La historia del grupo Acéphale es la de una rara convergencia, la de una fulguración doblemente expuesta a los avatares de la producción intelectual y a las vicisitudes de la comunidad secreta. Su demiurgo, Georges Bataille, había atravesado las napas politizadas francesas de la década de 1930 llevándose como trofeo la enemistad de André Bretón (expuesta en el Segundo Manifiesto del Surrealismo) y el guiño del ambiente intelectual estetizado y antiestalinista. El recorrido vital de Bataille daba pruebas hacia 1935 de un orden laberíntico que se construía en torno a ciertas preocupaciones afines, a ciertos intereses tempranos que luego, al final de su vida, esperaba exponer en una «historia de la economía (simbólica)», o más bien, en una «historia de la civilización» que hilvanara los procesos políticos y sociales a través de la relación entre el hombre y lo sagrado. Quizás de su breve pasaje por el seminario había guardado la dicotomía entre la vida piadosa y la vida disipada, o de su vocación monástica el llamado del cielo. Hacia 1920 se especializaba en documentos antiguos, leía febrilmente textos religiosos medievales y se convertía en fino inquisidor de efigies bajo la pasión de la numismática.
Hacia 1926, después de decisivos viajes a Londres y a Madrid, Bataille comienza a colaborar en una revista de arte y arqueología, Aréthuse. A partir de allí, clausura la reticencia al vínculo para abrirse a distintos movimientos cuya efervescencia decantaba en publicaciones y manifiestos: en 1929 era secretario general de la revista Documento y dos años más tarde entraba en contacto con el Círculo de Comunistas Democráticos dirigido por Boris Souvarine. Allí encontraría a su amada Laura y en su revista, La critique sociale, publicaría dos textos breves y esenciales: «La noción de gasto» y «La estructura psicológica del fascismo».
La idea de Acéphale despierta en esos años, cuando Bataille, empleado del Departamento de Medallas de la Biblioteca Nacional de Francia, da por azar con una imagen gnóstica en metal del III o IV siglo d.C. que representaba a un dios acéfalo de origen egipcio. Más que con la voracidad erudita, la imagen debía empalmar con sus preocupaciones alrededor de los cultos solares y el sacrificio; Bataille era algo distinto a un especialista del archivo, aunque tampoco era estrictamente un ser dividido entre una vida diurna ordenada y una noche prostibularia y de excesos. Era un provocador que no quería subvertir el orden del mundo sino moverse por las líneas oscuras del cuerpo social, y exhibirlas y arrojarlas al rostro de los acquiescentes como una cuchillada inevitable. El grupo que Bataille imaginaba hacia comienzos de los años treinta tuvo entonces, antes que existencia, su emblema y su sentido. Y como otras tantas entelequias grupales, fueron necesarios vanos años para que un chispazo individual crepitara en el fervor de la comunidad. En espejo, Bataille se proponía hacer fructificar la desazón del sacrificio -«que con frecuencia es el secreto de los mayores placeres»- en gotas verbales de fuerza luminiscente tan capaces de provocar el trance y la delicia del espanto como había provocado, en él, la sangre del torero Manuel Granero, sacrificado por un toro para placer humano en las arenas de Madrid en la primavera de 1922.
La imagen gnóstica en metal se le aparecía a Bataille obsesivamente como «la personalidad acéfala del sol», el complemento de la figura venerada bajo la forma de la cabeza en llamas tan propia de algunos cultos solares. En “La noción de gasto”, texto escrito en 1933, relacionaba el brillo y el fasto del gasto suntuario con la condena humana a emular, eternamente y a pérdida, el destello solar. Encontraba en este influjo, motor del principio de pérdida (La parte maldita), algo más que el del rayo que hiere al ojo claro en un furioso ataque a la sensibilidad nocturna, que obnubila la mirada y la cierra inyectando rojo en el reverso del párpado y blanco-negro en el fondo de la conciencia. Encontraba el principo de un ritual, como el del sol dibujado en pesadilla en «La práctica de la alegría frente a la muerte» (Acéphale 5): «El sol, comparable a un alcohol, girando y resplandeciendo». El sol del sacrificio es pulsional, late, ondea la realidad con aire turbulento mientras pasa el cedazo de su blancura taquicárdica con tentáculos violentos. Regula las mareas erótica y fanática de la cotidianeidad burguesa en gris, desgarrada por su cortedad de miras y su voluntad de exégesis racional, la acefalía del sol, principio del destino trágico solar del Mediterráneo, no había sido redimida por Prometeo, ni encubierta con la tergiversación cristiana del sacrificio del toro por el del hombre, ni reconstituida por los discursos de la racionalidad ausente.
