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Ed. Siglo XXI, año 1972. Tamaño 18 x 11 cm. Traducción de Francisco González Aramburu. Estado: Usado muy bueno. Cantidad de páginas: 344

Por Angela Y. Davis y Bettina Aptheker
Junio de 1971

La represión política en los Estados Unidos ha alcanzado proporciones monstruosas. Las personas de piel negra y piel morena, especialmente, víctimas de las formas más nocivas y premeditadas de opresión clasista, nacional y racial soportan lo más pesado de esta represión. Decenas de miles de hombres y mujeres inocentes, que en su aplastante mayoría son pobres, llenan las cárceles y penales; centenares de miles más, entre los que figuran los grupos de individuos presumiblemente más respetables, están sometidos a la vigilancia de la policía, del FBI y de los servicios de inteligencia militar. El gobierno de Nixon, en fecha muy reciente, reaccionó a las protestas generalizadas en contra de la guerra de Indochina mandando detener a más de 13000 personas y colocándolas en estadios convertidos en campos de detención.

Me parece que el hecho más importante que hay que tomar en consideración en medio de esta represión es que junto con toda su parafernalia de coerción, manipulación y control constituye un reflejo de graves resquebrajamientos en el orden social actual. Es decir, aunque no subestimamos los recursos coercitivos de que dispone el Estado y en particular la policía y las fuerzas militares para sofocar toda clase de oposición (y la centralización del control de esas fuerzas), pienso que la necesidad de recurrir a tal represión constituye un reflejo de una crisis social profunda, de una desintegración del sistema. Una de las conclusiones fundamentales a que he llegado durante la preparación de este libro ha sido, en efecto, la de que todo el aparato del Estado democrático burgués, especialmente su sistema judicial y sus cárceles, se está desintegrando. Es preciso definir cada vez más a los sistemas judicial y carcelario como instrumentos de irrefrenada represión, como instituciones a las que puede hacerse resistencia con éxito, pero que cada vez más son incapaces de una reforma llena de sentido. Tienen que ser transformadas, en la acepción revolucionaria del término.

La represión es la reacción de una camarilla gobernante imperialista, cada vez más desesperada, y que tiene como objeto poner freno a una desafección por lo demás incontrolable y cada vez más popular que habrá de conducir finalmente, según creemos nosotros, a la transformación revolucionaria de la sociedad.

En tal momento, cuando los círculos gobernantes tienen que valerse constantemente de la coerción en vez de apoyarse en un derecho legítimo, establecido popularmente, a gobernar, posee importancia capital que los movimientos revolucionario y democrático radical se mantengan a la ofensiva y cobren la magnitud de un movimiento de masas cuyo crecimiento sea geométrico. Precisamente a causa de su empuje ofensivo la lucha por liberar a los presos políticos cobra tal significación particular. Pues pone en tela de juicio la legitimidad del Estado en una coyuntura crítica y, simultáneamente, puede devolver a docenas de hermanos y de hermanas a sus comunidades y a la lucha que se está efectuando. Aunado a una denuncia del sistema carcelario por considerarlo como apéndice del Estado capitalista —como instrumento de la opresión clasista, racial y nacional— y a la demanda de abolición de tal sistema en la forma actual, el empuje ofensivo del movimiento queda reforzado todavía más.

Creemos que es por todas estas razones por lo que la detención de Angela puede atribuirse inmediatamente a su infatigable entrega a la defensa de los Hermanos de Soledad y de otros presos políticos, así como a los esfuerzos realizados para denunciar al sistema carcelario. Provoca la ira especial de las camarillas dominantes porque es negra, porque es una intelectual radical y porque es comunista.

Muchos de quienes militan en los movimientos progresista y radical han propendido, sobre todo en meses recientes en que la represión se ha vuelto particularmente intensa, a interpretar esta intensidad como una medida de carácter fascista del gobierno. Que esas represalias políticas cada vez más drásticas y ese terror cada vez más manifiesto nos revelan tendencias fascistas en lo más íntimo de los círculos gobernantes es algo que no puede negarse. La gravedad de estas tendencias jamás deberá ser subestimada.

