«La vida humana es interesante en primer lugar por sí misma; pero si el artista no quiere representar una abstracción, tiene que ubicarla en el medio que le corresponde. Todo organismo consciente posee profundas raíces personales; pero la sociedad ha desarrollado en él tantas funciones hete­rogéneas que sería imposible cortar esos miles de conductos por los cuales se nutre sin provocar su muerte. En el individuo existe un instinto egoísta de conservación; también la necesidad de los otros seres, entre los que se mueve.

El corazón del hombre es doble; el egoísmo es en él la contrapartida de la caridad; el individuo es la contrapartida de las masas; para su conservación, el ser cuenta con el sacrificio de los demás; los polos del corazón se hallan en el fondo del yo y en el fondo de la humanidad.

Así el alma va de un extremo al otro de la expansión de su propia vida a la de la vida de todos. Pero hay un camino que recorrer para llegar a la piedad, y este libro se propone marcar sus etapas.

El egoísmo vital experimenta temores personales: es el sentimiento que llamamos TERROR. El día en que el individuo llega a concebir en los otros seres los mismos temores que lo atormentan, interpreta exactamente sus relaciones con la sociedad.

Pero la marcha del alma por el camino que lleva del terror a la piedad, es lenta y difícil.

En primer lugar, el terror es exterior al hombre. Nace de causas sobrenaturales, de la creencia en poderes mágicos, de la fe en el destino tan magníficamente representada por la antigüedad. Se verá, en Los Estrigas, el hombre que es juguete de su imaginación. El Zueco muestra el místico atractivo de la fe en una vida gris, el renunciamiento a la actividad humana a cualquier precio, aun al del infierno. En Los Tres Aduaneros, el ideal exterior que nos induce misteriosamente al terror se manifiesta en el deseo de rique­zas. Aquí el espanto nace de una súbita coincidencia, y los tres cuentos siguientes mostrarán cómo la superposición fortuita de algunos accidentes, sobrenaturales todavía en El Tren 081 pero reales ya en Los Sin-Cara, puede excitar un intenso terror provocado por circunstancias ajenas al ser humano.

El terror está dentro del hombre, aunque determinado todavía por causas que no dependen de nosotros, como la locura, la doble personalidad, la sugestión. Pero en Beatriz, Lilith, Las Puertas del Opio, el terror es provocado por el hombre mismo en su búsqueda de sensaciones, ya sea que lo conduzca al más allá la quintaesencia del amor, de la literatura o del asombro.

Cuando la vida interior lo lleva, a través del opio, hasta el aniquilamiento de esas excitaciones, considera a las cosas terribles con algo de ironía, en la que sin embargo la energía se sigue manifestando en una excesiva acuidad de sensaciones. La beatífica placidez de la existencia se opone vivamente en su espíritu a la influencia de terrores provocados, exteriores, o sobrenaturales; mas esa existencia material no parece ser, ni en El Hombre Gordo ni en El Cuento de los Huevos el último objetivo de la actividad humana, y la superstición que en ellos se encuentra puede resultar aún perturbadora.

En El Religioso el hombre percibe el extremo inferior del terror, penetra en la otra mitad de su corazón, trata de de concebir la miseria, el sufrimiento y el miedo en los otros seres, aparta de sí todos los terrores humanos y sobrehu­manos para no conocer ya más que la piedad.

El cuento de El Religioso introduce al lector en la se­gunda parte del volumen, «La Leyenda de los Pordioseros». La larga serie de criminales ha ido reproduciendo, de siglo en siglo hasta nuestros días, todos los terrores que el hombre haya podido experimentar. Las acciones de los simples y de los miserables son causa y efecto del terror. La superstición y la magia, la sed de riquezas, la búsqueda de sensaciones, la vida bestial e inconsciente, son otras tantas causas de crímenes que llevan a la visión del cadalso futuro en Flor entre Piedras, y al propio cadalso con su horrible realidad, en Instantáneas.