El símbolo de Acéphale elegido por Bataille a través de las visiones insufladas a André Masson, el artista grabador, finalmente es el de un hombre desnudo, con una granada en llamas en una de sus manos (granada que se asemeja al corazón sacrificial de los rituales aztecas), un puñal romboidal en la otra, estrellas como tetillas y un dédalo como vientre, un cráneo en lugar del sexo, los brazos en cruz y las piernas abiertas. Al pie, el símbolo del laberinto, que es a la vez el de la «guarda de la larga vida» griega: la inmortalidad. Bataille concluye en La parte maldita que en algún momento el soberano (de la comunidad) debió haber sido, él mismo, la culminación del ciclo de sacrificios, descabezado y descorazonado, alcanzando la fusión con la corriente de la vida y de las dos instancias de la soberanía individual y política. En 1939, cuando el grupo Acéphale llegaba a su límite diezmado por las divergencias internas y socavado por las dificultades materiales, Bataille quiso, o pretendió querer, que sus compañeros lo sacrificaran en los bosques de Saint-Nom-La-Bretéche. Estas inclinaciones, en general un aspecto soslayado, o desdeñado en la personalidad de Bataille por su dramatismo y puerilidad, permiten explicar, al menos, una de las vertientes de Acéphale.
La comunidad conservó prácticas ligadas a una dimensión esotérica (secretamente custodiadas) y a otra exotérica (publicaciones y eventualmente conferencias). La revista apareció en 1936 anunciada como una publicación de religión, sociología y filosofía que saldría cuatro veces por año. El primer número fue ocasión de una conferencia en la Maison de la Mutualité sobre Nietzsche ofrecida por Georges Bataille, con intervenciones de Roger Caillois y Jules Monnerot; fue la única. En el número doble 3/4 se publica el anuncio de la constitución del Colegio de Sociología Sagrada (1938-1939) destinado a explorar los aspectos de lo sagrado en la existencia social bajo la bandera de la lucha antifascista.
Tal vez esta nueva agrupación tomara el relevo de una intención desdibujada: Acéphale pretendía al comienzo instituir nuevas reglas de vida, por un lado, y mantener una fluida comunicación con el público, por el otro; esta comunicación finalmente se reservó al tráfico en papel. El Colegio de Sociología, aunque independiente e ignorante de los mecanismos secretos de la comunidad, articuló un vínculo basado en la exposición oral sobre tres pilares fuertes, Bataille, Caillois y Michel Leiris, según un cronograma de reuniones —dos por mes, entre el otoño y los comienzos del verano-, en una librería de la calle Gay Lussac, frente a un público heterogéneo que supo incluir a Pierre Drieu La Rochelle y a Walter Benjamin. Entretanto en Acéphale las aguas se dividían entre quienes adherían a las prácticas grupales y quienes escribían. Caillois, por ejemplo, se negó explícitamente a las prácticas secretas. Masson y otros integrantes plantearon de entrada la escisión entre la comunidad imaginada y la comunidad sostenida. Un cuerpo doble para un organismo sin cabeza.
En París, en los años previos a la Segunda Guerra, fundar una comunidad de estas características era un movimiento audaz. Entre los grupos intelectuales de izquierda, una conminación tácita tendía a orientar cualquier esfuerzo material a la militancia dura. Leer en filigrana el pensamiento político de Bataille exigía trasladar la discusión a las arenas de los procesos simbólicos y retrotraerse a un punto de mira que no podía comenzar con el capitalismo o la modernidad. No hacerlo invitaba a la polémica fútil o a la malinterpretación. Las rivalidades y la necesidad de enfrentarse hacían el resto, como ocurrió en el caso de las divergencias con Bretón y Sartre, pero aun si esto no ocurría, si el grupo permanecía ignorado del resto por vocación o destino, era quebrar una primera interdicción fundarlo sin objetivos inmediatos u ostensibles, sin metodología y con una vaga acción orientada a prácticas que lindaban con lo sectario y a cierta ascesis personal.