Sin embargo, por ser marxistas, interpretamos el fascismo no sólo en función de los métodos terroristas a los cuales recurre, ya que éstos pueden hacerse presentes antes de que se afirme el orden fascista. El fascismo representa el triunfo de la contrarrevolución, es decir, el fascismo constituye la contrarrevolución. Al imponerse el fascismo, la explotación de la clase trabajadora se vuelve infinitamente más intensa y la refuerzan formas extremas de represión terrorista.

Por esta razón, tiene importancia esencial interpretar las tendencias fascistas en función de la amenaza concreta que representan para los trabajadores; y en los Estados Unidos su amenaza concreta, en primer lugar, al sector más explotado y, al mismo tiempo, más radical y consciente políticamente de la clase obrera, a saber, las comunidades negra, puertorriqueña y chicana. Por consiguiente, y hemos tratado de hacer hincapié en esto, la lucha fundamental que hay que librar entre la clase trabajadora es la lucha franca, agresiva y sin contemplaciones contra toda manifestación de racismo.

Además, nuestra concepción de las dimensiones de la represión debe desarrollarse a fin de advertir el ataque del gobierno de Nixon contra el derecho al contrato colectivo de los trabajadores (a través, por ejemplo, de su abrogación de la Ley de Bacon-Davis, como abierta amenaza a los obreros de la construcción para que firmen un contrato o si no…) como aspecto esencial de las tendencias fascistas. Otro ejemplo es la legislación de emergencia del gobierno para aplastar la huelga de los trabajadores ferroviarios; o su utilización de la Guardia Nacional para lidiar con la huelga de los trabajadores de correos (durante la cual los líderes más militantes de entre los trabajadores más humildes fueron empleados negros).

Parece estar establecido, sobre todo si nos fijamos en los testimonios históricos, que el advenimiento del fascismo no es un acontecimiento aislado (un repentino golpe de Estado) sino un prolongado proceso social. La madurez de las tendencias fascistas es correlativa de la madurez del proceso revolucionario, pues ambos provienen de una crisis aguda y general del orden social. A la tendencia fascista, en sus etapas incipientes, se le debe hacer resistencia mediante la creación de la más grande coalición posible, antes de que tenga oportunidad de afirmar su poder; y la esencia radical, democrática, del movimiento antifascista, igualmente, es el requisito previo del éxito del movimiento revolucionario.

Georgi Dimitrov en el Séptimo Congreso de la Internacional Comunista (1935), aun cuando hablaba acerca del surgimiento del fascismo en un período histórico particular, pronunció una advertencia que a nuestro juicio sigue siendo válida en nuestro tiempo: «[El proletariado revolucionario] no debe permitir que el fascismo lo coja desprevenido, no debe ceder la iniciativa al fascismo, sino que debe lanzarle golpes decisivos antes de que pueda reunir sus fuerzas, no debe permitirle al fascismo consolidar su posición, debe rechazar el fascismo dondequiera y cuando quiera que levante su cabeza, no debe permitirle al fascismo capturar nuevas posiciones…»

La represión gubernamental de nuestros días ha chocado con una considerable resistencia popular, tanto espontánea como organizada. La rebelión de San Rafael, que dio lugar a las acusaciones en contra de Angela, debe entenderse como una reacción ante la brutalidad desenfrenada y las formas más graves de represión política en las cárceles. Un número cada vez mayor de personas comienza a participar en las formas de lucha de masas organizada. Se han alcanzado ya victorias palpables, aunque parciales, mediante la feliz combinación de estrategias legales y políticas que procuran utilizar todas las vías constitucionales existentes y crear nuevas, mientras, simultáneamente, se esfuerzan por conquistar el apoyo más amplio posible en la comunidad.

