Traducción de Harold Alvarado Tenorio

Tumba de Eurión (1912)

En esta tumba –rica en diseño,
toda en mármol de Tebas,
cubierta con lirios y violetas-
yace el hermoso Eurion,
un alejandrino de veinticinco años. Descendiente de macedonios y magistrados estudió filosofía con Aristokleitos y con Paros, retórica, y en Tebas leyó las Sagradas Escrituras. Redactó también una historia de la provincia de Arsinoe.
Todo eso al menos habrá de sobrevivirle.
Pero perdimos para siempre lo que era realmente precioso:
su cuerpo, una visión de Apolo.

Canción de Jonia (1911)

Aun cuando rompimos sus estatuas y les sacamos de sus templos los dioses no han muerto.
Es a ti, tierra de Jonia, a quienes ellos aman, es a ti, a quienes sus almas recuerdan. Cuando llegan las mañanas de Agosto un vigor emana de sus almas y se agita en tus aires y a veces, un muchacho, de etérea juventud, indefinible, como una sombra alada, se aleja cruzando tus colinas.

Ante la tumba de Endimión (1916)

Vine de Mileto a Latmos en un blanco carruaje de cuatro mulas, blancas como la nieve, con arneses de plata. Navegué desde Alejandría en una nave púrpura para hacer ritos secretos-libaciones y sacrificios en honor de Endimión. Aquí esta su estatua y miro, con asombro, su celebre hermosura.
Entonces mis esclavos arrojan sobre ella canastas de jazmines y a mi cuerpo regresan los placeres de los días de ayer.

Uno de sus dioses (1917)

Cuando uno de ellos cruzaba por la plaza de Seleucia,
justo en el momento en que caía la tarde,
caminando como un muchacho, alto y hermoso, con el goce de un ser inmortal en los ojos,
con el pelo negro y perfumado-,
las gentes le miraban
y se preguntaban si lo conocían,
si era un griego de Siria, o acaso un extranjero.
Pero aquellos que observaban con atención
comprendían, y haciéndose a un lado
mientras él se alejaba bajo los portones,
entre las sombras y las luces de la tarde
hacia el barrio donde vive noches de alcohol y lascivia,
pensaban cuál de Ellos sería
y para qué sospechoso placer
había bajado hasta las calles de Seleucia desde aquellas Augustas Moradas.

En un pueblo de Osroene (1917)

Ayer, a media noche, herido en una riña de taberna, trajeron a Rémona, nuestro amigo.
A través de la ventana la luna iluminaba su cuerpo.
Somos una mezcla de sirios, griegos, armenios y medos. Rémona es uno de ellos. Pero anoche cuando la luna iluminaba su entrañable rostro pensamos de nuevo en el Cármides de Platón.

En la cubierta del barco (1919)

Se parece a él, por supuesto,
este pequeño retrato hecho a lápiz.
Fue hecho de prisa, en la cubierta del barco, una tarde mágica, con el mar de Jonia rodeándonos.
Se parece a él, aun cuando le recuerdo más bello. Era de una sensibilidad casi enfermiza y eso iluminaba más su rostro.
Y más hermoso me parece ahora cuando le recuerdo hace ya tantos años.
Hace ya tantos años. Todo ha envejecido-el retrato, el barco y aquella tarde.

Días de 1901 (1927)

Lo que había de singular en él,
a pesar de su vida disoluta
y su vasta experiencia sexual
y que, muchas veces sus actos
concordasen con sus años,
eran aquellos momentos
ciertamente, muy raros, cuando su cuerpo parecía intocado.

La belleza de sus veintinueve años,
por el placer puesta a prueba,
a veces recordaba extrañamente
a un muchacho que -con cierta torpeza—por primera vez al amor entrega su cuerpo.

Días de 1909, 1910 y 1911 (1928)

Era el hijo de un marinero indigente, de una isla del Egeo.
Trabajaba para un herrero y vestía pobremente.
Sus zapatos gastados, sus manos manchadas de orín y de aceite.
Al caer de la tarde, cuando cerraban la fragua, si algo deseaba, una corbata cara, digamos, una corbata para los domingos, o si en una vitrina había visto alguna bella camisa, por uno o dos taleros ofrecía su cuerpo.
Ahora me pregunto si en los tiempos antiguos tuvo Alejandría, la gloriosa, un joven tan apuesto y tan bello como este que perdimos. Nadie hizo, por supuesto, su estatua o su retrato. En aquel astroso taller, entre el calor de la fragua y el penoso trabajo, entre el deleite y las pasiones, terminaron sus días.

Días de 1908 (1932)

Aquel año estaba sin trabajo;
y malvivía del juego de las cartas,
de los dados y los préstamos.

En una papelería le habían ofrecido un empleo de tres libras al mes.
Pero lo rechazó. No era un sueldo para él, joven bien educado y con veinticinco años.
Apenas si ganaba dos o tres chelines diarios. De los naipes y los dados, ¿qué podía obtener un muchacho como él, en cafés de mala muerte, así jugara con astucia o eligiera los más tontos? Y aun cuando mucho prestara, rara vez tenía un talero.
Con frecuencia iba a la playa. Su traje era siempre el mismo uno color de canela, ya muy descolorido.
¡Oh días del verano de mil novecientos ocho! de vuestro recuerdo, por obra del arte, se ha borrado aquel traje.
Ahora lo evoco mientras se lo quitaba y lo arrojaba lejos junto a su pobre ropa interior. Y quedaba desnudo, íntegramente bello.
Sus cabellos revueltos,
Sus glúteos y brazos y piernas doradas por el sol en aquellas mañanas de baños en la playa.

En la pequeña ciudad sin alegría
En la pequeña ciudad sin alegría trabaja como empleado en un gran almacén. Es muy joven.
Espera que pasen dos o tres meses y que la afluencia de clientes disminuya, para volver a la metrópoli y sumergirse en el movimiento, en las distracciones. Espera, y esa noche, en la pequeña ciudad sin alegría, está acostado en su lecho, presa del deseo.
Toda su juventud arde en pasión,
hermosa juventud llevada
por el bello arrebato de los sentidos.
En sueños, la voluptuosidad vino a él.
En sueños, cree poseer el cuerpo, la carne deseada.