El hombre se torna digno de piedad después de haber sentido todos los terrores, después de haberlos materializado encarnándolos en los pobres seres que los experimentan.

La vida interior, hasta El Religioso solamente objetivada, se torna de algún modo histórica al seguir la obra del terror desde La Vendedora de Ámbar hasta la guillotina.

Se siente piedad hacia esa miseria y se intenta volver a crear la sociedad prohibiendo en ella todos los terrores mediante el Terror; se trata de construir un mundo nuevo donde no haya pobres ni pordioseros. El incendio se transforma en algo matemático, la explosión es razonada, la guillotina cambiante. Se mata por principio; especie de homeopatía del asesinato. El cielo negro se llena de estrellas rojas. El fin de la noche será una aurora ensangrentada.

Todo eso estaría bien, sería justo, si el extremo terror no provocara otra cosa; si la piedad presente hacia lo que se suprime no fuera más fuerte que la piedad futura hacia lo que se desea crear; si la mirada de un niño no hiciera temblar a los asesinos de generaciones y generaciones de hombres; en fin, si el corazón no fuese doble, aun en el pecho de los hacedores del terror futuro.

Así se logra el objetivo de este libro, que es llevar, por los caminos del corazón y de la historia, del terror a la piedad; mostrar que los acontecimientos del mundo exterior pueden ser paralelos a las emociones del mundo interior; hacer presentir que en un segundo de vida intensa revivimos virtual y actualmente el universo.

II

La antigüedad ha comprendido el doble papel que desempeñan el terror y la piedad en la vida humana. Parecería que las otras pasiones hubiesen presentado menos interés, mientras que estas dos emociones extremas embargaban entonces por entero al alma. En cierto modo, el alma debía ser una armonía, una cosa simétrica y equilibrada. No había que dejarla en estado de turbación; se intentaba contrabalancear el terror con la piedad. Cuando una de esas pasiones vencía a la otra, se restablecía la paz espiritual y el espectador salía satisfecho. No había moral en el arte; se buscaba equilibrar el alma. Un corazón embargado por una sola emo­ción habría sido muy poco artístico a sus ojos.

La expiación de las pasiones, esa purificación del espíritu, como la entendía Aristóteles, no puede ser más que el renacimiento de la calma en un agitado corazón. Pues en el drama sólo había dos pasiones, el terror y la piedad, que debían actuar el uno como contrapeso de la otra y su eclosión interesaba al artista desde un punto de vista muy diferente al nuestro. El espectáculo buscado por el poeta no estaba en el escenario sino en el público. Se preocupaba menos por la emoción experimentada por el actor que por la que su actuación despertaba en el espectador. Los persona­jes eran en realidad gigantescas marionetas, aterradoras y dignas de piedad. No se razonaba para describir las causas, sino que se percibía la intensidad de los efectos.

Entonces los espectadores sólo experimentaban los dos sentimientos extremos que embargan el corazón. El egoísmo amenazado les provocaba terror; el sufrimiento compartido, piedad. En Edipo o en los Atridas, no era la fatalidad de la historia lo que preocupaba al poeta sino la impresión que esa fatalidad provocaba en la multitud.

El día en que Eurípides analizó el amor en un escenario se lo acusó de inmoralidad; porque lo que se reprochaba no ara la eclosión de la pasión en sus personajes sino en quienes los estaban viendo.

Se podría haber concebido al amor como una mezcla de esas dos pasiones extremas que dominaban en el teatro por igual. Pues en él hay admiración, ternura y sacrificio, un Sentimiento de lo sublime en el que no falta el terror, una .conmiseración delicada y un desinterés supremo originados en la piedad; a tal punto que tal vez las dos mitades del amor se junten con mayor fuerza allí donde por un lado haya la más aterrorizada admiración y por el otro la piedad que más sinceramente se inmola.

Así el amor pierde su egoísmo exclusivo que convierte, uno después de otro, a los amantes en dos centros de atracción: pues el amado debe ser todo para su amada, así como la amada tendrá que serlo todo para su amado. La alianza más noble es la de un corazón embargado por lo sublime con un corazón henchido de desinterés. Las mujeres dejan de ser Fedra o Jimena para ser Desdémona, Imogenia, Miranda o Alcestes.