El sorprendente sobreseimiento de las acusaciones de asesinato y conspiración contra los dirigentes del Partido Pantera Negra, Ericka Huggins y Bobby Seale, por obra de un juez de la Suprema Corte en New Haven, Connecticut, después de que su juicio desembocó en un jurado en desacuerdo, constituye un ejemplo de la lucha legal y política que puede librarse. De igual manera, la absolución del grupo de los 21 panteras en Nueva York y la revocación de la condena del ministro de Defensa del Partido Pantera Negra, Huey P. Newton (aunque sea sólo una victoria parcial, ya que ahora tendrá que enfrentarse a un segundo juicio acusado de lo mismo), nos indican el grado de resistencia popular. Sin embargo, no creemos que estas victorias sean reflejo de la equidad o de la imparcialidad del poder judicial, como aseveró con toda tranquilidad el New York Times en un artículo editorial después de la absolución de los 21 panteras. Por el contrario, las victorias se alcanzaron a pesar de los increíbles obstáculos colocados frente a la defensa. Estos obstáculos, entre los que figuraron, en muchos casos, los ataques psicológicos y físicos contra los acusados y sus abogados, se pueden atribuir inmediatamente al fomento de la histeria racista, del anticomunismo y del patrioterismo más barato, así como a la tremenda erosión de los derechos y disposiciones constitucionales, inspirada, en particular, por el Presidente de los Estados Unidos, su Vicepresidente, el Procurador General y el Director del FBI. Estas acciones han convertido en tribunales políticos procedimientos judiciales y audiencias administrativas aparentemente comunes e inocuas.

Las victorias alcanzadas en los tribunales hasta ahora son resultado de una resistencia incesante e inflexible: que logró modificar la conciencia política de los jurados, en particular, y de las comunidades en general; que política, legal y organizativamente a cada paso y oportunidad, procuró contrarrestar el premeditado ataque del gobierno.

A pesar de estas realizaciones, la corriente represiva principal sigue su marcha. Son evidentes las detenciones y los encausamientos de los activistas políticos. Se han hecho más intensos los ataques, oficialmente sancionados, en contra del movimiento sindical organizado. Los Estados Unidos prosiguen su agresión en Indochina. Continúan los ataques dirigidos oficialmente contra el sistema educativo, en particular contra las’ universidades y los institutos de enseñanza superior. La violencia policíaca en los guetos y barrios de puertorriqueños y mexicanos ha ido en aumento.

No obstante, en medio de una represión tan severa, las absoluciones y revocaciones demuestran que la resistencia popular ha logrado crear un contexto político contrapuesto a la histeria del gobierno. Esto quedó demostrado en el caso de Bobby Seale y Ericka Huggins y en la reciente revocación de las acusaciones de asesinato en contra de tres presos de la Cárcel de Soledad, James Wagner, Roosevelt Williams y Jesse Lee Phillips, acusados de dar muerte a un guardia blanco de la Cárcel de Soledad. Su abogado explicó que el caso del fiscal «.. .simplemente hizo agua. Desde un principio se vio que era un infundio. Era resultado de la necesidad de las autoridades de la cárcel, que querían conseguir una condena…»

Un aspecto fundamental de este movimiento por la liberación de los presos políticos es algo más que su capacidad de liberar a víctimas individuales de la represión. Debido a su relación con los movimientos de libe¬ración y con los movimientos revolucionario y democrático, las ramificaciones políticas de cada victoria trascienden su objetivo inmediato de liberar a individuos en particular. Constituyen un ejemplo de esta dinámica, has¬ta cierto punto, las victorias parciales alcanzadas en la década de 1930 durante la lucha por la liberación de los muchachos de Scottsboro.

Hoy en día —cuarenta años después cuando la crisis a que se enfrenta el orden social en los Estados Unidos es todavía más profunda y los movimientos revolucionario y de liberación nacional en los Estados Unidos y en el mundo son infinitamente más poderosos— es evidente que la dinámica política del movimiento en pro de la liberación de los presos políticos puede superar con mucho la fuerza anterior. Desde este punto de vista, en particular, la defensa de Angela puede entenderse como caso primordial, cuyas concomitancias políticas trascienden con mucho la liberación de un solo individuo.

Creemos que la necesidad política más reciente es la de la consolidación de un frente unido que reúna a todos los sectores de los movimientos revolucionarios, radical y democrático. Sólo un frente unido —encabezado, en primer lugar, por los movimientos de liberación nacional y la clase trabajadora— puede contrarrestar decisivamente, desde los puntos de vista teórico, ideológico y práctico, la postura cada vez más fascista y genocida de la camarilla gobernante actual.

