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Ed. José J. de Olañeta, año 1984. Tamaño 21,5 x 15 cm. Incluye 30 láminas en blanco y negro. Estado: Usado excelente. Cantidad de páginas: 86

Por André Joubin

Recogiendo aquí todas las cartas escritas desde Marruecos por Eugene Delacroix y dos fragmentos que las completan, hemos querido poner al lector en comunicación directa con el artista y dejarle el placer de recibir sin intermediario las impresiones de viaje del maestro.

El comentador, puesto que por desgracia es necesario un comentador, ha querido anularse, no sustituir al viajero escribiendo él mismo el relato de sus peregrinaciones, con riesgo de amenizarlo con unos cuantos extractos o citas en letra pequeña que nadie lee. Por lo demás, sabemos por Piron que Delacroix tenía la intención de publicar, a su regreso, un relato de su viaje e ilustrarlo con sus propios dibujos.

El libro, que sin duda habría sido una obra maestra, nunca vio la luz; otros trabajos, más importantes, ocuparon a Delacroix desde el momento de su llegada, y más tarde el frescor necesario de la impresión había desaparecido.

La colección de estas cartas, que hemos ilustrado con dibujos del maestro, inéditos o poco conocidos, no sustituirá el hermoso libro que él había soñado, es verdad, pero dará al menos una idea de lo que hubiera podido ser.

Las cartas, generalmente familiares, que escribió Delacroix desde Marruecos a sus más íntimos amigos, como Pierret o Fr. Villot, no tienen ninguna pretensión literaria y no estaban destinadas al público. No olvidemos, además, que Delacroix no fue a Marruecos para escribir, como hizo Loti, sino para dibujar y pintar, y el verdadero botín que trajo de Marruecos, no son notas o correspondencia, sino dibujos o acuarelas. El texto de sus notas de viaje que ha sido incorporado a su Diario no se sabe muy bien por qué -pues sin los croquis que los acompañan, tales notas son incomprensibles- se ve felizmente completado y esclarecido por las cartas que Delacroix escribió a lo largo de su viaje; en ellas vemos relatados, con mucha vivacidad y verbo, los acontecimientos principales que señalaron la expedición.

Dibujos, libretas de apuntes y correspondencia, forman un conjunto que merecería ser publicado íntegramente, pues nada se nos antoja hoy indiferente en este viaje a Marruecos, que fue probablemente el acontecimiento capital de la barrera de Delacroix.

La salida parece haberse decidido de improviso. La toma de Argel en 1830 nos había dado como vecino a un soberano inquieto, peligroso y poderoso, el sultán de Marruecos Muley Abd er-Rahman. El gobierno de Luis-Felipe, deseoso de establecer con él relaciones de buena vecindad, decidió enviarle una embajada. La misión le fue confiada al Conde Charles de Mornay, antiguo hidalgo de la Cámara de Carlos X, caballero elegante, apreciado tanto en los salones como en el mundo teatral en el que lo había introducido su relación con Mlle. Mars. Acaso tuvo la idea de unir a su misión un artista, como hicieran antaño los ilustres embajadores al Levante, los Nointel y los Choiseul-Gouffier. En todo caso, alguien tuvo la idea por él: Duponchel, director de la Opera, Mlle. Mars y Armand Bertin, director de los Débats, le presentaron a Delacroix e hicieron que lo tomara en calidad de artista agregado a la embajada. A finales de 1831, Delacroix estaba ya en plena fama. Desde hacía diez años, el pintor de Dante y Virgilio (1822), de La Masacre de Scio (1824), de Sardanápalo (1827) y de La Libertad de 1830 (1831) se había puesto a la cabeza de la joven escuela. Por más que se lo discutiera, era un compañero glorioso el que se proponía al señor de Mornay.

Llegado a la edad de treinta y cuatro años, Delacroix no había, por decirlo así, viajado. Aparte su corta escapada a Inglaterra en 1825, no se había alejado mucho de París. Los artistas, cuando son jóvenes, necesitan airearse. En aquel tiempo, los privilegiados iban a Italia, gracias al premio de Roma, que generalmente tan mal supieron aprovechar. Delacroix no tuvo esa suerte. Muy pronto, sintió la llamada de Oriente, e incluso del lejano Oriente, testigo de ello son sus curiosos estudios de miniaturas persas. Sus griegos, sus turcos, vestidos con los trajes que le prestaba su amigo M. Auguste, y finalmente la Masacre de Scio, ¡qué prodigiosa evocación del Oriente por un hombre que nunca había salido de París! Por eso, cuando se le presenta la ocasión inesperada de ir a ver a los orientales en su propio ambiente, Delacroix la aprovechó con entusiasmo. No empleó mucho tiempo en hacer su equipaje y el ll de enero de 1832 se embarcaba en Toulon en la corbeta aviso La Perle.

