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Ed. Sudamericana, año 1998. Tamaño 23 x 16 cm. Incluye 10 fotografías en blanco y negro sobre papel ilustración. Estado: Usado excelente. Cantidad de páginas: 288

Por Sergio Marchi

«Todo se construye y se destruye tan rápidamente/
que no puedo dejar de sonreír» Charly García, Parte de la religión (1987)

Descubrí el rock en 1974 cuando tenía once años. Una tarde de sábado que jamás olvidaré, vi por «Sábados de superacción» la película «Help» de Los Beatles, y a partir de ese momento mi vida cambió radicalmente. Algo se despertó en mi sangre y nunca volví a ser el de antes. Sentí una instantánea identificación con ese «socorro» que Los Beatles cantaban rodeados de nieve y cagándose de risa. ¿De qué se reían mientras pedían auxilio? Creo que de mí. Ellos parecían ser la respuesta a un propio pedido de ayuda del que no tuve conciencia hasta varios años más tarde. Jamás lo había formulado, pero ellos escucharon y me respondieron con una música que supo meterse allá donde no había palabras.

Los Beatles vinieron al rescate en un momento jodido, cobrándose un mínimo precio: me hicieron dejar atrás lo que había escuchado hasta ese momento, cosas como Donald y su tema «Tiritando». Por algún lado quedaron las astillas de una guitarra criolla que destruí saltándole encima por la impotencia de no saber tocarla y la poca paciencia para aprender. La colección de discos de «Alta Tensión» y los bailes de malikibú, balcón a balcón, con mis vecinas del séptimo, también se perdieron en el frenesí de los compases de «I saw her standing there». Incluso mis deberes de escolar pasaron a un segundo plano, como un requisito a cumplir para poder dedicarme a investigar esa nueva fascinación, tan sobrenatural e irresistible coma fueron los discos de rock.

Mis maestros de escuela no podían comprender a qué obedecía ese ruido que yo hacía en la chapa del banco de colegio donde se guardaban los útiles. Esa costumbre se convirtió en la manera más primal de expresar algo que no podía decirse de otro modo. Apenas pude familiarizarme con ese universo nuevo que llegaba de la mano de Los Beatles, comencé a practicar ese barullo infernal queriendo ser como Ringo Starr: un baterista. Hasta hoy sigo haciendo ese ruido sobre mesas, baterias o mis piernas. No quiero ni puedo evitarlo: me sale de las tripas y logra brindarme un estado de satisfacción que aumenta si hay una buena canción e instrumentos verdaderos de por medio.

Ese ruido y la pasión por el rock and roll me llevaron muy lejos, a lugares y situaciones que jamás podría haber previsto y este libro es una de ellas. Sin embargo, durante la adolescencia se convirtieron en el refugio que me protegería de un mundo cotidiano que me resultaba francamente insoportable y hostil. Tras completar la colección de Los Beatles y aprender todos los redobles de Ringo, la discoteca fue habitada por nuevos inquilinos como los Rolling Stones, Who, Emerson Lake & Palmer y Yes, seguidos de muchos otros.

Un año más tarde, entrando a mi casa después del colegio, escuché que mis vecinos del sexto piso ponían el tocadiscos a todo volumen y cantaban…en castellano. Eran apenas mayores, pero yo no comprendía qué era eso que cantaban con tan profunda emoción y aun menos el idioma que, si bien era castellano, me resultaba francamente extraño en un contexto de rock. ¿Por qué les gustaba tanto? ¿Qué había despertado en ellos? ¿En castellano? ¿Era eso rock?

Sí, era rock: se trataba de Sui Generis y mis vecinos eran, como tantos otros adolescentes, fanáticos. Adiós Sui Generis fue el primer disco de rock nacional que se acomodó junto a Beatles, Rolling y otros intérpretes. La banda que integraba junto a otros pibes del barrio, cuyo modesto equipamiento consistía en una guitarra acústica, una criolla con cuatro cuerdas como bajo y una silla a modo de batería, decidió cambiar el inglés que inventamos a través de la fonética beatle, a un rudimentario pero sincero castellano.