El amor se ubica entre el terror y la piedad. Su representación es el más delicado pasaje de una a otra de esas pasiones; y despierta a ambas en el espectador, cuya alma se torna así más interesante que la del personaje que se está representando.

El análisis de las pasiones en la descripción de los héroes o en el papel de los actores es ya una penetración del arte por la crítica. El examen que de ella misma hace la persona representada provoca otro examen, imitado, en el espectador. Pierde la sinceridad de sus impresiones; razona, discute, compara; las mujeres buscan en ese desarrollo los medios materiales para engañar, y los hombres los modelos morales para descubrir; la declamación retórica es vacía; la declamación psicológica perniciosa.

Las pasiones representadas no ya para el actor sino para el espectador tienen un alto valor moral. Al escuchar los Siete Contra Tebas, dice Aristófanes, uno se sentía enardecido por el dios de la guerra. El furor combativo y el terror de las armas conmovían a los espectadores. Luego, cuando los dos hermanos se matan y las dos hermanas los entierran, desafiando órdenes crueles y una muerte inminente, la piedad reemplazaba al terror; el corazón se calmaba, el alma recuperaba su armonía.

Para lograr tales efectos es necesario una composición especial. El sistema del drama de enredo difiere del drama complejo. Toda la situación dramática está en la exposición de un estado trágico, que contiene en potencia el desenlace. Ese estado se expone simétricamente, con una ubicación exacta y definida del tema y de la forma. Por un lado esto; por el otro aquello.

Basta con leer a Esquilo con cierto detenimiento para percibir esa permanente simetría que constituye el principio fundamental de su arte. El final de sus obras es para él una ruptura del equilibrio dramático. La tragedia es una crisis, y su solución una tregua. Simultáneamente en Egina, y algo más tarde en Olimpia, algunos escultores geniales, obedeciendo a los mismos principios artísticos, adornaban los frontones de los templos con figuras humanas y composiciones escénicas simétricamente agrupadas a ambos lados de una ruptura de armonía central. La crisis de las actitudes, reales aunque inmóviles, se ubican en una composición cuyo total explica cada una de las partes.

Fidias y Sófocles fueron en arte revolucionarios realistas. El tipo humano que creemos ver idealizado en sus obras es la misma naturaleza, tal como ellos la concebían. Siguieron el movimiento de la vida hasta en sus más suaves ondulaciones. Según cuenta Aristóteles, un actor de Esquilo reprochaba a un actor de Sófocles remedar a la naturaleza, en vez de imitarla. El drama de enredo había desaparecido de la escena artística. El movimiento realista debía acentuarse todavía más con Eurípides.

La composición artística dejó de ser la representación de una crisis. La vida humana fue interesando por su desarrollo. El Edipo de Sófocles es una especie de novela. Se separó al drama en tramos sucesivos; la crisis pasó al final, en vez de estar al principio; la exposición, que en el arte anterior era la obra misma, fue reducida para permitir que actuara la vida.

Así nació el arte posterior a Esquilo, a Polignoto y a los maestros de Egina y Olimpia. Es el arte que ha llegado hasta nosotros por el teatro y la novela.

Como toda manifestación vital —la acción, la asociación y el lenguaje—, el arte pasó por períodos análogos que se repiten a través de las épocas. Los dos extremos entre los cuales oscila el arte son, al parecer, la Simetría y el Realismo. La Simetría limita a la vida dentro de reglas artísticas convencionales; el Realismo la reproduce hasta en sus más desarmónicas inflexiones.

Del período simétrico de los siglos XII y XIII, el arte pasó al período psicológico, realista y naturalista de los siglos XIV, XV y XVI. En el siglo XVII, bajo el influjo de las reglas de la antigüedad, se desarrolló un arte convencional, Interrumpido por el movimiento de los siglos XVIII y XIX. Hoy en día, luego del romanticismo y el naturalismo, nos acercamos a un nuevo período de simetría. Pareciera que la Idea, que es fija e inmóvil, tuviera que sustituir nuevamente a las Formas Materiales, cambiantes y flexibles.

