Ed. Losada, año 2002/2003. Tamaño 23,5 x 15,5 cm. Estado: Nuevo. Cantidad de páginas: 1442

TOMO I

Cuentos, Horacio Quiroga154Por Jorge Lafforgue

Once libros, más un texto escolar en colaboración, un abultado epistolario, incursiones en cine y teatro e innumerables artículos, relatos y cuentos publicados en diarios y revistas y no recogidos en libros conformaron la producción literaria de Horacio Quiroga. De ese material, los seis libros que integran el presente volumen son aquellos que le labraron fama firme y duradera. No son, sin embargo, lo único valioso que escribió el salteño, porque su novela Historia de un amor turbio, cuentos como “Los perseguidos”, “El hijo” o “Los precursores”, que no figuran en ellos, y no pocas de sus cartas bien merecen formar parte del núcleo privilegiado de su obra; y a la inversa, algunos de los cuentos de este volumen podrían no considerarse dentro del conjunto de sus textos señeros.

Sea como fuere, son estos seis libros los que han erigido a Horacio Quiroga (1878-1937) en fundador del cuento moderno en América latina. Los seis aparecieron en un lapso de diez años: de 1917 a 1926 (Cuentos de amor de locura y de muerte, 1917; Cuentos de la selva, 1918; El salvaje, 1920; Anaconda, 1921; El desierto, 1924; Los desterrados, 1926). Aunque es sabido que varios de los cuentos de esos libros remontan su contacto con el público lector a varios años antes: los primeros datan de 1906 (en octubre de ese año se publica “Los buques suicidantes” en Caras y Caretas, la misma revista que acogerá el 4 de julio de 1925 “Los proscriptos”, cuento que cambió su título por “Los desterrados” al incorporarse al libro epónimo un año después). Así, el arco temporal se extiende a veinte años de producción ininterrumpida, años que constituyen el momento central en la gestación y consolidación de su narrativa. Porque la narrativa de Quiroga se inicia hacia fines del siglo XIX, en plena etapa modernista, y se va cerrando con una serie de apuestas, claramente preanunciadas en Los desterrados.

A lo largo de esos veinte años podemos observar un desarrollo no lineal, lleno de marchas y contramarchas, de recovecos y sorpresas, pero que básicamente podría definirse como el pasaje de la búsqueda al logro, y de éste a la insatisfacción y a una nueva búsqueda, que permanece abierta. Apelando a una suerte de metáfora, diría que él va apartando las brumas del horizonte hasta que en éste sólo queda la plenitud solar, pero se siente incómodo ante ese paisaje sin sombras y comienza a tentar el derrumbe de la luz o, tal vez, a transitar por los claroscuros del atardecer hacia la inexorable noche lunar.

Para decirlo de otra forma, a partir del cuento “poético”, que cultivó durante sus años de formación, bajo los manes del decadentismo francés y el modernismo -Gutiérrez Nájera, Darío, Lugones-, fue haciendo un rápido aprendizaje de las normas del cuento moderno, tal como habían sido pautadas, en particular por Edgar Alian Poe. En este aprendizaje confluyeron lecturas tan diversas como Kipling y Dostoievski, pero también su consecuente decisión de trabajar para las publicaciones masivas de la época y, por otra parte, su siempre recordada experiencia en la selva misionera.

Como lo hiciera para el ámbito anglosajón su maestro norteamericano, Quiroga modelará una poética para el cuento en lengua española. Mejor que una poética, una práctica que reconocerá etapas distintas: primero, la asimilación de las características enaltecidas por aquél -entre las cuales, el golpe de efecto final no es el menor-; cuentos como el mencionado “Los buques suicidantes”, o los que en el libro se hallan antes y después del mismo: “El almohadón de pluma” y “La gallina degollada”, son claros ejemplos de una notable captación de técnicas narrativas hasta entonces inéditas en nuestro idioma; pero ya “La insolación”, como en otro registro “Los perseguidos”, ambos textos publicados en 1908, están indicando algo más que un diestro aprendizaje de los elementos constructivos del relato: las alucinaciones que sufren sus protagonistas, pese a su diversidad, tienen un espesor dramático que no es sólo producto del efecto buscado sino de una lógica interna -o una ruptura de la lógica manifiesta- sin concesiones, inexorable.