Creemos que hay pruebas de que tal frente está surgiendo. Las comunidades negra, puertorriqueña y chicana están reaccionando con fuerza cada vez mayor a la regresión oficial. Grandes sectores del movimiento pro paz y algunos importantes sectores del movimiento obrero han abrazado la lucha por liberar a los presos políticos y en la zona de la Bahía de San Francisco se han realizado esfuerzos para crear un comité de solidaridad con los presos políticos. Muchas organizaciones, entre las que figura el Partido Comunista, han reconocido la necesidad de la formación de tal Frente Unido y se han puesto conscientemente a proyectarlo. La represión se salta las fronteras ideológicas. Para triunfar, la resistencia debe hacer otro tanto. Debemos buscar una unidad de acción, aun cuando mantengamos la identidad de nuestras organizaciones y aceptemos estar en desacuerdo en determinadas cuestiones.

Con este criterio, hemos incluido toda una variedad de perspectivas políticas en las selecciones aquí ofrecidas, en tanto que, al mismo tiempo, hemos procurado preservar una unidad temática de resistencia a la opresión racial y nacional, a la guerra en Indochina, a la represión y al sistema carcelario tal y como está constituido actualmente. Con este criterio hemos tratado también de poner al descubierto el carácter infundioso de las acusaciones del gobierno en contra de Angela y de dar a entender la amplitud del apoyo que su defensa ha alcanzado.

Finalmente, tenemos la esperanza de que este libro aporte algo a la cristalización de un Frente Unido al poner al descubierto la bestialidad del sistema carcelario; y al establecer con datos, hechos concretos y pormenores el grado de la represión política en los Estados Unidos que ya ha segado decenas de vidas y mantenido en las cárceles a miles de personas.

CARTA ABIERTA A MI HERMANA, ANGELA DAVIS, por JAMES BALDWIN

Querida hermana:

Habría deseado que, para estas fechas, la simple visión de cadenas sobre carne negra, o la simple visión de cadenas, habría de ser algo tan intolerable para el pueblo norteamericano, un recuerdo tan insoportable, que habría de levantarse espontáneamente y destruir las manillas. Pero no, parecen gloriarse en sus cadenas; como nunca antes, ahora parecen medir su seguridad en cadenas y cadáveres. Y de tal modo, la revista Newsweek, civilizada defensora de lo indefendible, trata de ahogarte en un mar de lágrimas de cocodrilo («quedaba por ver cuál era la clase de liberación personal que había alcanzado ella») y te exhibe en su portada, encadenada.

Pareces estar terriblemente sola, tan sola, digamos, como el ama de casa que viaja en el vagón con destino a Dachau, o como cualquiera de nuestros antepasados, encadenados unos a otros, en el nombre de Jesús, rumbo a tierras cristianas.

Bueno. Puesto que vivimos en una era en que el silencio no sólo es criminal sino suicida, he venido haciendo todo el ruido que he podido, aquí, en Europa, por la radio y por la televisión; en efecto, acabo de regresar de un país, Alemania, que se destacó por tener una mayoría silenciosa no hace mucho tiempo. Se me pidió que hablase acerca del caso de la señorita Angela Davis y así lo hice. Muy probablemente fue un acto fútil, pero no debemos dejar pasar ninguna oportunidad.

Soy unos veinte años mayor que tú, por consiguiente, de esa generación de la que George Jackson se ha atrevido a decir que no tiene «hermanos sanos, ni uno solo». No estoy dotado, de ninguna manera, para discutir tal afirmación aventurada (por lo menos, no sin meterme en lo que, en este momento, serían sutilezas que no vienen al caso), pues sé de sobra qué es lo que quiere decir. Mi propio estado de salud es bastante precario, sin duda. Al pensar en ti, y en Huey y en George y (sobre todo) en Jonathan Jackson comienzo a comprender qué era lo que tenías presente cuando hablaste acerca de las maneras en que puede utilizarse la experiencia del esclavo. Lo que ha ocurrido, me parece, y para decirlo de manera demasiado sencilla, es que toda una nueva generación de personas ha estimado y absorbido su historia y que gracias a esta acción tremenda se han liberado a sí mismas de ella y nunca volverán a ser víctimas. Podrá parecer que esto es algo extravagante, insensible e indefendiblemente impertinente cuando se le dice a una hermana que está en la cárcel, luchando por salvar su vida y la vida de todos nosotros. Sin embargo, me atrevo a decirlo, porque creo que tal vez no me interpretarás mal y porque, después de todo, no lo digo como si fuese un simple espectador.

