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Ed. Grijalbo, año 1974. Tamaño 19 x 12 cm. Traducción de Alejandro Pérez. Estado: Usado muy bueno. Cantidad de páginas: 92

Paul Mattick nació en Alemania en 1904 y emigró a los Estados Unidos de Norteamérica en 1929. Militó en el movimiento obrero desde la adolescencia. Fue miembro de la Juventud Socialista Libre (Freie Sozialistische Jugend), de la Liga Espartaquista (Spartakusbund) de Karl Liebknecht y Rosa Luxemburg y luego, tras la escisión del Partido Comunista de Alemania, militó en el fugaz «Partido Comunista Obrero de Alemania» (Kommunistische
Arbeiterpartei Deutschland).

En los Estados Unidos editó en alemán la Gaceta Obrera de Chicago (Chicagoer Arbeiterzeitung), y luego, en inglés, las revistas Living Marxist y New Essays.

Mattick fue uno de los representantes más radicales de la llamada «izquierda de los consejos», o «comunismo de los consejos», que en seguida entró en pugna con Lenin y la III Internacional. Para Mattick, como para Pannekoek, el defecto fundamental de los regímenes de la Europa del Este y, en general, de los regímenes socialistas instaurados en países con poca formación previa de capital, es no comprender que su tarea es estrictamente burguesa, y su naturaleza la de un «capitalismo de estado». Mattick explica incluso la rigidez represiva del
régimen estaliniano por esas características del estado de Lenin, y lo expuso ya en vida de éste.

La principal obra teórica de Mattick es Marx y Keynes. La presente Crítica de Marcuse es, tal vez, su principal ensayo de teoría política marxista completamente libre de los resentimientos producidos por las luchas internas de los años 20 en el seno del movimiento comunista mundial.

«En una conferencia pronunciada en Korcula (Yugoslavia), Herbert Marcuse planteó el problema de «si es posible concebir una revolución cuando no hay necesidad vital de ella». La necesidad de una revolución, explicó, «es algo totalmente distinto de una necesidad vital de mejores condiciones de trabajo, mayores ingresos, más libertad, etc., que puede satisfacerse dentro del orden existente. ¿Por qué iba a ser la abolición del orden existente necesidad vital de gente que posee, o puede tener la esperanza de poseer, ropa de calidad, una despensa bien surtida, televisor, coche, casa propia, etc., todo ello dentro de este orden existente?» Marx, explicó Marcuse, previó una revolución de la clase obrera porque, según su modo de ver, las masas trabajadoras representaban la negación absoluta del orden burgués. La acumulación de capital destinaba a los trabajadores a una miseria social y material creciente. Por ello eran inducidos y tendían a oponerse a la sociedad capitalista y a transformarla. Pero si el proletariado ha dejado de ser la negación del capitalismo, entonces, según Marcuse, «ha dejado de ser cualitativamente diferente de otras clases, y por tanto ya no es capaz de crear una sociedad cualitativamente diferente».

Marcuse se da perfecta cuenta del desorden social existente incluso en las naciones capitalistas avanzadas y de las situaciones efectiva o potencialmente revolucionarias que hay en muchos países subdesarrollados. Pero los movimientos en los países adelantados son movimientos por las «libertades burguesas», como, por ejemplo, las luchas de los negros en los Estados Unidos. Y los movimientos en países subdesarrollados no son, manifiestamente, proletarios, sino nacionales, y tienen como objetivo superar la opresión extranjera y el atraso de sus propias condiciones. Aunque las contradicciones del capitalismo persisten todavía, el concepto marxiano de revolución ha de ajustarse a la actual situación, ya que, según Marcuse, el sistema capitalista ha logrado «canalizar los antagonismos de un modo que le permite manipularlos. Tanto material como ideológicamente, las mismas clases que fueron en un momento determinado la negación absoluta del sistema capitalista están ahora cada vez más integradas en él».

Marcuse trata por extenso el significado y el alcance de esta «integración» en su libro El Hombre Unidimensional. El hombre integrado vive en una sociedad sin oposición. Aunque la burguesía y el proletariado son todavía sus clases fundamentales, la estructura y la función de estas clases han sido alteradas de tal modo «que ya no parecen ser agentes del cambio histórico». Marcuse reconoce que, mientras que la sociedad industrial avanzada es «capaz de contener el cambio cualitativo en el futuro previsible», «existen todavía fuerzas y tendencias que pueden romper esta contención y hacer estallar la sociedad». Según su modo de ver, «domina la primera tendencia, y todas las condiciones propicias a un cambio total que puedan existir están siendo manipuladas para impedirlo». Esta situación puede ser alterada accidentalmente, pero «a menos que el reconocimiento de lo que se está haciendo y de lo que se está impidiendo subvierta la conciencia y la conducta del hombre, ni siquiera una catástrofe provocará el cambio».

El carácter de agente del cambio histórico no sólo se le niega aquí a la clase obrera, sino también a su oponente burguesa. Es como si una sociedad «sin clases» estuviera emergiendo dentro de la sociedad de clases, ya que las que habían sido antagonistas están ahora unidas en un «interés superior por la conservación y mejora del statu quo institucional». Y esto es así, según Marcuse, porque el desarrollo tecnológico —que trasciende el modo de producción capitalista— tiende a crear un aparato de producción totalitario que determina no sólo las ocupaciones, aptitudes y actitudes socialmente necesarias, sino también las necesidades y aspiraciones individuales. «Elimina la oposición entre existencia pública y privada, entre necesidades públicas y privadas», y sirve «para instituir formas nuevas, más eficaces y más agradables de control social y de cohesión social». En la tecnología totalitaria, dice Marcuse, «cultura, política y economía se funden en un sistema omnipresente que absorbe y rechaza todas las alternativas. La productividad y la capacidad de crecimiento de este sistema estabilizan la sociedad y retienen el progreso técnico dentro del marco del dominio».

Marcuse reconoce por supuesto que hay amplias zonas en las que estas tendencias totalitarias de control y cohesión no existen. Pero considera esto como una mera cuestión de tiempo, dado que estas tendencias se afirman «mediante su extensión a zonas del mundo menos desarrolladas e incluso preindustriales, y mediante la producción de semejanzas entre el desarrollo del capitalismo y el del comunismo». Como la racionalidad tecnológica tiende
a convertirse en racionalidad política, Marcuse piensa que la noción tradicional de «neutralidad de la tecnología» debe abandonarse, puesto que un cambio político puede «convertirse en cambio social cualitativo sólo en la medida en que altere la dirección del progreso técnico, o sea, desarrolle una nueva tecnología».

Marcuse, evidentemente, no describe de modo realista condiciones existentes sino más bien tendencias observables entre esas condiciones. Según él, lo que parece conducir a una sociedad totalitaria completamente integrada es el despliegue incontenido de las posibilidades del sistema actual. Impedir ese desarrollo, dice Marcuse, requeriría ahora que las clases oprimidas «se liberaran tanto de ellas mismas como de sus amos». Trascender las condiciones establecidas presupone trascendencia dentro de esas condiciones, hazaña que le está vedada al hombre unidimensional en la sociedad unidimensional. Y así concluye Marcuse que «la teoría crítica de la sociedad no posee conceptos que puedan salvar el vacío entre el presente y el futuro; como no cumple sus promesas y no deja ver éxitos, resulta negativa». Con otras palabras, la teoría crítica —o marxismo— es ahora un mero beau geste, un «testimonio»…