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Ed. Península, año 2007. Tamaño 23 x 15,5 cm. Estado: Usado excelente. Cantidad de páginas: 318
En los amplios espacios de Siberia, un teniente ruso se interna para hacer los primeros estudios geográficos de las montañas de Sijoté-Alín. Vladímir Arséniev se encuentra con obstáculos naturales pero, más que nada, con una fauna salvaje y una gente que tiene creencias muy arraigadas en la superstición.
Vladímir Arséniev es el autor de un libro que se hizo muy popular en su tiempo: Dersu Uzala, libro del que incluso se realizó una película de Akira Kurosawa en 1974. Pero este libro no trata de Dersu y su inagotable pericia como vagabundo de la estepa de Siberia, sino de un viaje que el propio Arséniev realizó con un grupo de compañeros por las montañas de Sijoté-Alín, también en Siberia.
Con un buen mapa donde se sitúen los ríos, montañas y lugares que menciona el autor la lectura se torna fascinante. Uno se encuentra con un explorador asombrado del mundo que visita: el encuentro con diferentes grupos de Siberia hace que casi cada idea que le mencionan sea importante y uno va descubriendo poco a poco la magnitud de esa enorme zona donde los hombres se quedan completamente solos y sin ayuda de nadie, lejos de la civilización: “Nos quedamos solos y al instante nos sentimos apartados del resto del mundo habitado.” (p. 69)
Y es en ese mundo donde pierden su embarcación con todo incluido: víveres, ropa, dinero, armamento… todo. Y en el inicio del otoño: “Todo el mundo comprendía la gravedad de la situación. El camino de vuelta estaba cortado. En el Gobilli no había ni barcas, ni personas. Sólo nos quedaba continuar adelante, sin ninguna esperanza de encontrar nada.” Y pocas líneas más adelante: “Es muy difícil explicar el hambre con palabras.” (p. 75-76)
Son rescatados por sus compañeros pero la expedición sigue y el lector va de la mano de todas las leyendas de quienes habitan Siberia: desde los hombres que vuelan hasta la evidencia palpable de que los tigres son los “perros” de Buin Adzani (el señor de los animales) y que no hay que matarlos o a uno le irá peor.
“No se debe disparar a un animal dormido. Primero hay que despertarlo con un grito y sólo luego puede utilizarse el arma. Esta ley la impone el tigre, que siempre lanza un rugido ensordecedor antes de atacar a su presa. El hombre que incumple esta norma nunca más vuelve a tener éxito en la caza e incluso puede sufrir algún daño.” (p. 311)
Era el tiempo en que los hombres tenían una relación más fuerte con los animales de lo que se tiene en la actualidad, sencillamente porque carecían de la superioridad tecnológica actual. Es impresionante leer que hace un siglo había aldeas completas que se sujetaban a los mandatos de los tigres y que les “cedían el paso” porque era la mejor manera de evitarlos, algo que ya se había leído en Dersu Uzala.
Aunque también hay menciones al rayo esférico (“…tenía delante de mí un rayo esférico…” (p. 110) y a algún fenómeno con el sol que los lugareños llamaban “el sol con orejas” (p. 266-267), las descripciones de las costumbres e ideas de la gente son quizá lo más impresionante, con dioses y reglas que hay que obedecer pero que carecen de sentido si se ven con los ojos de alguien que vive en una gran ciudad. Pero estas costumbres están muy vinculadas a la fauna del lugar, y ésta, a su vez, por el territorio que habita.