Lo que estoy tratando de darte a entender es que tú —por ejemplo— no pareces ser la hija de tu padre, del mismo modo en que yo soy el hijo de mi padre. En el fondo, las esperanzas de mi padre y las mías propias fueron las mismas, las expectativas de su generación y las de la mía fueron las mismas; y ni la enorme diferencia en nuestras edades ni el traslado desde el sur hasta el norte pudieron cambiar estas esperanzas o hacer más viables nuestras vidas. Pues, en efecto, para decirlo con las brutales palabras de aquel tiempo, con el lenguaje interior de aquella desesperación era simplemente un nigger, un miserable negro, trabajador y predicador, y también yo lo era. Me salí del camino que me había fijado, pero esto no tiene más importancia aquí y ahora, en sí mismo, que la que tiene el hecho de que algunos españoles pobres lleguen a convertirse en toreros ricos o que algunos chicos negros pobres se hagan ricos, como ocurre a los boxeadores, por ejemplo. Eso rara vez, o nunca, le ha proporcionado a la gente algo más que una catarsis emocional, aun cuando no quiero que se piense que me siento superior a este respecto, tampoco. Pero cuando Cassius Clay trocó su nombre por el de Muhammed Alí y se negó a vestir el uniforme del ejército (¡y sacrificó todo aquel dinero!) un impacto muy diferente experimentó la gente y una clase de enseñanza harto diferente había comenzado.

El triunfo norteamericano —en el que la tragedia norteamericana ha estado siempre implícita— fue conseguir que los negros se despreciasen a sí mismos. Cuando yo era pequeño me desprecié a mí mismo, pues no sabía hacer otra cosa. Y esto significó, aunque inconscientemente, o contra mi voluntad, o con gran dolor, que también despreciase a mi padre. Y a mi madre. Y a mis hermanos. Y a mis hermanas. Mientras yo crecía, los negros se mataban unos a otros cada sábado por la noche en la Avenida Lenox; y nadie les explicaba, ni nadie me explicó, que se quería que lo hiciesen; que los tenían acorralados donde los tenían, como si fuesen animales, a fin de que no se considerasen a sí mismos mejores que animales. Todo sustentaba a este sentimiento de la realidad y nada lo desmentía; y por eso estaba uno preparado, cuando llegaba el momento de ir al trabajo, para que lo tratasen como esclavo. Y así, estaba uno preparado, cuando se presentaban los terrores humanos, para arrodillarse ante un Dios blanco y para rogarle a Jesús la salvación, ante ese mismo Dios blanco que era incapaz de mover un dedo para ayudarle a uno a pagar la renta, incapaz de despertar a tiempo para ayudarle a uno a salvar a su propio hijo.

Por supuesto, en cualquier cuadro hay siempre muchas más cosas de las que pueden percibirse rápidamente y dentro de todo esto, gruñendo y lamentándose, observando, calculando, haciendo el payaso, sobreviviendo y aguzando el ingenio, alguna fuerza enorme estaba forjándose no obstante, la cual es parte hoy de nuestra herencia. Pero este aspecto particular de nuestro viaje ha empezado ahora a quedar atrás. El secreto se ha revelado:
¡somos hombres!

Pero la expresión franca y directa de este secreto le ha causado un temor mortal a la nación. Hubiese querido poder decir que le ha devuelto la «vida» al país, pero esto es pedir demasiado a un conjunto dispar de personas desplazadas, agazapadas en sus trenes de carretas y cantando: «Adelante, soldados cristianos». La nación, si los Estados Unidos son una nación, no está preparada de ninguna manera para este día. Es un día que los norteamericanos nunca esperaron ni desearon ver, por más piadosamente que proclamen su creencia en el progreso y en la democracia. Estas palabras, dichas por norteamericanos, se han convertido ahora en una suerte de obscenidad universal: pues esta gente infelicísima, firme creyente en la aritmética, nunca esperó verse cara a cara con el álgebra de su historia.