Ariel Torrone, cantante de aquella banda, fue quien me llevó a mi primer concierto de rock en 1977: el Festival del Amor, convocado por un tal Charly García, pianista y amigo, según rezaba la firma de los afiches. Me pareció que ese flaco de bigotes a dos colores, alto y con lentes, escribía canciones que tenían que ver conmigo, sin saber muy bien por qué. Desde ese 11 de noviembre de 1977, descubrí el sabor de la libertad y nació en mí una rebeldía que me iba a ayudar a crecer y a entender ciertas cosas.

Nunca más los asaltos o los bailes barriales: desde entonces mis fines de semana transcurrieron en recitales, propios y ajenos. Me dediqué a tocar y a ver cómo tocaban otros. La escritura llegó a los 16, y mis primeras críticas en una revista subterránea fueron sobre Serú Girán. Nuevamente Charly García aparecía en mi vida. Vi casi todos los conciertos del cuarteto, desde el debut en el bochornoso «Festival para la genética humana», hasta la despedida de Pedro Aznar en Obras el 6 de marzo de 1982.

La parábola de Serú Girán ha sido uno de los hechos más importantes de mi adolescencia; yo también fui un jovencito indignado por el sonido de mierda del debut de la banda, en un Luna Park a beneficio, pero no arrojé las pilas: las necesitaba para grabar las nuevas canciones de García. Serú Girán era un grupo al que valía la pena seguir: tenía buenas canciones y músicos excelentes que conocían tanto la belleza de la melodía como el frenesí rítmico que te llena de testosterona.

A los 20, ya en el periodismo, seguí de manera profesional los conciertos de Charly García, y comencé a conocer por medio de reportajes a todos los protagonistas del rock nacional: Lerner, Porchetto, Lebón, Baglietto, Suéter, Yorio, Spinetta, Mestre, Aznar, Los Twist, Pappo, Los Abuelos de la Nada y muchos otros. Paradójicamente, Charly fue al último que conocí; no me sentía especialmente fanatizado por su música o su personalidad, aunque ambas me gustaban y mucho.

Mi primera entrevista con Charly García la hice en su casa junto a Eduardo de la Puente, en diciembre de 1984, apenas editado Piano Bar. Fue una nota que duró una hora y media y de la que salimos muy contentos con los resultados: García siempre fue un tipo muy piola para entrevistar, y su predisposición a la charla hizo que nuestro trabajo resultara de lo más scncillo y divertido. No era un reportaje más. Pero en ese momento, yo no lo sabía.

Entre esa primera nota de diciembre de 1984 y su llamado para hacer un libro juntos en septiembre de 1993, Charly y yo nos encontramos varies veces por motivos profesionales o por obra de la casualidad. En las entrevistas siempre nos cagamos de risa: su humor corrosivo nunca falla. Comenté muchos de sus discos y de sus conciertos para diferentes medios; supongo que habrá leído alguno de esos artículos, aunque jamás me hizo ninguna referencia al respecto.

Tal vez hayan sido los encuentros fortuitos los que más influencia tuvieron en nuestra relación. En 1985 coincidimos en la casa de Andrés Calamaro, tras una cena de amigos, y terminamos todos en La Esquina del Sol viendo a Fito Páez y Juan Carlos Baglietto. Dos años más tarde me lo encontré en una playa de Río de Janeiro, y tuvo la gentileza de invitarme a una de las sesiones de grabación de Parte de la religión.

Poco tiempo después, Elizabeth Vernaci tuvo un programa diario en FM Continental («Cuento 105»), que carecía de producción periodística. Con varios colegas decidimos hacerle la gamba a la Negra aunque no hubiera dinero de por medio y realizamos algunas notas para el programa. Lalo Mir, su productor general, distribuyó las tareas. A mi me tocó entrevistar -¡oh, casualidad!- a Charly en la sala de ensayo de la calle Humboldt.

-¿Vos venís por el programa de Lalo? Pasá y sentate sobre ese ánvil al lado del piano que ahora comenzamos a ensayar. Detrás mío hay un barcito: servite lo que quieras y ponete cómodo –me recibió Charly en persona.

