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Ed.Tusquets, año 2006. Tamaño 21 x 14 cm. Estado: Usado excelente. Cantidad de páginas: 200

Adiós Hemingway, Padura 001Por Laura Isola

Es lícito especular que para el escritor cubano Leonardo Padura Fuentes, autor de Adiós, Hemingway, siempre es un desafío abordar el género policial. No tanto por su propia obra narrativa, que ha incursionado en las novelas de detectives, obteniendo el Premio Internacional de Novela Negra en 1995 por Máscaras y el Premio Hammett en 1998 por Paisaje de otoño, entre otros, sino porque vive y escribe en un país que no le ha dado mucha importancia a la literatura policial.

Mejor dicho: en Cuba no existe una tradición de novela policíaca, como en Inglaterra, Francia y Estados Unidos. Pero los memoriosos podrán objetar que existieron autores como Lino Novas Calvo, aunque no dejarán de recordar que sus publicaciones de cuentos de ficción en la revista Bohemia estaban travestidos de reportajes que dificultaban su lectura como puro invento.

Es verdad también que en los setenta, tan políticos y soviéticos en la isla, la literatura policial se cargó de un tinte moralizador: buenos contra malos, detectives de conducta intachable y finales aleccionadores. Mucha política y poca literatura, para decirlo en pocas palabras.

Contra esta pequeña pero pesada historia del género es que Padura se lanza a escribir algo nuevo, aunque eso sea literatura policial. “Yo sé que mis libros en muchos casos no son del gusto de determinadas personas que piensan que ésa no es la manera en que debe escribir un escritor cubano. Pero lo importante es que me permitan hacerlo y seguir viviendo en Cuba, que es una opción que yo he decidido”, declara con férrea convicción el autor de Viento de Cuaresma. Como los buenos escritores, Leonardo Padura inventa su detective fetiche, Mario Conde, y lo hace resolver los enigmas de la tetralogía Las cuatro estaciones. Pero siguiendo la línea de los mejores, en Paisaje de otoño (1998), el último texto de esa formación, el detective se retira y el autor consiente que Mario Conde se aleje de la investigación y se dedique a la literatura.

Entonces, la apuesta se redobla en Adiós, Hemingway: se trata, una vez más, de sembrar la semilla de la maldad, el crimen y la injusticia en el campo de la literatura cubana; hacer tradición mientras se escribe y, al mismo tiempo, resucitar al muerto. Mario Conde, un poco más viejo y cansado, está de nuevo haciendo de las suyas. Para Padura fue necesario que su detective fuera un tipo decente pero no carente de contradicciones. Cada caso es, además, un problema de conciencia y se respira un perfumado desencanto de la situación cubana contemporánea.

A través de Conde se retrata la primera generación educada en el socialismo cubano con la convicción de que era la gran solución a los problemas de la humanidad. En muchos aspectos esta certeza tuvo su desmentida y el ambiente cultural cubano no estuvo al margen de la crisis económica de los años noventa.

Ernest Miller Hemingway llegó a La Habana en 1928 por primera vez y en total vivió allí 22 años, entre un cuarto alquilado en el hotel Ambos Mundos y la Finca Vigía. No sólo fue su residencia adquirida después de andar en guerras europeas, sino que fue el lugar en donde escribió sus obras mayores: parte de Por quién doblan las campanas, A través del río y entre los árboles, El viejo y el mar, París era una fiesta e Islas en el Golfo.

Por su parte, para Cuba la presencia del escritor norteamericano no fue intrascendente. Se puede decir que tanto en el mundo intelectual como en la oferta turística, el autor de Tener y no tener pasó a manos cubanas. Su apellido perdió la fonética originaria y pasó a ser palabra aguda con una jota sin aspiraciones, al tiempo que ganó una miríada de investigadores y estudiosos cubanos dedicados a exaltar su figura de modo casi religioso.

También para el turismo Hemingway dio ganancias: el bar a donde iba, la baqueta en donde se sentaba, el trago que tomaba en el Florida, el cuarto en el hotel, el restaurante con el pescado como le gustaba, la Finca y el museo, las riñas de gallos y demás placeres del escritor son visita obligada para todos los visitantes.

Una vez más nada de esto le interesa a Padura. O le importa para hacer todo lo contrario. En Adiós, Hemingway lo que se cuenta son los últimos días del escritor. Cuando no tiene más fuerza, le falla la memoria y la concentración no abunda y no puede escribir. En ese momento, Mario Conde era un niño que conoció al escritor yendo con su tío a una riña de gallos. Ese recuerdo es el que se desata juntamente con el presente de la investigación sobre el hallazgo de un cadáver en la Finca Vigía con el que Conde regresará a pensar menos la resolución del enigma que la realidad cubana.

Cuando el policía mira el mar para concentrarse en la resolución del caso, no puede evitar reflexionar sobre los balseros y el éxodo cubano a Estados Unidos, principalmente. Pero no observa sólo una orilla: del otro lado se exagera con sentido político la inmigración cubana en Miami. La presencia de estos problemas es tal que el propio Padura desconfía un poco de su literatura:

“He llegado a considerarlos falsos policiales, porque aparentemente en la trama se está leyendo una novela policíaca pero cualquier lector poco avisado se da cuenta de que la trama es muy endeble, está muy en función de decir otras cosas”.

En Adiós, Hemingway todas las deudas están saldadas. La literatura y su buena relación con el género y con la vida, la desmitificación de la figura de Hemingway y el regreso impecable de Mario Conde. Pero hay otra y es aún más personal. En 1984, Norberto Fuentes, autor de Condenados del condado (1968), la impecable crónica sobre la lucha contra las bandas contrarrevolucionarias en las montañas de Escambray, publicó Hemingway en Cuba con prólogo de Gabriel García Márquez. Desde las páginas de Juventud rebelde (diario en que salía el famoso suplemento cultural El Caimán Barbudo), un muy joven Leonardo Padura celebra la aparición de este libro y escribe: “Hemingway ha vuelto a vivir entre nosotros: le debe su resurrección a este libro”. Quién mejor que él mismo para, después de casi veinte años, matarlo de una vez.