Una de las maneras de calibrar la salud de una nación, o de discernir qué es lo que cree realmente que son sus intereses —o en qué medida puede considerarse como nación, es decir, como algo distinto de una coalición de intereses especiales— consiste en examinar a las personas a quienes se elige para que la representen o la protejan. Una sola mirada a los dirigentes norteamericanos (o figurones) nos dice que los Estados Unidos están al borde del caos absoluto, y también nos indica el futuro que los intereses norteamericanos, si acaso no la masa del pueblo norteamericano, tienen el deseo de fijar para los negros. (Ciertamente, una sola mirada a nuestro pasado lo confirmaría.) Es evidente que para la masa de nuestros compatriotas (nominales) somos todos «desechables». Y los señores Níxon, Agnew, Mitchell y Hoover para no hablar, por supuesto, de la flor y nata de los racistas, del encantador Ronnie Reagan, no vacilarán ni un momento en ejecutar lo que, según insisten, es la voluntad del pueblo.

Pero ¿cuál es, en los Estados Unidos, la voluntad del pueblo? ¿Y quiénes, para los antes mencionados, son el pueblo? El pueblo, cualesquiera que puedan ser las personas que lo constituyan, sabe tanto acerca de las fuerzas que han llevado al poder a los caballeros antes mencionados como sabe acerca de las fuerzas determinantes de la matanza en Vietnam. La voluntad del pueblo, en los Estados Unidos, ha estado siempre a merced de una ignorancia no simplemente fenomenal, sino sagrada, y religiosamente cultivada: para poder ser utilizada mejor por una economía carnívora que democráticamente mata y hace víctimas tanto a los blancos como a los negros. Pero la mayoría de los norteamericanos blancos no se atreven a reconocer esto (aunque se lo sospecha) y este hecho encierra un peligro mortal para los negros y una tragedia para el país.

O, para decirlo de otra manera, mientras los norteamericanos blancos se refugien en su «blancura» —mientras sean incapaces de escapar de esta que es la más monstruosa de las trampas—, permitirán que se asesine a millones de personas en su nombre y serán manipulados para que emprendan y acepten lo que creerán que es una guerra racial, y así lo justificarán. Nunca, mientras su blancura ponga una distancia tan siniestra entre sí mismos y sur propia experiencia y la experiencia de otros, se sentirán lo suficientemente humanos, lo suficientemente dignos como para hacerse responsables de sí mismos, de sus dirigentes, de su país, de sus hijos o de su destino. Perecerán (como en otro tiempo decíamos en nuestra iglesia negra) por sus pecados, es decir, por sus propios engaños e ilusiones. Y sobra decir que esto ya está ocurriendo, en todas partes.

Sólo un puñado de los millones de personas que habitan en este gran espacio tiene conciencia de que la suerte que se ha decretado para ti, hermana Angela, y para George Jackson, así como para los innumerables presos en nuestros campos de concentración —pues eso es lo que son— es una suerte que habrán de correr también ellos. Las vidas blancas, para las fuerzas que mandan en este país, no son más sagradas que las negras, como muchísimos estudiantes están descubriendo, como demuestran los cadáveres norteamericanos blancos en Vietnam. Si la gente de los Estados Unidos no puede lidiar con sus jefes elegidos para la salvación de su propio honor y de las vidas de sus propios hijos, nosotros, los negros, los más rechazados hijos del Occidente, muy poco podemos esperar de ellos, lo cual, después de todo, nada tiene de nuevo. Lo que los norteamericanos no advierten es que una guerra entre hermanos, en las mismas ciudades, en el mismo suelo, no es una guerra racial, sino una guerra civil. Pero la ilusión que se hacen los norteamericanos no es sólo la de que sus hermanos son todos blancos, sino la de que todos los blancos son sus hermanos.

Así sea. No podemos despertar a este dormido y Dios sabe cómo nos hemos esforzado por conseguirlo. Debemos hacer lo que podemos y fortificarnos y salvarnos los unos a los otros; ¡nosotros no nos estamos ahogando en un apático desprecio de nosotros mismos, nosotros nos sentimos lo suficientemente valiosos y dignos como para luchar inclusive contra fuerzas inexorables a fin de cambiar nuestro destino, y el destino de nuestros hijos y la condición del mundo! Sabemos que un hombre no es una cosa y que no debe quedar a merced de las cosas. Sabemos que el aire y el agua pertenecen a toda la humanidad y no sólo a los industriales. Sabemos que un niño no viene al mundo para ser simplemente instrumento de la ganancia de algún otro. Sabemos que la democracia no significa hundir a todos en una mediocridad fatal —y, finalmente, malvada— sino la libertad para que todos aspiren a lo mejor que hay en ellos, o que ha habido alguna vez.