El tipo no solo me franqueaba el acceso a la nota, sino que me invitaba a presenciar el ensayo sentado junto a él, cerca de aquella tentadora mesita a sus espaldas. La generosidad de Charly se me reveló en esa larga noche que para mí terminó a las cinco de la mañana y para ellos muchos días después. Interrumpió el ensayo por la mitad para la entrevista y él hizo la nota; tomó el grabador, indagó a sus músicos, les pidió que hicieran sonar algunos efectos para revelar trucos del show y además me ofreció que grabara directamente de la consola algunas cositas para que tuviera más material. Esas cositas fueron una versión de «Something» de Los Beatles, «Slow Down» de Larry Williams, dos tomas de «La Balsa» (una la cortó por la mitad para hacer otra mejor), «Jugo de tomate frío», y otras dos tomas de «Bancate ese defecto». ¿Podía pedir algo más? Definitivamente, no. Pero algo increíble me sucedió aquella noche: Fernando Samalea, su baterista, me pidió que lo reemplazara diez minutos mientras llamaba a su novia por teléfono. Lo miré a Charly, como pidiéndole permiso, y no hubo objeción alguna.

Abrumado por la responsabilidad, me senté en la batería, marqué cuatro y comencé a tocar con la banda. Increíblemente, todo salió bien, y no desentoné como baterista fortuito en aquella formación que tenía a «nenes» como Fernando Lupano, El Negro García López, Fabián Quintiero y Alfi Martins. Charly parecía más sorprendido que yo, e incluso, cuando escuchamos la grabación, tuvo palabras de elogio por mi performance. Esto era demasiado: no solo me fui de allí con un material formidable para una nota, sino que había tenido el alto honor de tocar con Charly García, sin salir mal parado.

Seamos francos: mi intervención en todos estos sucesos fue la de alguien que se limita a seguir lo que va sucediendo. Si alguien era merecedor de algún laurel, era Charly, que me permitió lucirme. Y lo hizo de onda, porque sí o porque estaba de buen humor aquella noche. O tal vez le caí simpático: dos semanas más tarde recibí una invitación personal para irme de gira con él a su primera presentación en Rosario.

Con el correr del tiempo se fueron dando más casualidades. Recuerdo otra noche en Prix D’Ami, donde terminé tocando la batería junto a Charly en guitarra, Rinaldo Raffanelli en el bajo, Claudio Gabis en otra guitarra y Moris como voz líder. Samalea, muchacho generoso, me cedió los palillos para tocar «Sábado a la noche», el último bis de aquella velada. Cuando abandoné el escenario, caí en brazos de García, completamente emocionado.

-Loco, ¡estuviste bárbaro! Desde ahora en adelante solo voy a leer tus notas -me dijo, mientras me abrazaba una y otra vez, riendo.
Más tarde, en 1988, creo, coincidimos en una fiesta que se hizo en un palacete de la avenida Callao. El lugar era lujoso, como si fuera una joyería que decide abrir sus puertas a los vagabundos del rock. Yo entré de colado, con Tito Losavio, formalmente
invitado. En el balcón, me encontré con Miguel Ríos, el rockero español. Subiendo las escaleras, en una habitación que parecía ser de alguna doncella del Medioevo, apareció Charly, un tanto sacado.

-Sentate a la batería, comenzá a hacer un ritmo, que yo ya bajo -me ordenó

Cinco minutos más tarde estábamos zapando en formato de trío con Charly en bajo y Tito en guitarra. García estaba enloquecido y en cada tema se acercaba más al suelo. La última canción, «It’s so hard», de John Lennon, la hizo directamente acostado.

Otra noche, en 1992, salí con una señorita que me gustaba mucho. La mano no venía muy clara y la noche se tornó cada vez más confusa. Fuimos al Roxy a ver a Os Paralamas Do Sucesso, quienes hicieron un show formidable. Buscando la comodidad y la
oportunidad de los sillones del VIP, nos dirigimos al piso superior. Miré el escenario desde arriba, divisando a Charly con la guitarra y a Pedro Aznar con el bajo. En la batería no había nadie. Le dije a la chica que me disculpara un momento y me precipité sobre el instrumento. No había romance que me hiciera perder esa chance: una mitad de Serú Girán que necesita un baterista. ¡Qué suerte que no vino Moro!

