Precio y stock a confirmar
Homenaje a Isidoro Ducasse Conde de Lautréamont. Organizado por Aldo Pellegrini y Vicente Zito Lema. Ed. Galería de Arte Gradiva, octubre de 1970. Tamaño Incluye 21 reproducciones en blanco y negro sobre papel ilustración. Estado: Usado muy bueno. Cantidad de páginas: 60
Participan:
Artistas:
Retrato de Isidoro Ducasse (1970), por Roberto Aizenberg /”Verdadero retrato del Conde de Lautréamont hecho en B uenos Aires por Juan Batlle Planas que fue su contemporáneo y amigo” (1942) / Para-vos-es-Conde (1970), por Eduardo Bendersky /Maldoror 1970 (1970), por Osvaldo Borda / Homenaje al poeta Isidoro Ducasse (1970), por Juana Butler / Análisis de cuarenta y dos estados delirantes. Trabajo en homenaje a Lautréamont (1970), por Juan A. Campodónico / Pienso en Lautréamont (1970), por Sergio Camporeale / Resurrección de los muertos según el Canto Primero de Maldoror (1970), por Aída Carballo / “Configuración”. Trabajo en homenaje a Lautréamont, por Miguel Caride / Voici la folle qui passe (1970), por Víctor Chab / El lobo ya no pasa más bajo la horca (1970), por Norberto Coppola / Imagen de Isidoro Ducasse entrando en un espejo (1970), por Néstor Cruz / A Isidoro Ducasse, Conde de Lautréamont (1970), por Ernesto Deira / El monje negro (1970), por Rómulo Macció / Pequeños pupitres del espacio. Trabajo en homenaje a Lautréamont , por Ricardo Mampaey / Retrato imaginario del Conde de Lautréamont (1970), por Oscar César Mara / Retrato de Maldoror (1970), por Noé Nojechowiz / Del otro lado de la memoria. Trabajo en homenaje a Lautréamont (1970), por Pedro Pont Vergés / Sólo me resta hacer añicos este espejo con ayuda de una piedra…(1970), por Jorge Tapia
Poetas:
Para encontrar a Lautréamont , por Raúl Gustavo Aguirre / Hablando de Lautréamont …, por Rodolfo Alonso / Al conde de Lautréamont , por Edgar Bayley / Isidoro Ducasse, por Juana Bignozzi / Conde de Casa Negra Conde de Lautréamont , por Miguel Angel Bustos / El antiser de Lautréamont , por Juan José Ceselli / Acerca de Lautréamont , por Jacobo Fijman / Sudamericanos, por Juan Gelman / Después de (A la Inocencia), por Celia Gourinsky / Lautréamont, por Francisco Madariaga / A la hora del baño, por Enrique Molina / “A un siglo de la muerte de Lautréamont” , por Aldo Pellegrini / Cien años después (Al Conde de Lautréamont), por Carlos Latorre / Prometeo en la ciudad, por Horacio Salas / Lectura de Lautréamont , por Mario Satz / Orgasmo: breve vida feliz, por Mario Trejo / La poesía debe ser hecha por todos, por Vicente Zito Lima
“A un siglo de la muerte de Lautréamont, la actualidad de su obra es cada vez mayor. Una obra que comprende “Los Cantos de Maldoror” y una especie de apéndice publicado posteriormente a modo de rectificación irónica de “Los Cantos”, y que con el título “Poesías” representaba un texto de introducción a un futuro volumen de poesías que nunca apareció. Esta aparente rectificación no es más, en realidad, que la acentuación del sentido general de “Los Cantos de Maldoror”.
Quienes han leído la obra de Lautréamont han visto en ella de todo, pero muy pocas veces lo que es necesario ver. Se trata indudablemente de una obra de complejidad inigualable, que utiliza los cánones de la literatura para romperlos, que trasciende permanentemente la función aceptada de una composición literaria. Más que eso, significa en realidad una inmensa burla de lo que generalmente se entiende por literatura, es decir, una forma convencional de utilizar la palabra para expresar acontecimientos convencionales. A través de esa ruptura de los esquemas literarios, Lautréamont descubre todas las posibilidades del lenguaje, libera a la palabra para que recupere su esencial función comunicativa, y revela todas las perspectivas que ofrece un verdadero lenguaje poético.
