Los años sesentas han quedado caracterizados como un período de inusitada libertad y enormes esperanzas; como una etapa en que el mundo era joven y existía una relación casi inmediata entre el deseo y su realización. Una multicitada consigna del Mayo francés condensó esta creencia de manera ejemplar: «Sed realistas, pedid lo imposible».
Mas si esa representación resultó exitosa no es solo como producto de nostálgicas evocaciones retrospectivas enunciadas desde tiempos desencantados. En rigor, para su construcción existieron razones materiales y simbólicas que se conjuntaron de modo peculiar en los diferentes espacios nacionales.
Y es que, pasados los efectos más gravosos de la segunda posguerra, se instaló en el mundo una corriente de optimismo generalizado, en el seno de una onda económica expansiva y donde cada quien confiaba en el triunfo de su propio proyecto total: desde Nikita Jruschov al creer en la superación de la economía capitalista por la soviética, el maoísmo en su afán por construir «el otro
comunismo», el presidente Lyndon Johnson con su programa para la consumación de la Great Society, o el alzamiento anticolonialista en expansión que de la guerra de Argelia a la de Vietnam rediseñaba el mapa del mundo, hasta las caravanas de hippies que celebraban la paz y el amor en su huida del «infierno tecnológico» hacia la India o a las zonas del peyote mexicano.
Se experimentaron así una serie de profundos cambios conectados con la modernizaci6n de la sociedad y evidenciables en patrones de comportamiento que abarcaban desde la vestimenta hasta las pautas de la sexualidad y que alcanzaron a la concepción misma de la estructura familiar. En el marco de una considerable ruptura generacional, y de la mano de una notoria psicologización del discurso social, se reconfiguraron las representaciones de los roles y características de las diversas edades. La figura del niño fue rediseñada en el interior de una trama de mayor permisividad («los hijos del Dr. Spock»), como reacción ante una cultura paternalista ahora juzgada como autoritaria y represiva, mientras la presencia de la juventud alcanzaba un alto prado de legitimidad y autorización, bien expresadas en una consigna de los estudiantes norteamericanos: «Nunca hagas caso a una persona mayor de treinta años».
Mientras el niñismo, el juvenilismo y nuevas constelaciones de ideales libertarios recomponían en profundidad la simbología y las prácticas en todo el arco occidental, la Argentina ingresaba con casi natural asincronía en parte de ese clima epocal en la segunda mitad de los 50’s, dentro de un escenario político crispado por violentos enfrentamientos derivados de la profunda escisión que
partía a la sociedad en peronistas y antiperonistas. En esos años que cubren desde la presidencia de Frondizi hasta la dictadura de Onganía, caracterizados por un altísimo grado de inestabilidad institucional, con la proscripción del movimiento político mayoritario y unas fuerzas armadas erigidas en figuras tutelares de limitados intentos democratizadores, los nuevos vientos culturales encontraron resquicios por donde penetrar a una sociedad animada de fuertes pulsiones de intolerancia.
El élan modernizador contó así con nuevos periódicos y semanarios que, como «Primera Plana», expresaron y conformaron los valores de lo nuevo. En algunos sectores sin duda minoritarios se siguió la senda marcada por el fenómeno cultural norteamericano, donde, con la inspiraci6n de Allen Ginsberg y la «generación golpeada» (beatnik), se producía la cruza de budismo zen, psicoanálisis, gandhismo y psicodelia. Con otros contenidos, y siempre gravitando con mayor fuerza en los sectores de clase media, ese espíritu innovador tuvo una expresión más notable en uno de sus ámbitos intelectuales por excelencia: la universidad. Allí la renovación fue profunda, quizás especialmente en el ámbito de las ascendentes disciplinas humanísticas y sociales. La historia social, junto con las recién creadas carreras de psicología y sociología, reclutaron numerosos adherentes y tuvieron -con José Luis Romero, Gino Germani y Enrique Pichon-Riviere o José Bleger- sus propios héroes modernizadores.
En el registro de la filosofía, las nuevas camadas de estudiantes encontraron primero en el existencialismo sartreano tópicos y estímulos que creyeron incluso idóneos para reflexionar sobre su propia realidad nacional. Siguiendo muchas veces la misma curva biográfico-intelectual de Jean-Paul Sartre, desembocaron en las primeras lecturas en clave humanista del marxismo, pronto enriquecidas por la superposición del freudismo y del estructuralismo, que ofrecieron nuevas categorías interpretativas de la realidad, en una línea que los desplazamientos teóricos de Oscar Masotta ilustraron muy precisamente.