Las etapas de este viaje vamos a seguirlas en las cartas escritas por el artista: desembarco y estancia en Tánger, viaje y estancia en Mekinez, segunda estancia en Tánger, una excursión de quince días a España, en Cádiz y Sevilla, y regreso a Toulon el 5 de julio de 1832, tras hacer escala en Orán y Argel. El viaje había durado seis meses. Delacroix no volvió a hacer otro -salvo algún paseo corto por Bélgica, Holanda y el Rhin- pero aquél bastó para colmar su vida. Se es, generalmente, el hombre del viaje de juventud. Quien, a los veinte años, ha descubierto el mundo mediterráneo -la Antigüedad y el Oriente- se contenta fácilmente con ese espectáculo magnífico e inagotable. El Extremo Oriente, el Africa negra, las Américas y el Pacífico están muy bien, claro; pero mejor dejarlo para otra vida. Delacroix fue y siguió siendo hombre de Marruecos. Cuéntense -sin hablar de los miles de dibujos, de croquis, de estudios y de acuarelas, que de allí trajo- cuéntense solamente las obras maestras dadas a la luz gracias a Marruecos: Las Mujeres de Argel, que Renoir consideraba el más bello cuadro del mundo, La Boda judía, El Cuerpo de Guardia de Mekinez, La Fantasía Arabe, El Jefe Arabe en una Tribu, La Recepción del Sultán Abd er-Rahmán, y más, y las grandes composiciones de la Cámara y del Senado, totalmente impregnadas de la atmósfera, de los paisajes y de las figuras de Marruecos. Hasta su último día, Delacroix reanimó su inspiración con los recuerdos imborrables de su viaje al Maghreb.

El primer resultado de aquel viaje fue sacar súbitamente a Delacroix de la atmósfera de su taller y revelarle bruscamente el mundo exterior, el más vivo, el más alegre, el más colorido, el mundo mediterráneo. La vida oriental, con su tumulto de colores violentos, ¡qué conmoción para un artista como Delacroix, concentrado hasta entonces en su meditación y llevado a recrear en su taller el mundo salido de su poderosa imaginación! Con ello su horizonte se vio ampliado; su estética modificada y acercada a la vida; y su paleta, iluminada y transformada. La teoría de los reflejos, madre del impresionismo, salió de los estudios de Marruecos.

Cabe suponer que Delacroix salió en dirección a Tánger, con el deseo de ver los espectáculos de la vida oriental, de alegrar la vista con lo pintoresco de las costumbres, del traje, de las ciudades y los paisajes que ya le habían revelado los relatos de los viajeros, los dibujos y pinturas de Auguste. Pero, si bien observó divertido las cosas y las gentes, si bien se dejó embriagar por la nobleza de las líneas y la viveza de los colores, hizo en Marruecos un descubrimiento inesperado, completamente distinto de los que podía creer que haría: tuvo la revelación de la Antigüedad o, mejor dicho, de la vida antigua. Aquel romántico apasionado por Dante, por Shakespeare y Byron, fue a Marruecos a descubrir los hombres de Roma y de Atenas. Coma todos los franceses, escritores o artistas, a partir del Renacimiento, Delacroix tuvo, en su momento, la obsesión de la antigüedad griega y romana, y soñó con resucitar aquel mundo desaparecido. Poussin habia ido a Roma para tratar de penetrar este misterio. Habia creído -y tras él sus sucesores hasta David- que la llave del enigma estaba en el estudio de los monumentos, las estatuas, los relieves, los vasos, todos aquellos restos inanimados que se recogen piadosamente en los museos. Todo eso no es más que arqueología, y la arqueología nunca ha hecho brotar la más mínima chispa de vida; la obra del propio David no rebasa los límites de un ejercicio escolar. Si el arte de griegos y romanos permanece imperecedero en cuanto interpretación directa de la vida, la imitación servil de las formas exteriores de aquel arte no contiene la más mínima partícula viviente. Aquellos griegos y aquellos romanos, que Delacroix conocía tan solo por los cuadros de la escuela de David, las estatuas de los museos y el recuerdo de sus clases en el Lycee Imperial, aquellos griegos y aquellos romanos, que había olvidado después de las lecciones de Mr. Quenord y que sin duda ya no le interesaban demasiado, he aquí que al desembarcar en Tánger, ¡los ve vivir y agitarse en torno a él!. «Imagina, amigo mío -le escribe a Pierret- lo que es ver tumbados al sol, paseándose por las calles, remendando chancletas, a personajes consulares, a Catones, a Brutos, a quienes ni siquiera falta el aire desdeñoso que debían tener los amos del mundo… Todo eso de blanco como los senadores de Roma y las panateneas de Atenas»; y dice en otro lugar: «Se creería uno en Roma o Atenas, quitado el aticismo: pero con las túnicas, las togas y mil accidentes de lo más antiguo!»; y para terminar, esta conclusión: «Los romanos y los griegos están aquí a mi alcance. Mucho me he reído de los griegos de David, aparte naturalmente, su sublime pincel. Ahora los conozco; las estatuas de los mármoles son la verdad misma, pero hay que saber leer en ellas, y nuestros pobres modernos no han vista en ellas más que jeroglíficos. Si la escuela de pintura persiste en seguir proponiendo, como tema para los jóvenes discípulos de las musas, a la familia de Príamo y Atrea, estoy convencido, y usted será de mi misma opinión, de que les valdría infinitamente más que los enviaran, en el primer barco, como grumetes a Berbería, que seguir fatigando por más tiempo la tierra clásica de Roma. Roma ya no está en Roma».