La segunda interdicción quebrada tenía que ver con la revista misma, que abordaba las cuestiones políticas contemporáneas con el mismo desenfreno con el que jerarquizaba temas propios de la torre de marfil. Los «ejes» de Acéphale son los de una rara cinética del espíritu capaz de oscilar entre lo sagrado arcaico y moderno para entrar en una espiral vertiginosa que eleva de un golpe la locura del exceso y el afán de gloria al rango de primer motor inconfesable. Nietzsche, Dioniso, Don Juan: los tráficos de la carne, la aspersión de los fluidos, la materialidad del cuerpo, prueban que la energía, que no es una cosa, requiere del orden de las cosas para transferirse, aun a costa de la fragilidad del médium. Y tal vez, sólo de este riesgo se teja la voluntad soberana que gravita sobre la serie de Acéphale y cuya afirmación más clara es «Creación del mundo», de Pierre Klossowski, soberanía inficionada de sexo y de muerte y hechizada por figuras que se repiten cambiando su apariencia. Desde Heráclito hasta Kierkegaard, desde Dioniso al ditirambo político de masas, la existencia corporal individual se agita por la violencia del voltaje, por la fisura sin fin de la integridad de la conciencia.
Podría decirse tal vez que el grupo Acéphale estaba animado de cierta voluntad de inversión de la normalidad y la ley, y sin embargo elige permanecer siempre en un límite cuya figura más extrema es la locura de Nietzsche. Pero el límite, a su vez, podría invertir sus dimensiones con los espacios de normalidad y ley, y volverse todo, en palabras de Wahl: «¿No será acaso porque la identidad de los opuestos es la expresión trascendente del ser en tanto que no puede ser atrapado en ninguna categoría? ¿Y no sabemos acaso que los círculos y las antinomias no son más que medios para tocar sesgadamente y en la sombra lo que sobrepasa toda ley, toda palabra, toda forma?».
De esto se trata la reparación a Nietzsche que ocupa el segundo número, y que anticipa las injurias finales de la apropiación nazi denunciando las interpolaciones de Elisabeth Förster y Richard Oehler. De esto se trata el intento permanente y condenado de hacer palabras con el instante diamantino en el que Nietzsche pierde la razón y hace carne el proverbio de Blake: si otros no se hubiesen vuelto locos, deberíamos estarlo nosotros, porque Nietzsche es también otra de las figuras sacrificadas de cuya sangre se alimenta el siglo en sus vertientes nutricias y venenosas, y porque él, al calor de Heráclito, como Heráclito, no sabe de dónde asirse si no «de las alas desplegadas de todos los tiempos». Las palabras reparadoras son morada de las alas rotas, de las intenciones traicionadas.
No debe extrañar entonces la fusión Nietzsche-Dioniso, o la centralidad de Dioniso en los números 3/4, siempre acompañado del Nietzsche de El nacimiento de la tragedia. Un dios a cuya esencia pertenece el estar loco y cuya epifanía es la embriaguez, irrepresentable para el hombre moderno que solamente se enfrenta a la tragedia cuando encarna la ambigüedad de sus valores. Pero Dioniso es insaciable, tanto más porque burla el principio de justicia, y así como la tragedia es irreparable, el dolor físico del paso de Dioniso mitiga el absurdo de la existencia trágica. El hombre de la modernidad no puede ahondar el sentido de la tragedia porque tiene miedo a la pasión que o bien está liberada -en apariencia- de sus condenas morales, o bien se ve convenientemente atemperada por la escucha mercenaria. Lo trágico antiguo y lo trágico moderno, vía Kierkegaard, son asidos (en Klossowski, en Monnerot, en Caillois) como el espacio de una filosofía de la experiencia, como el instante privilegiado de la soberanía de los límites, y de la ausencia de límites.
Acéphale alcanzó cinco números correspondientes a cuatro revistas publicadas. Todas -incluyendo la edición conjunta de los números 3 y 4- mantienen un formato homogéneo de 27 x 19 centímetros, salvo la quinta, de formato especial (17,5 x 13 centíme¬tros), posiblemente la única bajo total responsabilidad y factura de Bataille. El primero, fechado el 24 de junio de 1936 bajo el auspicio de la Noche de San Juan, es excepcional y breve, como se aclara. Lo tutelan los epígrafes de Sade, Kierkegaard y Nietzsche, y lo abre a modo de manifiesto fundacional «La conjuración sagrada»: «Acéfala es la tierra, bajo la corteza del sol», y se abrasará cuando el corazón humano se convierta en fuego, el corazón en llamas; el hombre «escapará de su cabeza como el condenado de la prisión». A Georges Ambrosino, Bataille y Pierre Klossowski, editores del primer número, se agregan Jean Wahl, Jean Rollin, Jules Monnerot y Roger Caillois en los siguientes.