Sabemos que nosotros, los negros, y no sólo nosotros, los negros, hemos sido y somos víctimas de un sistema cuyo único combustible es la codicia y cuyo único Dios es la ganancia. Sabemos que los frutos de este sistema han sido la ignorancia, la desesperación y la muerte, y sabemos que el sistema está condenado porque el mundo ya no puede soportarlo, en el caso de que alguna vez lo haya podido soportar. Y sabemos que, para la perpetuación de este sistema, todos hemos sido despiadamente maltratados, y no se nos han dicho más que mentiras, mentiras acerca de nosotros mismos, y de nuestros iguales y de nuestro pasado y acerca del amor, de la vida y de la muerte, de manera que tanto el alma como el cuerpo han quedado encadenados en el infierno.

La enorme revolución operada en la conciencia de los negros y que se ha producido en su generación, querida hermana, significa el comienzo o el fin de los Estados Unidos. Algunos, lo mismo blancos que negros, sabemos cuán grande es el precio que ya se ha tenido que pagar por dar existencia a una nueva conciencia, un nuevo pueblo, una nación sin precedentes. Si lo sabemos, y nada hacemos, es que somos peores que los asesinos alquilados en nuestro nombre.

Si lo sabemos, entonces, es nuestro deber luchar por su vida como si fuese la nuestra propia -como lo es- y hacer con nuestros cuerpos una barrera insalvable en el corredor que conduce a la cámara de gas. Pues, si llegan por ti a la mañana, vendrán por nosotros en la noche.

Por lo tanto: paz

El Hermano James
19 de noviembre de 1970

INDICE
Prólogo, por Julian Bondef
acio, por Angela Y. Davis y Bettina Aptheker
Carta abierta a mi hermana, Angela Davis, por James Baldwin
I- PRESOS POLÍTICOS, CÁRCELES Y LIBERACIÓN DE LOS NEGROS
1- Presos políticos, cárceles y liberación de los ne¬gros, por Angela Y. Davis
2- La rebelión de Attica, por Angela Y. Davis
II- EL SISTEMA CARCELARIO
3- Las funciones sociales de las cárceles en los Esta¬dos Unidos, por Bettina Aptheker
4- Cárcel, ¿cuál es tu victoria?, por Huey P. Newton
5- Prisioneros en rebelión
III- REALIDADES DE LA REPRESIÓN
6- Juicios de los presos políticos hoy en día, por Angela Y. Davis
IV- BOBBY SEALE Y ERICKA HUGGINS
7- Poemas desde la cárcel, por Ericka Huggins
8- Un mensaje desde la cárcel, por Bobby Seale y Ericka Huggins
9- Una carta de Angela
V- LOS HERMANOS DE SOLEDAD: FLEETA DRUMGO, JOHN CLUTCHETTE, GEORGE JACKSON
10- Carta de Fleeta
11- Cómo elige una cárcel a sus víctimas, por Eve Pell
12- Un llamado, por Angela Y. Davis
13- Acerca de la reforma de las cárceles. De una carta de John Clutchette
14- Hacia el frente unido, por George Jackson
15- Cartas a Jonathan Jackson escritas por George Jackson
VI- RUCHELL MAGEE
16- Ruchell Magee, por Robert Kaufman
17- Cartas a Angela Davis escritas por Ruchell Magee
VII- ANGELA Y. DAVIS
18- Biografía política
19- Entrevistas en la cárcel con Angela Y. Davis
VIII- JUICIO DE ANGELA Y. DAVIS Y RUCHELL MAGEE
20- Angela, símbolo de resistencia, por Howarc Moore, Jr.
21- Desde Nueva York hasta California: la extradición de Angela Davis, por John Abt
22- Deposición ante el tribunal, por Angela Davis
23- Ruchell y Angela desean representarse jurídicamente a sí mismos, por Margaret Burnham
24- Deposición ante el tribunal, por Ruchell Magee
25- Notas para la argumentación en el tribunal acerca de la cuestión de la autorrepresentación, por Angela Davis
IX- LA CAMPAÑA
26- La campaña política, por Fania Davis Jordan Kendra Alexander, Franklin Alexander
27- Declaraciones y llamados