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Ed. Periférica, año 2011. Tamaño 21 x 13,5 cm. Traducción de Francisco de Julio Carrobles. Estado: Nuevo. Cantidad de páginas: 174

Cuando leemos Sobre la felicidad a ultranza podemos caer en la tentación de acercarnos al texto en clave autobiográfica e incluso en clave generacional. Y es ése un acercamiento válido porque da la impresión de que el autor no interpone barreras entre él mismo y su voz narrativa.

Yo no conozco a Ugo Cornia, pero el texto transmite una sinceridad que, a menudo erróneamente, suele exigírsele a una novela que asume las coordenadas de la narración autobiográfica. Da igual si es verdad o mentira que el padre de Cornia fumaba o si su madre estaba pasada de peso o si una muchacha, cuyo rostro era “un verdadero milagro”, le mordió la lengua mientras los dos se besaban al abrigo de unos soportales. Lo importante es que, como lectores, creemos.

Incluso en esos pasajes donde se detecta un exceso de ingenuidad, de espontaneidad impostada, por parte de la voz de un hombre que ya supera los cuarenta años. O quizá es que este libro, en apariencia poco aparatoso conceptualmente, también habla de la crónica dificultad de crecer o de la dificultad de crecer y el apego a los padres de una generación que es la mía, o de esa misma dificultad en el contexto de la cultura mediterránea frente a otras culturas partidarias de empujar a los pollos muy pronto del nido para que se estampen contra el suelo, o quizá el tema se relaciona con el privilegio que supone esa dificultad de crecer cuando la pretensión del ser humano se identifica con su deseo de ser feliz.

La elección de ese tono que hace que al lector se le vaya el oído durante varios días es verosímil: Cornia escribe este texto —yo no lo llamaría “novela” y eso no tendría la menor importancia— abducido por el adolescente o el joven que fue, por el hombre en proceso de crecimiento irreversible hacia la muerte. Porque este libro recoge pensamientos —y “recoger pensamientos” no es exactamente lo mismo que reflexionar— sobre cuatro cosas: muerte, sexo, felicidad y familia. Todo ello visto con una mirada laica, incluso atea, donde se toleran los fantasmas, la superstición y las manías, los gritos desgarradores, pero jamás la culpa, ni esa retorcida incomunicación que define las relaciones familiares sobre las que indagan a menudo traumatizados artistas nórdicos.

Pienso en las películas de Bergman y de Lars von Trier. Pienso en aquella joya del Dogma, dirigida por Thomas Vinterberg, que se titula Festen. Sobre la felicidad a ultranza se coloca en las antípodas de ese clima opresivo y represivo. Cornia dibuja la luz mientras sus personajes hablan por los codos —vivos o muertos— e, incluso cuando no hablan, se entienden perfectamente y se tienen completamente calados.

Cornia experimenta con un modo de concebir el arte simétrico a un modo de concebir la vida, retratada en su plenitud, hasta en sus experiencias más dolorosas: esas que de tan trágicas se hacen cómicas o entrañables con el paso de un tiempo que todo lo cura.

El libro de Cornia recoge pensamientos que parecen flores en lugar de cavilación y que, sin embargo, son profundos, casi atávicos, y consuelan a quien lee sin despeñarse por el abismo de la religiosidad —ni siquiera del panteísmo—, de la ñoñería cursi o del confort psicológico propiciado por los libros de autoayuda, como si el subconsciente o la “vida interior” fueran la república independiente de tu casa —y una porra—.

Sobre la felicidad a ultranza invita al disfrute. A la salud que huye del riguroso y desbocado examen de conciencia y de los malos recuerdos enquistados. Aun así, Cornia no nos permite olvidar que ciertos destinos son inexorables y, recreando las desapariciones de sus seres más queridos —sus padres, su tía—, expresa la indeleble presencia del amor, el placer de su despertar sexual, el miedo, las ganas que tiene de olvidarse de su propia caducidad para comerse la vida a bocados con más gusto. No hay tragedia y, no obstante, la tragedia siempre está ahí.

Marta Sanz