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Ed. Emecé, año 1980. Tamaño 22 x 14 cm. Traducción de Aníbal Leal. Estado: Usado muy bueno. Cantidad de páginas: 418

Por John Cheever

Me complacería que se hubiese invertido el orden en que se publican estos cuentos, y que yo apareciera primero como un hombre mayor y no como un joven que se sintió realmente impresionado cuando descubrió que hombres y mujeres verdaderamente decorosos aceptaban en sus asuntos la acritud erótica e incluso la codicia. Creo que el nacimiento de un escritor, a diferencia de lo que ocurre con un pintor, no revela nexos interesantes con sus maestros. En la formación de un escritor uno no encuentra nada parecido a las primeras copias que hizo Jackson Pollock de las pinturas de la Capilla Sixtina, con sus interesantes referencias cruzadas a Thomas Hart Benton. Uno puede ver al escritor aprendiendo torpemente a caminar, anudándose la corbata, haciendo el amor y comiendo con tenedor sus arvejas. Parece muy solo, y está decidido a autoeducarse. Ingenuo, en mi caso provinciano, a veces borracho, otras obtuso, casi siempre torpe, incluso una muestra selecta de los frutos tempranos sería una historia desnuda de la lucha que uno libró para educarse en economía y amor.

Estos cuentos datan del tiempo de mi Baja Honorable del Ejército, al fin de la Segunda Guerra Mundial. Por lo que recuerdo, siguen un orden cronológico y se han eliminado los trabajos que se caracterizan por su embarazosa inmadurez. A veces, estos cuentos parecen relatos provenientes de un mundo desaparecido hace mucho, cuando la ciudad dé Nueva York aún estaba saturada de luz fluvial, cuando uno escuchaba los cuartetos de Benny Goodman gracias a un receptor de radio de la papelería de la esquina y cuando casi todo el mundo usaba sombrero. Aquí está el último de esa generación de fumadores empedernidos que por la mañana despertaban al mundo con su tos, que solían emborracharse en las reuniones y bailar anticuados pasos de danza como “The Cleveland Chicken”, que viajaban en barco a Europa, que experimentaban auténtica nostalgia del amor y la felicidad, y cuyos dioses eran tan antiguos como los míos y los del lector, quienquiera sea éste. Las constantes que persigo en esta parafernalia a veces envejecida son el amor a la luz y la firme voluntad de delinear una pauta moral del ser. Cal vino no representó ningún papel en mi educación religiosa, pero su presencia aparentemente se insinuó en los recovecos de mi niñez y me dejó una amargura impropia.

Muchos de estos cuentos aparecieron inicialmente en “The New Yorker”, donde Harold Ross, Gus Lobrano y William Maxwell me ofrecieron los dones inestimables representados por un grupo nutrido, sagaz y sensible de lectores, y por dinero suficiente para sostener a la familia y comprar un traje nuevo año por medio. “Maldito sea, esto es una revista para la familia’’ solía aullar Ross ante la más mínima sugerencia de impulsos eróticos. En verdad, no era un hombre decoroso y cuando descubrió que yo me sobresaltaba apenas él empleaba la palabra “encamar” a la hora del almuerzo, comenzó a‘decir a menudo “encamar” y a mirar cómo me sobresaltaba. En realidad, su falta de decoro era acentuada y si, por ejemplo, calculaba que un compañero de póquer sería aburrido, se metía en el cuarto de baño y volvía con las orejas taponadas por papel higiénico. Naturalmente, esta clase de comportamiento nunca se manifestaba en la revista. Pero me agrada pensar que él me enseñó que el decoro es un modo de lenguaje, tan profundo y connotativo como otro cualquiera, y que difiere de los demás no por el contenido sino por la sintaxis y la imaginería. Como los hombres a quienes él alentó incluyen a individuos tan diferentes como Irwin Shaw y Vladimir Nabokov, me parece posible afirmar que hizo más bien que otra cosa.

La documentación cabal de nuestra propia inmadurez es embarazosa, y de tanto en tanto la descubro en los cuentos, pero en mi caso tal embarazo se ve redimido porque los cuentos me traen recuerdos de las mujeres y los hombres a quienes amé y de los cuartos y los corredores y las playas donde se escribieron los relatos. Mis cuentos favoritos son los que escribí en menos de una semana, y los que a menudo compuse en voz alta. Recuerdo que una vez exclamé: “¡Me llamo Johnny Hake!” Estaba en el corredor de una casa de Nan-tucket que habíamos podido alquilar barato porque estaba incluida en una demorada sucesión. Otra vez yo salía del cuarto de la doncella, también en una casa alquilada, y grité a mi esposa: “¡Ésta es la noche en que los reyes de áurea cota de malla cabalgan sobre las montañas montados en sus elefantes!” La tolerancia de mi familia ha sido valiosísima. Bajo el dosel de una casa de departamentos de la calle 59 compuse en voz alta el final de “Adiós, hermano mío”. “Oh, ¿qué puede hacerse con un hombre así?”, pregunté, y concluí diciendo: “¡Contemplé a las mujeres desnudas que emergían del mar!”. “Señor Cheever, usted está hablando solo”, dijo cortésmente el portero, y también él —educado, cordial y satisfecho con su propina de diez dólares en Navidad— parece una figura que brota del pasado duradero.

INDICE
Prefacio
Adiós, hermano mío
Un día como todos
El enorme receptor de radio
Los Hartley
La historia de Sutton Piace
El agricultor de verano
El golpe de suerte
Clancy en la torre de Babel
Qué triste es la Navidad para el pobre
La temporada del divorcio
La cura
El encargado
Las penas del gin
¡Oh, belleza y juventud!
El tren de las cinco y cuarenta y ocho
Una sola vez más
El ladrón de Shady
El ómnibus de Saint James
El gusano en la manzana
El problema de Marcia Flint
Los Wryson
El marido rural
El camión de mudanzas escarlata ç
Solamente dime quién era ç
La edad de oro
La cómoda
La profesora de música
Una mujer sin patria
La muerte de Justina
Clementina
Un niño en Roma
Miscelánea de personajes que no figurarán
La quimera
Las casas a la orilla del mar
El Brigadier y la viuda del Golf
Una visión del mundo
Reunión
Una norteamericana culta
Metamorfosis
Mené, mené, tequel, ufarsín
El océano
Marito* in città
Geometría del amor
El nadador
El mundo de las manzanas
Otra historia
Percy
La cuarta alarma
Las joyas de los Cabot