Esta labor que años después el propio Quiroga consignara como dogma en su “Decálogo del perfecto cuentista” y otros apuntes teóricos, pero que se muestra en todo su esplendor en cuentos como los dos antes citados o «A la deriva», «El desierto» y «Yaguaí», entre otros, aparecidos a lo largo de aquellos años. Sin embargo, «Un peón», por ejemplo, con sus microhistorias y sus ramificaciones, o los siete cuentos que integran la sección «Los tipos» de su gran libro del 26, desfelcados y a la vez complementarios entre sí, o los textos que se han recogido en «De la vida de nuestros animales», estampas muy cercanas a la oralidad, pruben que Quiroga no se había sentado sobre los laureles. Había aprendido y dominado, hasta ser un verdadero maestro, los mecanismos del cuento cerrado (las fórmulas enunciadas por Poe que sustentaron las mejores prácticas del relato occidental en el siglo XIX); pero secretas inquietudes -de las que él ni siquiera tuvo una clara conciencia- lo llevaron a probar otros caminos, sendas que se abrían hacia nuevos horizontes narrativos (para sólo mencionar un ejemplo: el cruce cine/literatura o de cómo el lenguaje de la imagen trabaja sobre su escritura y la subvierte).

INDICE
Prólogo. Seis libros fundamentales, por Jorge Lafforgue
CUENTOS DE AMOR, LOCURA Y MUERTE
Una estación de amor
El solitario
La muerte de Isolda
La gallina degollada
Los buques suicidantes
El almohadón de pluma
A la deriva
La insolación
El alambre de púa
Los mensú
Yaguí
Los pescadores de vigas
La miel silvestre
Nuestro primer cigarro
La meningitis y su sombra
Apéndice: Tres cuentos suprimidos a partir de la tercera edición
Los ojos sombríos
El infierno artificial
El perro rabioso
CUENTOS DE LA SELVA PARA NIÑOS
La tortuga gigante
Las medias de los flamencos
El loro pelado
La guerra de los yacarés
La gama ciega
Historia de dos cachorros de coatí y de dos cachorros de hombre
El paso del Yabebirí
La abeja haragana
EL SALVAJE
El salvaje
Una bofetada
Los cazadores de ratas
Los inmigrantes
Los cementerios belgas
La reina italiana
La voluntad
Cuadrivio laico
Tres cartas…y un pie
Cuento para novios
Estefanía
La llama
Fanny
Lucila Strinberg
Un idilio
ANACONDA
Anaconda
El simún
Gloria tropical
El yaciyateré
Los fabricantes de carbón
El monte negro
En la noche
Polea loca
Dieta de amor
Miss Dorothy Phillips, mi esposa
Apéndice: Tres cuentos suprimidos a partir de la tercera edición
El mármol inútil
Las rayas
La lengua
El vampiro
La mancha hiptálmica
La crema de chocolate
Lo cascarudos
El divino
El canto del cisne
EL DESIERTO
Parte I
El desierto
Un peón
Parte II
Una conquista
Silvina y Montt
El espectro
El síncope blanco
Parte III
Los tres besos
El potro salvaje
El león
La patria
Juan Darién
LOS DESTERRADOS
-EL AMBIENTE
El regreso de Anaconda
-LOS TIPOS
Los desterrados
Van-Houten
Tacuara-Mansión
El hombre muerto
El techo de incienso
La cámara oscura
Los destiladores de naranja
Notas sobre los textos
Vocabulario
Indice cronológico de todos los cuentos
Indice de ilustraciones
Indice general

TOMO II

Cuentos, Horacio Quiroga155Por Pablo Rocca

Con Horacio Quiroga (1878-1937) suele establecerse una peligrosa asociación entre el hombre, la obra y el medio. Varias razones contribuyen a este vínculo que no es fácil evitar, que hasta punto parece tener una indiscutible pertinencia y que, por último, afecta a una significativa porción de sus cuentos. Los que se recogen en este volumen abarcan casi todo el ciclo de la vida creativa del escritor, por lo que conviene hacer algunas puntualizaciones sobre los lazos entre su formación, sus peripecias y sus opciones de producción artística.

