Aurelien (edición íntegra en 2 tomos), de Louis Aragon. Ed. Lautaro, año 1947. Tamaño 20 x 15 cm. Traducción de Arturo Serrano Plaja.
Usado muy bueno, 620 págs. Precio y stock a confirmar.

En este libro Aragon pinta la comunidad parisiense -y francesa- de 1922, durante la primer posguerra, cuando su héroe tenía treinta años: una sociedad totalmente desprovista de ideales, que ya desde entonces, sin perder minutos, comenzaba a descomponerse, a preparar, tal vez involuntaria pero fatalmente, el clima de «egoísmo colectivo» y de pre-quinta columna que tuvo rúbrica de hojalata dieciocho años más tarde, con el país subyugado por la bota prusiana. Una sociedad burguesa que dormía bajo la molicie de la línea Maginot y donde el arte, la cultura, las fiestas, los negocios y negociados, la política y la incolora existencia sin preguntas no eran sino moldes que iban confortando a las criaturas, cada una incrustada al problema personal, cada una en su microuniverso, frívolas y huérfanas del verdadero amor a los demás, a la patria, al mundo.

Intensamente humanos en su pequeñez de corral, esos seres desenvuelven alma y acción en torno a las figuras de Aurelien y de Berenice, cuyo amor va construyendo Aragón mediante un proceso donde los elementos objetivos alternan con páginas de extraordinaria factura psicológica. El epílogo lleva de pronto a los momentos de la derrota militar de 1940, producto de todas aquellas derrotas individuales.

Tarde entonces y a través de una Berenice perdida sin remedio, quizá el protagonista empiece a comprender claramente ciertas cosas: con el derrumbe de Francia, allí quedará inclusive sellada la suerte de Aurelien, un casi cincuentón ya, espejo y símbolo de generaciones frustradas que nunca tuvieron motivos ni esperanzas superiores para vivir y que a la sazón no podían tenerlos para morir.

“No le gustaban más que las morenas y Berenice era rubia, de un rubio apagado. Le gustaban las mujeres altas como él, ella era pequeña sin tener el aspecto infantil que a veces da la estatura pequeña. Sus cabellos cortados eran lacios, pálida su tez, como si la sangre no circulase bajo la piel. Sin tener baja la frente, la franja que se ponía en ella la disminuía demasiado. Lo que desconcertaba en aquel rostro de pómulos salientes eran los ojos, los ojos negros tras las pestañas descoloridas, en los que su rareza no provenía tanto de su negrura como de su aspecto abombado, como en las gacelas. Y del arco superciliar, que huía hacia las sienes, casi asiático. La boca también sorprendía: los labios tan salientes, no se atrevía uno a decir gruesos, y rojos de naturaleza en medio de aquel rostro de palidez.

Con súbitos movimientos nerviosos que replegaban las comisuras hasta hacerles tomar una expresión de dolor que nada justificaba. Labios de mujerzuela, pensó Aurelien. La nariz fina y corta, con aletas demasiado marcadas que palpitaban a la menor emoción. Parecía que los rasgos, así reunidos pertenecían a varias mujeres distintas. Lo que les daba cierta unidad era únicamente lo liso de su cara, aquella oblicuidad de las mejillas en las que resbalaba la luz logrando un dibujo perfecto, pero extraño, como si el escultor se hubiese apasionado por las mejillas, por el acabado de las mejillas; y eso a costa de todo lo demás.

Cada vez que Aurelien intentaba representarse el cuerpo de Berenice, no podía conseguirlo. Se repetía que era pequeña y eso era todo cuanto había fijado en su memoria. De haber sido contrahecha, lo hubiera notado, sin duda, como también si hubiera tenido el pecho muy amplio. Pero, en fin, esforzándose, todo cuanto conseguía recordar era el color de su vestido, nada más. Repito que no evocaba la idea de una niña; aquel cuerpo debía estar formado, debía vivir. ¿Pero cómo? Berenice disfrazaba aquel día las piernas, finas, con medias de lana, lo que a Aurelien pareció afectado. Desagradable. Lo único que le gustó de ella, inmediatamente, fue la voz.

Una voz de contralto, cálida, profunda, nocturna. Tan misteriosa como los ojos de gacela bajo aquella cabellera de maestra. Berenice hablaba con cierta lentitud. Con bruscos arranques, rápidamente reprimidos, y acompañados de resplandores en los ojos como brillos de ónix. Luego, repentinamente, parecía que la joven hubiera tenido el sentimiento de haberse delatado, los ángulos de la boca se replegaban, los labios se ponían temblorosos, y al fin todo acababa en una sonrisa; y la frase comenzada se interrumpía, encomendando a un gesto de la mano el cuidado de terminar un pensamiento audaz.

Y en ese instante toda ella parecía pedir disculpas, entonces era cuando se veía cerrarse aquellos párpados malva, y tan finos que llegaba uno a temer, verdaderamente, que fuesen a desgarrarse”.