Pero que las novedades en curso abarcaban a sectores más que universitarios lo mostraría la fulgurante trayectoria de Eudeba, la editorial de esa misma universidad porteña que en pocos años puso al alcance de un público ampliado millones de ejemplares que actualizaban las diversas temáticas. Este suceso venía a mostrar que si la Facultad de Filosofía y Letras de la UBA configuraba uno de los polos significativos de aquella renovación, en rigor formaba parte de una red mucho más vasta que dibujaba una topografía urbana cuyo recorrido permitía un fluido pasaje hacia librerías como Verbum, Galatea u otras de la calle Corrientes, algunos bares de la bohemia intelectual, el Instituto Di Tella, los teatros independientes, el cine Lorraine y ciertos cinecubles donde se reiteraban los ciclos de Bergman, Godard, Truffaut o Antonioni.
Este ambiente innovador y a veces experimentalista convivía con la otra alma de los años sesentas, definida por la fuerte pregnancia de la política. En la Argentina, ese escenario estuvo montado en torno de «la cuestión peronista» y, en escala latinoamericana, por la enorme influencia de la revolución cubana. En el primer aspecto, una nota distintiva consistió en la relectura del peronismo encarada por la izquierda, que en sus terminales iba a generar el encuentro de nacionalismo, populismo
y marxismo. En cuanto a la influencia cubana, el mismo afán de transformación señalado en el terreno cultural se hallaba presente en los proyectos políticos, que tras la estrella en ascenso de la Revolución concluían que había llegado la hora de solidarizarse con la suerte de esos «condenados de la tierra» cuyas contundentes razones Franz Fanon vení de revelar. Fue así como el aura inconmensurable de una revolución ahora realizada en tierras latinoamericanas produjo consecuencias político-culturales formidables sobre extensas capas de la intelectualidad argentina.
De modo que en años cuando algunos de los faros rebeldes para los jóvenes norteamericanos eran el poeta anarquista utópico Paul Goodmany la sociología activista de C. Wright Mills en tanto crítico del american way of life, en esos años confiados en escala planetaria en la proximidad de cambios radicales, en nuestro país el optimismo de los sixties fue trasladado como en otras latitudes a la arena de la política. Podrá leerse entonces que se estaba viviendo una etapa tumultuosa en la que millones de hombres habran dejado de confiar en el determinismo férreo de la historia y decidido aplicar su voluntad transformadora para no padecerla como un destino. Súbitamente, y como ideologema presente en la corriente del boom de la literature latinoamericana, hasta la naturaleza adoptaba los aires de lo real maravilloso y podía tornarse aliada del deseo de revolución.
Que no se trataba de un loco y aislado deseo era lo que podía verificarse al contemplar el espejo internacional, habitado por una oleada de movilizaciones estudiantiles y juveniles que tanto podían ocurrir en Praga o México como en Berkeley o París. Y así como esos nuevos sujetos rebeldes venían a ocupar el sitio de una clase obrera sospechada en los países centrales de haberse integrado al sistema, en 1965 y desde La Habana la Conferencia Tricontinental daba forma al otro desplazamiento del eje revolucionario hacia esos arrabales del mundo que con valoración positiva comenzaban a llamarse el «Tercer Mundo».
El ascenso del socialismo y del nacionalismo popular a escala continental junto con el ambiente de creciente radicalización política, alcanzaron con su influjo a las estructuras e instituciones más variadas, de las cuales no quedó exenta la Iglesia Católica, que, en el interior de las consecuencias del Concilio Vaticano II, vio crecer en su seno el movimiento de los curas tercermundistas, animados de una reinterpretación del mensaje bíblico en términos de teología de la liberación.