Klossowski había participado con Bataille de la breve experiencia de Contre-Attaque y se abría al amanecer de una crisis mística que lo condujo a la teología en los años de la ocupación; Caillois se alimentaba de la sociología y la antropología, había asistido con Bataille al seminario sobre la Fenomenología del Espíritu que Alexandre Kojéve ofreció en el año lectivo 1933/1934; Wahl, Monnerot y Rollin formaban parte de los grupos de izquierda que habían germinado en los años treinta bajo el fervor del cambio político y el protoexistencialismo. De esta comunidad ilusionada de brillo intermitente nos queda un testimonio directo.
Patrick Waldberg (1913-1985), que formaba parte de Acéchale y fue también secretario del Colegio de Sociología, dejó en 1977 una semblanza de su experiencia para una reedición facsimilar de la revista que en aquel momento no fue publicada. Como observa su hijo Michel, Acéphalogramme es quizás el único testimonio directo de un participante de la oscura sociedad secreta que alimentaba las actividades de la revista. Waldberg había conocido a Bataille a través de Boris Souvarine, cuyo Círculo había logrado concentrar algunas de las figuras refractarias al surrealismo y que habían disentido con Bretón, entre ellos Leiris, Raymond Queneau, además del propio Bataille. El testimonio de Waldberg revela algunas de las prácticas asociadas al grupo: ceremonias de iniciación, ritos de aceptación, nuevas reglas de vida, una nueva división cíclica del tiempo en torno a períodos de tensión y de descanso, los primeros caracterizados por cierta ascesis, los segundos por la autorización de los excesos, incluida la promiscuidad.
«Inmediatamente después de llegar a París, Bataille me condujo a la terraza del inmueble en donde vivía, en Rennes 72 bis. Esto ocurría al atardecer. Me orientó hacia el este, es decir, de frente a la noche, y me obligó a hacer un juramento de silencio. La iniciación a la que me comprometí a someterme debía tener lugar algunos días más tarde. A tal efecto me fue entregado un horario, así como un esquema de cierto itinerario. En la fecha indicada, día de luna nueva, me estaba indicado tomar, en la estación Saint Lazare, el tren hacia Saint-Nom-la-Bretéche.
En caso de que a lo largo del viaje me cruzara con alguien conocido, convenía ignorarlo; y del mismo modo, luego de descender del tren, mientras siguiera el camino indicado a través del bosque, en caso de que ese conocido tomara el mismo camino, la consigna era mantenerse a distancia y mantener el silencio. El largo paseo silencioso por los caminos profundos bañados por el olor humedecido de los árboles nos conducía, en plena noche oscura, al pie de un roble fulminado por un rayo cuyo borde semejaba una estrella, donde pronto se reagruparon, mudas e inmóviles, una decena de sombras.
Al cabo de un momento, se encendió una antorcha. Bataille, de pie junto al árbol, extrajo de un bolso un plato esmaltado sobre el que dispuso algunos trozos de azufre, que encendió. Al mismo tiempo que chisporroteaba la llama azul, se elevaba una columna de humo cuyas bocanadas sofocantes nos alcanzaban. Quien llevaba la antorcha se ubicó a mi derecha, mientras que, enfrentándome, avanzaba hacia mí uno de los celebrantes. Tenía en su mano un puñal idéntico al que blandía el hombre sin cabeza, signo de Acéphale.
Bataille me tomó la mano izquierda y levantó las mangas del traje y la camisa hasta el codo. El que tenía el puñal apoyó la punta sobre mi antebrazo y dibujó una muesca de algunos centímetros, sin que yo sintiera el menor dolor. La cicatriz todavía hoy es visible. Anudaron un pañuelo en seguida alrededor de la herida, mi camisa y mi traje volvieron a su lugar, y la antorcha fue extinguida. Transcurrió todavía un momento que me pareció largo, durante el cual, siempre en el mayor silencio, nos mantuvimos en guardia alrededor del árbol, inquietantes, inexplicables, los rostros empalidecidos por la luz azul del azufre. Luego alguien dio la señal de partida, y nos pusimos en marcha en la noche cada vez más negra, en fila india muy espaciada, no ya hacia Saint-Nom-La-Bretéche, sino esta vez en dirección de Saint-Germain-Laye.
La traducción es otra forma de la hermenéutica; tanto más si los originales juegan al claroscuro de lo ambiguo. Que sea, en Acéphale, la claridad de la sinrazón la que imprima el blanco del mensaje.