Mi amigo Ali bey, el mas parisino de los árabes de Túnez, acostumbraba decir que los más puros descendientes de los romanos eran, hoy en día, no los italianos, sino los árabes del Norte de Africa. En lo cual, con esta aparente paradoja, coincidía sin saberlo con Delacroix. Y, además, los árabes de 1832 no habían cambiado demasiado desde la conquista y habían permanecido mucho más romanos de lo que puedan serlo hoy, ahora que las ideas occidentales han arruinado, poco más o menos, aquella civilización que no carecía ni de grandeza ni de virtudes. Delacroix tuvo la suerte de ver un Marruecos todavía intacto, un mundo feudal totalmente impregnado de tradiciones antiguas. La vida de los griegos y de los romanos se le reveló súbitamente; los personajes históricos cuyos elevados actos le habían enseñado sus maestros no hacía mucho, se encarnaron para él en aquellos marroquíes que él veía vivir en su país, y más tarde, cuando a su vez se le pidió que evocara la vida antigua en sus grandes conjuntos de la Cámara y del Senado, no tuvo más que despertar el recuerdo de los espectáculos de Marruecos para resucitar todo un mundo desaparecido. En la tentativa en que Poussin y David habían representado una etapa, Delacroix triunfó finalmente, pues, fiel a las lecciones de los artistas de la Antigüedad, no había preguntado al mundo de los muertos, sino al mundo de los vivos y presentó en sus obras una interpretación de la vida. De ahí, la grandeza incomparable de sus composiciones, obras maestras únicas en la historia del arte francés.

Ese es el descubrimiento esencial que Delacroix hizo en Marruecos, el que más profundamente deja huella en su espíritu. Añádasele el gusto por los colores vivos, amor al movimiento, la curiosidad incansable por el detalle preciso en las figuras, los trajes, los monumentos o los paisajes, cualidades todas que exalta en supremo grado. Por eso, de este prodigioso conjunto de notas, croquis, dibujos, acuarelas o pinturas, se desprende un verdadero encanto del que no nos cansaremos nunca, mientras haya entre nosotros hombres de gusto y de cultura refinada. Ojalá esta colección no parezca un reflejo demasiado indigno de los tesoros traídos por Delacroix de su viaje a Marruecos.

INDICE
Introudcción
Cartas de Marruecos
1- A Fr. Villot
2- A Pierret
3- A Pierret
4- A Pienet
5- A Pierret
6- Al Sr. Félix Feuillet
7- Al Sr. Th. Gudin
8- Al Sr. Duponchel
9- A Fr. Villot
10- A Pierret
11- A Pierret
12- A Pierret
13- A Pierret
14- A Pierret
15- A Armand Bertin
16- Al Sr. Jal
17- A Pierret
18- A Pierret
19- A Fr. Villot
20- A E. Feuillet
Un combate de caballos en Marruecos
Una boda judía en Marruecos
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