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Ed. Emecé, año 1993. Primera Edición. Tamaño 20 x 13,5 cm. Estado: Usado excelente. Cantidad de páginas: 200
Alberto Giordano es un joven profesor de literatura que da cursos en la Facultad de Humanidades. Pero esa aparente normalidad del argumento se desmorona enseguida. En el segundo párrafo el desprecio visceral de César Aira por el realismo y su tendencia innata a lo fantástico e inesperado convierte a Rosario en escenario de una catástrofe climática que va a significar el fin del mundo. O como dice un personaje: el fin de Rosario. A partir de ahí todo se vuelve delirante e impredecible: hay tormentas de nieve, aparecen muñecos de nieve con vida y otros personajes insólitos (el Hombre Fantasticular, el Pterovila, las Tres Mutantes Mnémicas). Sobre el realismo dice el autor: “Creo que la narrativa, en la Argentina por lo menos, ha caído en un realismo un poco chato, casi costumbrista, costumbrista tecno, pero costumbrista al fin. Hay una chatura tal (…) Ha quedado relegada la invención”.
Como en todas las novelas de Aira lo cotidiano convive con la presencia de lo insólito. Alberto Giordano está más preocupado en que nadie se anotó en su seminario (incluso su nivel de paranoia lo lleva a pensar que hay una conspiración contra él) o en conseguir una dosis de proxidina, remedio al que es adicto, que en la posibilidad de que el mundo se caiga a pedazos. Además, la percepción del protagonista tiene un lugar central en la novela. Sus reflexiones delirantes, su personalidad enajenada y un alto grado de paranoia se cruzan con la presencia de lo fantástico. Mientras se gesta el fin del mundo (o el fin de Rosario) los personajes discurren sobre otras cuestiones tranquilamente. “¿Por qué volverlo el tema del día?”, se pregunta uno de ellos.
El autor tiene una habilidad sorprendente para romper las reglas de la literatura. Pero no lo hace como deporte, cual boom de los años 60’. Su prosa se caracteriza por una libertad insaciable tanto en el devenir delirante de los hechos que narra como en la estructura misma del lenguaje (de hecho, una de las líneas argumentales es que el protagonista está perdiendo la memoria y, con ello, la capacidad de lenguaje). Por momentos el hilo de la narración parece deshacerse como sucede con los sueños. Los hechos parecen desconectados. El mismo protagonista cuestiona la veracidad de lo que está sucediendo. ¿Como puede estar nevando en Rosario? ¿Cómo va a haber un muñeco de nieve viviente? ¿Cómo va a estar ocurriendo el fin del mundo? Sin embargo los hechos insólitos se siguen sucediendo. Y, como en los sueños, uno nunca termina de entender lo que está pasando.
Si César Aira fuera llevado a la pantalla grande el director más adecuado para hacerlo sería, sin duda, David Lynch. En las películas de Lynch también todo se vuelve inexplicable, la realidad se mezcla con la fantasía, los límites se vuelven borrosos y el espectador tiene la sensación de haberse clavado una pepa.
Otra constante en las novelas de César Aira, que se mantiene en Los misterios de Rosario, es la presencia fuerte de un narrador que hace aclaraciones sobre el proceso de escritura que queda a la vista. Hay digresiones constantes en la narración, el narrador le recuerda todo el tiempo al lector que está leyendo una novela o salta de un tema a otro con total libertad. Incluso en otras novelas, como en La costurera y el viento, el narrador comienza confesando su intención de escribir una novela y comparte con el lector la búsqueda del argumento. Pero no lo hace porque piense que el lector sea boludo. Esas acotaciones son parte de la novela misma, hay un juego constante entre teoría y acontecimiento que en Aira van de la mano.
Es imposible ignorar la ironía que esconde el título de la novela que remite a Los misterios de París de Eugene Sue. Esta fue a mediados del siglo diecinueve una de las obras más representativas del realismo. Es la contracara de lo que César Aira entiende por literatura. Para él la literatura no es importante, es solo un juego, no tiene una función social ni algún fin. Ni hablar de generar una revolución a partir de ella. Y ese mensaje está claro en Los misterios de Rosario: “El arte no es un fin en sí mismo, pero la novela sí lo es”.
Lo que queda claro es que a César Aira la realidad lo aburre. Es necesario que ocurran cosas disparatadas y para el lector la experiencia de leerlo es algo así como escuchar al primer Pink Floyd o tomarse un ácido. Y vale la pena probar.