Como libro es un enorme espejo deformante en el cual el lector se descubre. Descubre la horrible imagen que trata de ocultarse a sí mismo. Es un libro que desnuda al que lo lee. No es una obra ante la cual se tiene la alternativa de rechazarla o aceptarla. Su lectura no puede sugerir las consabidas conclusiones de “me gusta” o “no me gusta”. No se trata simplemente de un libro, sino de un libro con vida, que sólo puede despertar sentimientos extremos: o se lo odia o se lo ama, como se odia o se ama a un ser vivo; y en caso de amarlo, el amor es desaforado, sin límites. Es un libro de efectos terribles (Lautréamont lo dice: sólo deben leerlo quienes estén preparados): puede desorientarnos al máximo o revelarnos nuestro propio destino.
Al penetrar en “Los Cantos”, lo hacemos en un universo ambiguo: o estamos ante el sueño que ha invadido la realidad, o, en cambio, ante la verdadera realidad del mundo en que vivimos, representada tal como es, o sea: como una gran pesadilla. Lautréamont nos introduce en el universo de la imaginación sin límites, la imaginación que ha aprendido a recorrer la zona prohibida de lo inimaginable. Toda su obra resulta de una exaltación de los poderes de la imaginación que no son más que los poderes de la libertad total del espíritu. La obra de Lautréamont configura así un himno inigualado a la libertad. No se puede hablar de “Los Cantos” si se ignora que constituyen fundamentalmente, como toda obra auténticamente poética, un tratado de moral. No es difícil descubrir esto pues Lautréamont lo revela explícitamente en su texto. En la estrofa 5 del Canto Primero ya dice: “He visto durante toda mi vida, sin encontrar una sola excepción, a los seres humanos de hombros estrechos, ejecutar actos estúpidos y numerosos, embrutecer a sus semejantes y pervertir a las almas”. En el canto Segundo, estrofa 4, agrega: “Mi poesía tendrá por objeto atacar al hombre, esa bestia salvaje, y al Creador que no debería haber engendrado semejante carroña”. Y en otra parte dice con claridad: “La moral no sospechaba que tendría en estas páginas incandescentes un enérgico defensor”.
Lautréamont se lanza así a la descripción encarnizada de las virtudes esenciales del hombre. La maldad del hombre no reside en que el “el lobo del hombre”. Limitarlo a esto sería adjudicarle na grandeza en la crueldad que no se merece. Además de la crueldad del lobo o del escualo, el hombre tiene las sucias virtudes del cerdo, la rata, la araña, el escorpión, la víbora: la tortuosidad del acecho, la destrucción asquerosa, el veneno silencioso. Utiliza todos los mecanismos torturantes para la destrucción de su prójimo, y en esta destrucción funda su placer. Su lema es: odia a tu prójimo en la misma medida que te amas a ti mismo. Pero ese odio sólo puede provocar placer cuando está oculto con los ropajes de la hipocresía. El principio de placer está indisolublemente oculto al principio de destrucción solapada, y en este sentido el hombre revela un poder creador y una exquisitez formidables. Ningún ser como él ha sabido utilizar los mecanismos más sutiles de la traición, la deslealtad, el resentimiento, la sordidez. A través de esas virtudes esenciales el hombre alcanza su grandeza en la perversidad.
En efecto, la crueldad no constituye la manifestación esencial del hombre. La crueldad es puramente animal y está llena de inocencia. Lo característico del hombre es la perversidad, algo así como una crueldad corrompida, la crueldad inmunda que provoca goce. En la perversidad, el hombre llega a extremos de refinamiento que justifican su grandeza y que lo colocan fuera del reino animal.
Pero en medio de las magistrales descripciones de la perversidad humana que nos ofrece Lautréamont, surge bruscamente un intenso sentimiento de compasión por los sufrimientos del hombre: hay un verdadero clamor por los desvalidos, los desamparados, los puros, los inocentes. Y además un permanente señalamiento del origen de la culpa. Toda la gama de perversidades, todo lo absurdo de la conducta humana tiene su origen en una cualidad específica del hombre: la estupidez. Los males del hombre derivan de su estupidez esencial, resultado de una sobrevaloración de los poderes de la razón, en una creencia sin fundamento en la infalibilidad del hombre pensante. Por ese mecanismo y revestido de la más grotesca vanidad se coloca en la cumbre de la creación, impulsado sólo por la codicia del poder, por una indiscriminada ansia de posesión.