Para empezar, una consideración sobre la actualidad. En principio, los eventuales lectores rioplatenses de Quiroga saben, hoy, de los desgraciados episodios que ocurrieron en su biografía. Estos datos, que la memoria del menos atento retiene con facilidad, han sido harto publicitados por maestros y profesores, por las crónicas y gacetillas periodísticas y hasta por algunos filmes y telefilmes de variable éxito. Se trata de un conjunto de acontecimientos que compromete la muerte violenta de su padre (nunca bien aclarada), los suicidios de su padrastro, de su primera mujer, el suyo propio y, para colmo de estupores, también la autoeliminación de sus tres hijos y la de algunos célebres directamente vinculados al escritor (Alfonsina Storni, Leopoldo Lugones). Tanta desgracia acumulada en un solo individuo y en sus seres más inmediatos, tantos enigmas, tamaña serie macabra —que sólo ella lo ubicaría como un caso singularísimo en cualquier literatura—, han hipnotizado a una generación de receptores o de espectadores del mito. Pero hay más. Desde una mirada algo ingenua, la poderosa tentación biografista se refugia, o se proyecta, en el mejor conocido y mayoritario sector de los relatos quiroguianos: el de asunto montaraz, en los que, por cierto, se postula un contrato de estricta verosimilitud entre historia y ambiente.

Ya pasó algo más de sesenta años desde que Quiroga se inyectó cianuro por vía intravenosa para terminar con ese cuerpo castigado al que, de todas formas, el cáncer iba a destruir en poco tiempo. No obstante, está claro que parte de su obra sigue gravitando -y sigue cautivando- como la de muy pocos de sus contemporáneos. Si se necesitan pruebas para someter una literatura (o a una porción muy significativa de ella) a la condición de clásica, fuera de Jorge Luis Borges y tal vez de Juan Carlos Onetti, no hay otro ejemplo en las letras rioplatenses del primer medio siglo que sortee mayores escollos que la del uruguayo tempranamente radicado en Argentina.

Las ediciones de sus libros se multiplicaron sin cesar en las dos capitales del Plata, así como en España, en México y en traducciones a casi todas las lenguas; su vida y muchos de sus textos han sido llevados al cine en múltiples ocasiones, de sus relatos se han hecho historietas y adaptaciones dramáticas.

Como se sabe, para convertirse en escritor hay que pasar por un largo y arduo proceso. Quiroga cumplió a cabalidad con esa regla. Atravesó la condición de epígono del decadentismo francés y del modernismo hispanoamericano, en su versión hegemonizada por el modelo lugoniano. Recorrió esta etapa inaugural en las páginas de los modestos periódicos salteños, como Gil Blás y Revista del Salto (entre 1897 y 1900). Supo abandonar, airoso, el espejismo juvenil que le hizo creer que para hacerse artista alcanzaba con ir a París. Porque ese sueño, en rigor, se hizo pesadilla en una breve temporada del año 1900, cuando se vio obligado a regresar desde la capital francesa mucho antes de lo previsto. Desembarcó en Montevideo, según lo apreciaron sus amigos y biógrafos, con unas ropas gastadas y con el aditivo de una barba renegrida que le cubrirá el rostro para siempre. Todavía en 1901, cuando publicó la colección de poemas y narraciones breves «Los arrecifes de coral», no había hallado la salida, aunque en esas páginas está prefigurada su inmediata carrera. Todavía estaba en pleno aprendizaje.

Por intermedio de las lecturas de Edgar Poe, Guy de Maupassant, Rudyard Kipling, Fedor Dostoiewski o Anton Chéjov, el joven escritor rioplatense advirtió que el horor, el dolor, el riesgo y los abismos interiores podían hacerse escritura con un registro propio y de acuerdo a las pautas sociales y humanas de esta América. Esos “contactos” literarios se sumaron a las aventuras y desventuras personales que no podían dejar de transformarlo. En ese cambio inciden, antes que nada, dos factores combinados: un accidente personal y una profunda mutación en la industria culturalo argentina. Dicho de otro modo: el modernismo torremarfilista de «Los arrecifes» y otros textos aledaños, no sólo sería superado a causa de las presiones metropolitanas de las modas literarias, sino que el propio medio en que se hace literatura obliga al escritor a modificar su lenguaje, a reconsiderar su poética.

A comienzos de 1902, Quiroga mató en forma accidental a su entrañable amigo Federico Ferrando. Se lo detuvo y, a los pocos días, verificada la ausencia de culpabilidad, fue absuelto y liberado. Pero Quiroga no soportó seguir viviendo en aquel aldeano Montevideo en el que, a cada paso, sólo tendría donde poner los ojos para hallar —como en el poema de Quevedo— “recuerdos de la muerte». A poco de llegar a Buenos Aires, inició su colaboración activa en las revistas porteñas de actualidades, El Gladiador, Caras y Caretas, PBT, más tarde en Plus Ultra, El Hogar y otras. En ellas publicará casi cuatro centenares de cuentos y artículos, entre el 13 de marzo de 1903 y el 1° de enero de 1937.