En momentos en que se crea un arte nuevo, conviene no limitarse únicamente a la consideración del florecimiento independiente de los primitivos y de los prerrafaelistas; no hay que olvidar las bellas construcciones de crisis espirituales y físicas ejecutadas por Esquilo y los maestros de Egina y Olimpia.

En estos cuentos se encontrará la preocupación por una composición especial, donde a menudo se concede a la exposición el papel principal, donde la solución del equilibro es brusca y final, donde se describen las extrañas aventuras del espíritu y del cuerpo en el camino seguido por el hombre partiendo de su yo para llegar al de los demás. A veces tendrán la apariencia de fragmentos; habrá que considerarlos entonces como una parte de un todo, habiéndose elegido solamente a la crisis como objeto de representación artística.

III

Antes de examinar el papel que pueden desempeñar en al arte esas crisis espirituales y físicas, conviene echar una ojeada retrospectiva y en derredor nuestro hacia la forma literaria preponderante en los tiempos modernos: la novela.

La novela nació tan pronto como el devenir de la vida humana resultó interesante en sí mismo, tanto en su desarrollo interior como exterior. La novela es la historia de un individuo, trátese de Encolpio, Lucius, Pantagruel, Don Quijote, Gil Blas o Tom Jones. La historia era más bien exterior antes del fin del último siglo y de Clarisa Harlowe; pero no por haberse hecho interior cambió la trama de la composición. Historiola animae, sed historiola.

Con Goethe, Stendhal, Benjamin Constant, Alfred de Vigny, Musset, predominaron los tormentos del alma. La libertad personal había sido conquistada por la revolución norteamericana y la revolución francesa. El hombre libre aspiraba a todo. Era más lo que se sentía que lo que se podía. Un estudiante de notariado se mató en 1810, y dejó una carta justificando su determinación: luego de profundas reflexiones se había dado cuenta de que nunca podría ser tan grande como Napoleón. Todos experimentaban lo mismo en todas las ramas de la actividad humana. La felicidad personal se hallaba en el fondo de las alforjas que cada uno lleva delante y detrás de sí.

Comenzó entonces la enfermedad del siglo. Todos querían ser amados por sí mismos. Se tornó triste el adulterio. También la vida: era una maraña de excesivas aspiraciones que cada momento destrozaba. Algunos se sumieron en extraños misticismos, cristianos, extravagantes o inmundos; otros, movidos por el demonio de la perversidad se laceraron el ya herido corazón como quien hurga en un diente enfermo. Se pusieron de moda las autobiografías, en todas sus formas.

La ciencia del siglo XIX, agigantándose paso a paso, lo fue invadiendo todo. El arte se hizo biológico y psicológico. Tuvo que tomar esas formas positivas ya que Kant mató a la metafísica. Debía adquirir una apariencia científica, así como en el siglo XVIII tuvo una apariencia de erudición. El siglo XIX se halla dominado por el nacimiento de la química, la medicina y la psicología, como el XVI lo estuvo por el renacimiento de Roma y de Atenas. El deseo de amontonar hechos extraños y arqueológicos se ve reemplazado en él por los métodos de asociación y generalización.

Pero, en virtud de un extraño retroceso, habiendo sido las generalizaciones de los espíritus artísticos demasiado prematuras, las letras se encaminaron hacia la deducción, mientras la ciencia lo hacía hacia la inducción.

Resulta singular que en momentos en que se habla de síntesis, nadie sepa hacerla. La síntesis no consiste en reunir elementos de una psicología individual, o los detalles descriptivos de un ferrocarril, una mina, la Bolsa o el ejército.