En el centro de esa supuesta grandeza existe una esencial debilidad en el hombre, y un oculto terror pánico. Esa debilidad es la que quiere destacar Lautréamont, porque ella convierte en redimible al hombre. Ella lo revela en toda su humildad de ser desbordado por un universo que ansía conocer y se le escapa, ella lo revela perdido en pleno corazón del misterio.
Todo ese mundo complejo está contenido en “Los Cantos de Maldoror”. Como texto conforma un poema en el que se acumulan todas las posibilidades del lenguaje poético. En él están contenidos el canto, la burla, el sarcasmo, todas las formas del humor, que constituye con lo maravilloso las dos caras del cuerpo de la poesía; una, la cara irónica vuelta hacia el mundo de lo convencional, la otra vuelta hacia el del misterio. Y en su último nivel, quizá el más alto, Lautréamont que ha sabido pintar con los colores más deslumbrantes la podredumbre y la degradación humana, nos ofrece el testimonio más puro de amor por el hombre”.
Aldo Pellegrini
“Lo imagino rubio. De ojos celestes. Alto, varios metros. La piel azul y las manos huesudas. Dotado de una gran imaginación. Pero satánico.
Atormentado por las cosas reales y vulgares y por las ideas que se hacía del más allá de la muerte y de la muerte misma.
Era lo que diríamos hoy, un introvertido. Se le supone fino, elegante, de una dentadura tremenda; con colmillos. Debe estar ahora no en el infierno sino en el hades, que es reino de la muerte.
El está como dormido; insomne mortis.
Durante su vida debe haber abusado de las drogas que llevan a otros paraísos, los paraísos del mal.
Eso, es lo que se deduce de sus escritos. Donde se hace sentir su soledad y su desesperanza.
No tenía nada de religioso. Era un muerto, como diría un teólogo moralista.
No supo nunca nada más que de penas y no dio nunca con la contrición ese dolor perfecto, n i con la trición, ese dolor imperfecto al que se entregan los pecadores arrepentidos para que se les restituya a la primera gracia y continuar su vida penitencial hasta arraigarse en un estado de paz y esperar la buena muerte.
Pero él no da señales de haber tenido ninguna instrucción religiosa –aunque nombre mucho a Dios- que lo pudiera llevar a la salud espiritual.
Sin embargo, a pesar de todo lo quiero y lo voy a ayudar. Este hombre atormentado, buscó con avidez; pero por sí mismo no dio nada más que con el sufrimiento y la demencia de gran poeta.
Nació en el Uruguay, y se supone que haya muerto. Aunque nadie lo sabe.
Es como si no hubiera existido como ser físico.
Era de agua. Era flemático de temperamento y lo concibo como existiendo en un mar agitado y oscuro.
Dios no quiso que lo conociera; no quiso concederle la gracia que concede al resto de los mortales, a los fieles que componen el cuerpo místico de Cristo.
Lautréamont era soberbio; se negó a rebajarse a ser un niño.
No amó las cosas de la tierra como las aman algunos privilegiados de complexión melancólica. El amaba lo que no sabía; buscaba a Dios pero no dio con El.
Se supone que Dios no quiso darle los beneficios que entrega a criaturas más inferiores que su naturaleza.
Lautréamont me conocía y me conoce. Como Juez he tenido que verlo. Me pidió que no lo olvidara. Que intercediera por él ante Dios que es mi amigo.
Hace un tiempo nos encontramos en otra región. Cuando lo vi, , estaba como despejándose del sueño. Estaba con aguas, con algas, pero no con peces. Los peces se habían ido. Estaba acostado en el mar. Yo caminaba sobre las aguas y lo llamé: Lautréamont, Lautréamont, le dije, soy Fijman.
Y él me contestó que me quería. Que seríamos amigos ahora en el mar, porque los dos habíamos sufrido en la tierra. Pero no lloramos. Nos abrazamos. Después quedamos en silencio…”
Jacobo Fijman