La valoración positiva de todos estos acontecimientos político-culturales resaltaba más cuando se los contrataba con los síntomas de decadencia de los poderes representativos de lo que se bautizó como el establishment en el propio país, la sucesión de golpes de Estado, la desilusión ante el frondizismo, la represión policial, y en el exterior, el fracaso de la Alianza para el Progreso, los asesinatos de John F. Kennedy y de Martin Luther King, la intervención norteamericana en Santo Domingo, el genocidio de Vietnam…
En la Argentina, todo ello alcanzó un punto de condensación en 1966 con el «shock autoritario» desencadenado por el golpe de Estado liderado por el general Onganía, cuya gravitación sobre el campo cultural fue de serias consecuencias. Y no solo por operaciones como la «noche de !os bastones largos», destinada justamente a clausurar el espacio universitario que tan proclive se había mostrado a la renovación y la politización. También porque esos gestos represivos eran parte de una mirada autoritaria incapaz de discriminar entre el modernismo experimentalista y las actitudes políticas expresamente orientadas al cambio revolucionario. Fue
así como aquella mirada tradicionalista terminó por unificar las dos almas de los sesentas, que podrían emblematizarse no sin simplificaci6n en «el alma Beatle» y «el alma Che Guevara». De modo que para combatir a esta última el régimen gobernante consideró necesario desplegar campañas contra los hoteles alojamientos o el uso de la minifalda. Fue así como pudo haber contribuido a que muchos que sinceramente querían hacer el amor hayan podido sospechar que para ello en la Argentina de los años sesentas era preciso hacer la guerra.
Lo que sí resulta indudable es que ese operativo tradicionalista incidió en el campo cultural sobre la tensión entonces instalada en la relación entre las prácticas intelectuales y políticas. Ya que incluso en la muestra Tucumán Arde, donde la vanguardia politizada cuestiona a la despolitizada del Di Tella, algunos de sus animadores intentan el gesto de mantener la especificidad de la tarea estética. Empero, en la circular con la que los artistas de «Experiencias Visuales 1968» en el Di Tella respondían a la censura gubernamental se recordaba que la misma era parte del más vasto operativo desencadenado contra la clase obrera y que, además, «esta es la tercera vez en menos de un año que la policía suplanta las armas de la crítica por la crítica de las armas».
Las respuestas de Onganía a John King casi veinte años después siguen ilustrando bien la visión cultural del gobierno de entonces: «Yo me acuerdo -evocaba el general- que alguien me contó que en la pared del Di Tella había un miembro pintado y que exhibían baños. Bueno, la idiosincrasia argentina no está preparada para este tipo de cultura. Estos intelectuales traían la cultura de afuera».
Pero en ese mismo año de 1968 estos eventos podían lucir como obstáculos solo pasajeros ante la aceleración del huracán de la historia. Los mismos diarios que informaban de la fundación de la CGT de los Argentinos daban cuenta de la incontenible ofensiva del Tet en Vietnam y, sobre todo, del grito libertario que otra vez provenía del París de las barricadas. Allá se estaría produciendo el ansiado encuentro entre política y cultura, ya que la insurgencia estudiantil en el Quartier Latin formaba familia con el predominio en el escenario filosófico de lo que se llamó «los tres filósofos de la sospecha»: Marx, Nietzsche, Freud. Para entonces, un viejo heredero de la Escuela de Frankfurt entonces residente en Estados Unidos, Herbert Marcuse, se había convertido en el guía intelectual del movimiento estudiantil insurgente acuñando la deseada síntesis del freudo-marxismo. Una de las consignas del Mayo francés (Bajo los adoquines está la playa») proviene en línea directa de esta influencia, puesto que tanto la liberación del trabajo como la del deseo podían obtenerse haciendo saltar las lápidas con que una civilización tecnocrática y burguesa los habían ofuscado.
En la Argentina, otro mayo, pero este vez de 1969, vino a cerrar el decenio, llevando al extremo las esperanzas de años no escasamente esperanzados. Entonces se verificó un Mayo francés a la criolla, cuando el tiempo político -que el general Onganía quería ver clausurado hasta transitar los tiempos económico y social- reapareció en las calles de Córdoba. En la oleada de levantamientos que siguieron su ejemplo, también se hizo gala de una imaginación sesentista, a veces animada de otro ingenio, como en el grafitti donde se leía: «Tírese una cana al aire». Y es que pocas dudas cabían de que se había alcanzado un punto de fusión sin retorno donde los diversos hilos contestatarios, cuya trama había tejido la década que se iba, habían comenzado a confluir para conducir a la victoria final. A la luz de este relámpago que atravesó la historia, el escenario iluminado pareció
indicar por un instante que de veras se ingresaba en una nueva, y tal vez definitiva, primavera de los pueblos…