Interpretada así, la síntesis sería una enumeración; y si de las semejanzas que presentan los momentos de la serie el autor trata de extraer una idea general, sería una abs­tracción trivial, ya se trate del amor mundano o de los bajos fondos de París. La vida no está en lo general sino en lo particular; el arte consiste en dar a lo particular el aspecto de lo general.

Presentar así la vida de los entes parciales de la sociedad, es hacer ciencia moderna a la manera de Aristóteles. La generalidad engendrada por la enumeración completa de las partes es una variante del silogismo. «El hombre, el caballo y la mula viven mucho tiempo», dice Aristóteles. Ahora bien, el hombre, el caballo y la mula son animales sin hiel. Por lo tanto, los animales sin hiel viven mucho tiempo.

Esto no es una desesperante tautología, sino un silogismo enumerativo que carece de rigor científico. Para tenerlo, en efecto, debería basarse en una enumeración completa; y es imposible, en la naturaleza, poder lograrlo.

La monótona numeración de detalles psicológicos o fisiológicos no puede servir pues para dar ideas generales sobre el alma y el mundo; y esa manera de comprender y de aplicar la síntesis es una forma de deducción.

Así la novela analítica y la naturalista, al recurrir a ese procedimiento pecan contra la ciencia que ambas invocan.

Pero, si bien emplean erróneamente la síntesis, aplican también la deducción, en pleno desarrollo, de la ciencia experimental.

La novela analítica plantea la psicología del personaje, la comenta detalladamente y de ella deduce toda una vida.

La novela naturalista plantea la fisiología del personaje, describe sus instintos, su herencia, y de ello deduce el conjunto de sus acciones.

Esa deducción, unida a la síntesis enumerativa, constituye el método típico de las novelas analíticas y naturalistas.

Pues el novelista moderno pretende tener un método científico, reducir las leyes naturales y matemáticas a fórmulas literarias, observar como un naturalista, experimentar como un químico, deducir como un matemático.

En cambio el arte, entendido como es en realidad, pareciera separarse de la ciencia por propia definición.

Al considerar un fenómeno de la naturaleza, el sabio presupone el determinismo, busca las causas del fenómeno y sus condiciones determinantes; lo estudia desde el punto de vista del origen y de los resultados; lo somete a sí mismo para reproducirlo, y lo somete al conjunto de las leyes del mundo para relacionarlo con ellas; hace de él algo determinable y determinado.

El artista presupone la libertad, contempla al fenómeno como un todo, lo hace entrar en su composición con sus causas más cercanas, lo trata como si fuera libre, y como si él mismo fuese libre en su manera de considerarlo.

La ciencia busca lo general por lo necesario; el arte debe buscar lo general por lo contingente; para 1a ciencia el mundo está interrelacionado y determinado; para el arte el mundo es discontinuo y libre; la ciencia descubre la generalidad extensiva; el arte debe hacer sentir la generalidad intensiva; si el dominio de la ciencia es el determinismo, el del arte es la libertad.

El objetivo del arte serán los seres vivos, espontáneos, libres, cuya síntesis psicológica y fisiológica dependerá, a pesar de ciertas condiciones determinadas, de las series que encuentren, de los medios que atraviesen. Tienen facultades de nutrición, de absorción y de asimilación; pero habrá que tener en cuenta el complicado juego de las leyes naturales y sociales que llamamos azar, que el artista no debe analizar, que para él es realmente el Azar, y que pone al alcance del organismo físico y consciente las cosas de que puede alimentarse, que puede absorber o asimilar.

Así la síntesis será la de un ser viviente. Kant ha dicho: «Si todas las condiciones de la vida humana pudieran ser determinadas y previstas, las acciones de los hombres podrían calcularse como los eclipses.»

La ciencia de las cosas humanas no ha alcanzado todavía el nivel de la ciencia de los fenómenos celestes.

Desgraciadamente, la fisiología y la psicología no están mucho más adelantadas que la meteorología; y las acciones que la psicología de nuestras novelas puede predecir son, por lo general, tan fáciles de vaticinar como la lluvia durante la tormenta.