En suma, de un golpe, y simultáneamente, al promediar la primera década del siglo, Quiroga se encontró con la desgracia que selló su carácter, con la literatura que necesitaba leer -y que sus predecesores conocían poco o mal—, con el arrojo que lo templa y las nuevas reglas del mercado en plena transformación. Estas últimas aportan novedosos instrumentos y nuevos públicos para enseñarle a escribir de otra manera. En efecto, hacia 1910, Quiroga tiene un público consolidado y medios periodísticos que ajustan el espacio a emplear (en general no admiten textos que superen más de una página) y, por lo demás, pagan por su colaboración. En consecuencia, el escritor tiene que inventar un estilo no muy sofisticado para lectores que quieren entretenerse, pero a los que procura darles algo más que un pasajero deleite.

De a poco, aprende que hay mucho más allá de la cuidad cosmopolita y los libros. Sus incursiones por el Chaco (1904-1905) y las primeras visitas a Misiones, serán una verdadera epifanía: el descubrimiento de lejanas regiones olvidadas por los «civilizados» que le permiten hallar una zona secreta de sí mismo. A consecuencia de esta comunión y merced a una destreza técnica ya adquirida en sus lecturas, en la faena periodística y en la redacción de sus textos primigenios (muchos de los que incluirá en «El crimen del otro», 1904), crecerá una nueva experiencia estética que, sin demoras, llegará a predominar en su proyecto.

Martha Canfield ha señalado que en los primeros cuentos «de monte» y, en particular, desde “La miel silvestre’’ (21/1/1911, incorporado a Cuentos de amor, de locura y de muerte, 1917), la selva representa para Quiroga “un lugar sagrado donde el hombre, arrancado de su origen y pervertido en su naturaleza originariamente buena, es llamado a probar su propia condición. (…) La selva se parece a la isla de Robinson [Crusoe] porque «aísla» de la civilización e impone una vida más ruda y más verdadera». Quienes provengan de la ciudad, es decir del espacio «contaminado” por las impurezas del capitalismo industrial y la vida burguesa que aliena al sujeto, que lo convierte en un individuo competitivo, presumido y decadente -como acontece en “Una estación de amor” (13/1/1912)-, son observados por el narrador con inclemencia y aun con desprecio. El hombre natural, el que confía en sus fuerzas y posibilidades, el que se acerca a la naturaleza para aprender de ella y luego dominarla, pero sin mas violencias que las propias leyes que ésta impone, sólo ése puede hacer del desierto un paraíso. Por eso los animales y las plantas adquieren jerarquía de personajes o de núcleos de otros textos que lindan con lo puramente ficcional, como en los hiperconocidos «Cuentos de la selva» (1918) -incluidos en el volumen anterior de estas Obras— o en las series «Cartas de un cazador» y «De la vida de nuestros animales», escritas y publicadas en revistas entre 1922 y 1925.

Pero el embrujo de la selva no lo ciega, ni siquiera —contra lo que indica el lugar común— lo sume por completo en la escritura de narraciones de ese ambiente. Desde esta verificación, es posible zafar de la trampa de la lectura mecanicista antes aludida, la que identifica los términos de hurañía del escritor en la selva con los temas y atmósferas que allí se manifiestan, la que asimila las muertes que pautan los días de Quiroga con la reiteración obsesiva del problema en sus ficciones. Porque a partir de esa época su ritmo de producción se hace muy intenso y, también en este período de maduración, Quiroga se siente cómodo alternando las historias “urbanas” con las “de monte», alineando un conjunto que, luego, irá distribuyendo en los volúmenes Cuentos de amor de locura y de muerte (1917), El salvaje (1920), Anaconda (1921), El desierto (1924), Los desterrados (1926) y Más allá (1935). Además de dos novelas divulgadas en formato libro (Historia de mi amor turbio, 1908; Pasado amor, 1929) y otras tantas de este género publicadas como folletín.