García tenía un pedo como para cinco, pero igual hicimos un set de 40 minutos con temas de Beatles y Rolling. Hacer base con Aznar era tan fácil y placentero como conducir un auto por una ruta recién inaugurada. Charly tocaba la guitarra automáticamente supongo, porque su cuerpo ya no le respondía. Paulatinamente iba perdiendo la posición vertical, se inclinaba como la torre de Pisa, para finalmente derrumbarse sobre el público que lo devolvía al escenario. No sé si el improvisado show fue bueno, pero yo caminaba sobre nubes cuando terminamos y fui a buscar a la chica. Además, supuse que la performance la habría sorprendido lo suficiente como para que la conquista fuera una mera cuestión de maniobras.

Me equivoqué: la chica se fue del lugar apenas terminó la zapada. Esa noche, la decepción no fue tan amarga.

Pasaron más de trece años del primer encuentro y hoy mi vida se encuentra particularmente ligada a la de Charly García.oinodidad
materia

Jamás supuse que pudiéramos hacernos amigos; sin embargo, asi sucedió. La pasión mutua por la música permitió que nos encontráramos en la vida: el rock and roll hizo de puente mágico sobre todas las cosas que podrían poner una distancia incalculable entre dos personas con vivencias muy diferentes. Creo que a través de los encuentros musicales nos fuimos conociendo más allá de las profesiones y lugares de pertenencia.

Tal vez por eso, en septiembre de 1993, por medio de un amigo común, Charly me propuso que hiciéramos un libro y creo que a partir de pasar mucho tiempo juntos se creó un vínculo entre nosotros. Por una cantidad de cosas que saldrán a la luz en estas páginas, Charly no logró el tiempo necesario ni la tranquilidad requerida para involucrarse en este proyecto, en el que contribuyó con charlas y permitiéndome el acceso a su intimidad, algo que jamás podré pagarle ni aunque me hiciera millonario. Este libro no pretende ser una biografía; su ambición es mucho más modesta: narrar una serie de sucesos transcurridos en distintos tiempos y lugares que tienen en común la impronta genial que genera Charly a su paso. Que cada cual se haga la película que más le guste.

El lector sabrá encontrar el sentido más conveniente y descubrir algunos detalles de ficción, unos pocos enmascaramientos pudorosos que no alteran la esencia de los acontecimientos. Es importante aclarar que ésta tampoco es la mirada oficial de su historia, ya que salvo la lectura de unos borradores muy diferentes, Charly me dejó escribir con libertad y sin ningún tipo de censura. Este libro solamente intenta hacer justicia con los primeros veinticinco años de la carrera de uno de los artistas más sorprendentes de este tiempo.

La idea es poder mostrar varios aspectos de una fascinante personalidad rescatando cosas que pasan al olvido con la velocidad con que los acontecimientos se suceden unos a otros: su honestidad a rajatabla, su excelente calidad coma persona, su inteligencia, su humor y por sobre todo, su genio., esa rara capacidad que Charly tiene para hacer crecer una flor en el medio del desierto.

En un cuarto de siglo se han escrito y dicho millones de cosas sobre Charly García, lo que hace y lo que le pasa. Algunas son falsas, otras verdaderas. Este libro se basa en la premisa de que nadie está autorizado a ser juez de otro, aunque a menudo juzgue los acontecimientos desde mi propia perspectiva, cayendo en una contradicción tan evidente como inevitable. También invoco la parcialidad de contar todo esto teniendo puesta la camiseta del afecto. Sepa el lector disculpar las distorsiones del caso.

INDICE
Discografía de Charly García
Prefacio
1- Angeles y predicadores
2- Ojos de videotape
3- No soy un extraño
4- Botas locas
5- Los dinosaurios
6- Promesas sobre el bidet
7- En la ruta del tentempié
8- Esos peinados nuevos
9- La vanguardia es así
10- Adoro la teletransportación
11- Cinema Verité
12- Bailando a través de las colinas
13- Pequehas delicias de la vida conyugal
14- Amigo, vuelve a casa pronto
15- Demoliendo hoteles
16- No voy en tren
17- Llorando en el espejo
18- Pasajero en trance
19- Jose Mercado
20- Música de fondo para cualquier fiesta animada
21- Solo un poquito no más
22- No toquen
23- Encuentro con el diablo
24- Estaba en llamas
25- Intraterreno
26- Calambres en el alma
27- Plan 9
28- Despertar de mambo
Epílogo
Los Aliados, testimonios adicionales