Pero hay que encontrar el medio de alimentar artísticamente al ser físico y consciente con los acontecimientos proporcionados por el Azar. No pueden darse reglas para esa síntesis viviente. Los que no lo comprenden y que claman constantemente por la síntesis, están atrasados en arte, como Platón lo estaba en ciencia.

«Cuando sumo uno más uno —dice Platón en su República— ¿qué es lo que se convierte en dos, la unidad a la cual yo sumo, o la que es sumada?»

Para un espíritu tan profundamente deductivo, la serie de números tenía que nacer analíticamente; el nuevo ser dos tenía que estar encerrado en una de las unidades cuya unión lo engendraba.

Nosotros decimos que el número dos se produce por síntesis, que en la suma interviene un principio diferente del análisis; y Kant ha demostrado que la serie de los números es el resultado de una síntesis a priori.

Ahora bien, la síntesis que se opera en la vida difiere también radicalmente de la enumeración general de detalles psicológicos y fisiológicos o del sistema deductivo.

Hay un pasaje de Hamlet que constituye uno de los mejores ejemplos de la representación de la vida.

La obra comprende dos acciones dramáticas: una exterior a Hamlet, la otra interior. Con la primera tiene que ver el paso de las tropas de Fortimbras (Acto IV, esc. IV) que atraviesan Dinamarca para atacar a Polonia. Hamlet las contempla pasar. ¿Cómo se nutrirá la acción interior de Hamlet con ese acontecimiento exterior? He aquí lo que Hamlet exclama:

«¡Cómo! ¡Permanezco inmóvil yo,
Que por mi padre maté a una madre deshonrada,
Acicate de mi mente y de mi sangre!
¿Y dejo todo dormir, cuando para mi vergüenza veo
La muerte inminente de veinte mil hombres
Que por un capricho y un sueño de gloria
Marchan a la tumba?»

Así se cumple la síntesis; y Hamlet asimila para su vida interior un hecho de la vida exterior. Claude Bernard distinguía en los seres vivientes un medio interior y un medio exterior; el artista debe considerar en ellos la vida íntima y la vida externa, y hacernos captar las acciones y reaccio­nes sin describirlas ni discutirlas.

Ahora bien, las emociones no son constantes; poseen un punto extremo y un punto muerto. En lo moral, el corazón experimenta una sístole y una diástole, un período de contracción y otro de relajamiento. Puede llamarse crisis o aventura al punto extremo de la emoción. Toda vez que la doble oscilación del mundo exterior y del mundo interior provoca un encuentro, hay una aventura o una crisis. Luego ambas vidas recuperan su independencia, cada una fecundada por la otra.

A partir del gran renacimiento romántico, la literatura ha recorrido todos los momentos del período de relajamiento del corazón, todas las emociones lentas y pasivas. A ello debían conducir las descripciones de la vida psicológica y de la vida fisiológica preestablecidas. A ello conducirá la novela de masas, si se borra de ella al individuo.

Pero tal vez el fin de siglo esté regido por la divisa del poeta Walt Whitman: Uno mismo dentro de la Masa. La literatura glorificará las emociones violentas y activas. El hombre libre no estará sujeto al determinismo de los fenó­menos del alma y del cuerpo. El individuo no obedecerá al despotismo de las masas, o lo seguirá voluntariamente. Se dejará llevar por la imaginación y por su gusto de vivir.

Si persiste la novela como forma literaria, se ampliará sin duda extraordinariamente. Serán desterrados de ella las descripciones seudocientíficas y el despliegue de psicología de manual y de biología mal asimilada. La composición se perfeccionará en las partes, como el idioma; la construcción será severa; el arte nuevo tendrá que ser neto y claro.

Entonces la novela será, sin duda, una novela de aventuras, en la más amplia acepción de la palabra, novela de crisis del mundo interior y del mundo exterior, la historia de las emociones del individuo y de las masas, ya sea que el hombre indague nuevamente dentro de su corazón, o que lo haga dentro de la historia, de la conquista de la tierra y de las cosas, o de la evolución social».

París, mayo de 1891.