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Ed. Fundación Ernesto Sábato, año 2013. Tamaño 24 x 22 cm. Incluye 28 reproducciones a color sobre papel ilustración. Estado: Usado excelente. Cantidad de páginas: 64

La existencia de una milenaria tradición de pastoreo, tejido y tráfico con caravanas de llamas es una de las cosas que atrapa la atención de quienes se acercan por primera vez a los Andes. Pocas formas de vida actualmente vigentes en la región difieren tanto de la experiencia del habitante de las ciudades como las que llevan las familias llameras en las áridas estepas de los Andes del Sur (Noroeste de Argentina, Norte de Chile y Suroeste de Bolivia). Acercarse a ellas es una buena oportunidad para explorar otros mundos que coexisten con el nuestro y, desde allí, relativizar nuestra propia forma de hacer y entender las cosas.

En estas páginas propongo recorrer distintos aspectos de la historia y la vida de estos pobladores de las altas cumbres. Para ello, apelo tanto a la literatura como a mis propias investigaciones y recuerdos tras viajar con ellos y andar por sus tierras durante muchos años. Me interesan especialmente las comunidades que habitan en los lugares más hostiles y remotos, sobre los 4000 metros, donde el frío y la aridez tornan inviable la agricultura y, por lo tanto, los rebaños de llamas y ovejas son la base de la subsistencia familiar. Estos grupos habitan hoy en la Puna occidental de las provincias argentinas de Jujuy y Salta, donde hablan español, y en el Altilano sur de Bolivia, donde hablan quechua o -al norte de Uyuni- aymara.

La domesticación de las llamas a partir de su ancestro silvestre, el guanaco, fue un largo proceso que tuvo lugar entre seis y cuatro mil años atrás, pero fue recién durante el primer milenio antes de nuestra era cuando se consolidó la ganadería como actividad económica en el sur andino. Desde entonces, los rebaños de llamas representaron para las comunidades andinas una reserva segura de carne, la posibilidad de transportar gran cantidad de bienes a larga distancia y una fuente de fibras para tejer. Una llama adulta puede pesar hasta 130 kilos, caminar 15 a 25 km por día y proveer 2 kilos de lana por año, incluyendo fibra blanca que puede ser teñida para obtener cualquier color. Todo esto alimentándose exclusivamente de los pastos que crecen naturalmente en los desiertos de altura de los Andes.

La principal preocupación de los pueblos pastores es el bienestar de sus rebaños. Esto implica, ante todo, garantizar su acceso regular a una buena cantidad y calidad de pastos. Puesto que la ganadería andina tradicional no emplea forrajes cultivados, esto significa asegurar el acceso exclusivo a espacios lo suficientemente extensos como para que la vegetación no se agote y variados, de modo de aprovechar las diferentes plantas que crecen en cada lugar y época del año. Lo primero lleva a que las viviendas pastoriles estén siempre dispersas, así los animales pueden pastar en los alrededores sin recorrer grandes distancias a diario. Para aprovechar la diversidad del entorno, a su vez, las familias llameras tienen, además de su casa principal, residencias secundarias (estancias o puestos), adonde se trasladan temporariamente con sus hatos. Estos desplazamientos son bastantes regulares a lo largo del año, siguen un calendario transhumante que típicamente contempla el aprovechamiento de vegas, praderas secas (tolares y pajonales) y pastos más tiernos y nutritivos que crecen en ciertos lugares al amparo de las lluvias en verano.

El tejido, como otras artes, está cargado de significados que permiten conocer el legado de un pueblo. Los conocimientos y gestos ligados a las técnicas y al diseño se transmiten a través de generaciones, casi siempre de madres a hijas. Se trata de una enseñanza en gran medida silenciosa y entramada con el cuidado del rebaño, la familia y la casa. El arte textil ha sido y sigue siendo una expresión elocuente de la cosmología de los pueblos andinos y un soporte fundamental de las memoria social y las identidades colectivas. Aprender a tejer en los Andes, implica también incorporar símbolos culturales y un sentido del gusto, una estética compartida en la que arraiga sensiblemente la pertenencia al grupo.