con inquietud, todo el terror de la destrucción, sólo habría tenido una respuesta para esa pregunta: La Muerte.

La muerte de Christoph Detlev vivía ahora en Ulsgaard, desde hacía largo, largo tiempo, y hablaba a todos y exigía. Exigía ser llevada, exigía la habitación azul; exigía el saloncito, exigía la sala grande. Exigía los perros, exigía que se riese, que se hablase, que se jugase, que se callase, y todo a la vez. Exigía ver amigos, mujeres y muertos, y exigía morir ella misma: pedía. Exigía y gritaba.

Y cuando pienso en otros que he visto o de los que he oído hablar, siempre es igual. Todos tienen su muerte propia. Esos hombres que la llevaban en su armadura, en su interior, como un prisionero: esas mujeres que llegaban a ser viejas y pequeñitas, y tenían una muerte discreta y señorial sobre un inmenso lecho, como en un escenario, ante toda la familia, los criados y los perros reunidos. Si ni siquiera los niños, aun los más pequeños, tenían una muerte cualquiera para niños; se concentraban y morían según lo que eran, y según aquello que hubieran llegado a ser…