El presente tomo recoge los cuentos del último título que el autor publicó en vida, así como aquellos que nunca pudo (o nunca quiso) compilar. Para comprobar la mencionada alternancia en estos casos, véase, por ejemplo, lo ocurrido sólo en el primer semestre de 1906. En todo el año publicó en Caras y Caretas ocho narraciones breves, de las cuales más tarde juntó tres en diferentes libros: “Los buques suicidantes” (27/X, en Cuentos de amor…), “La lengua” (17/XI, en Anaconda) y “Cuento laico de Navidad” (29/XÍI, refundido en “Corpus”, de El salvaje). El 6 de enero aparece “El gerente», un cuento típicamente ciudadano y violento, con una dosis de enigma policial —diálogos que retardan la acción, relato en primera persona aderezado por comentarios marginales— que conduce hacia un final “de efecto”, según la norma que aprendió de Poe. El 31 de marzo Quiroga se mueve hacia el monte con la estampa narrativa “De caza”; el 19 de mayo con “Mi cuarta septicemia (Memorias de un estreptococo)” se introduce en la narración seudocientífica.

INDICE
Prólogo
I- MAS ALLA
Una estación de amor
El vampiro
Las moscas
El conductor del rápido
El llamado
El hijo
La señorita leona
El puritano
Su ausencia
La bella y la bestia
El ocaso
II- CARTAS DE UN CAZADOR
El hombre frente a las fieras
Caza del tigre
La caza del tatú carreta
Cacería del yacaré
Cacería de la víbora de cascabel
Cacería del hombre por las hormigas
Los bebedores de sangre
Los cachorros del aguará-guazú
El cóndor
Cacería del zorrino
Cartas de un cazador
-Cartas de un cazador de fieras en que relata sus aventuras
Para los niños
III- DE LA VIDA DE NUESTROS ANIMALES
La yararacusú
El monstruo
La araña pollito
El yaciyateré
El vampiro
La hormiga león
La ñandurihé
El cascarudo tanque
El coatí
La vitalidad de las víboras
La hormiga minera
Los tatetos
La avispa colorada
El pique
El tigre
El aguaraguazú
Los catorce millones de víboras del señor Casado
La ñacaniná
Los cuervos
El boa
La palmera
La ura
El surucuá
La corrección
Los estranguladores
El caguaré
Perros de monte
La enredadera de flor escarlata
El puma
Ratas de campo
Las pequeñas molestias del monte
El urutaú
Pluma alta
Cuadro final
IV- CUENTOS DISPERSOS
Fantasía nerviosa
Religiosa
Secreto robado
Para noche de insomnio
Reproducción
Episodio [I]
Ilusoria, mas enferma
Charlábamos de sobremesa
Los amores de dos personas exaltadas (o sea, la mujer que permaneció niña y el payaso que permaneció hombre)
Almas candidas
Europa y América
El gerente
De caza
Mi cuarta septicemia (Memorias de un estreptococo)
El lobisón
La serpiente de cascabel
En el Yabebiry
Episodio [II]
El globo de fuego
La compasión
El mono ahorcado
La ausencia de Mercedes
Una historia inmoral
Recuerdos de un sapo
Un novio difícil
La vida intensa
Lógica al revés
La defensa de la patria
La madre de Costa
Las voces queridas que se han callado
Junto a la madre muerta
El galpón
Los chanchos salvajes
Los guantes de goma
Las Julietas
O uno u otro
Un chantaje
Para estudiar el asunto
En un litoral remoto
Los pollitos
El siete y medio
Suicidio de amor
Cuento para estudiantes
Las siete palabras
La igualdad en tres actos
El balde
El machito
Las hormigas carnívoras de Misiones
Los vencedores
El lobo de Esopo
Las mujercitas
Los robinsones del bosque
El compañero Iván
Los corderos helados
Sin salida
El diablo con un solo cuerno
Un simple antojo
De una mujer a un hombre
Los remos de La Gaviota
Juan Polti, half-back
Una noche de Edén
Un hecho desnudo
La yarará Newiedi
El alcohol
El hombre sitiado por los tigres
El diablito colorado
Paz
Sinfonía heroica
Argumento para una novela
Su chauffeur
Un agutí y un ciervo
Dos historias de pájaros
El cazador de monte
Los precursores
Confusa historia de una mordedura de víbora
El regreso a la selva
La guardia nocturna
Tempestad en el vacío
La lata de nafta
El llamado nocturno
Los hombres hambrientos
La hormiga minera
Su olor a dinosaurio
Tierra elegida
La joven obesa que quería vivir su vida
Jazmines y langostas
Frangipane
El invitado
La tragedia de los ananás
Un caso de visión a distancia
La capa escarlata
Indice de ilustraciones
Indice general