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Ed. De la Flor, año 2013. Tamaño 20 x 14 cm. Traducción de Pilar Vásquez Alvarez. Estado: Usado excelente. Cantidad de páginas: 248

Mirar, Berger 001Por John Berger
1966

Una semana después de la muerte de Giacometti, la revista Paris-Match publicó una extraordinaria fotografía que había sido tomada nueve meses antes. En ella aparece Giacometti solo, bajo la lluvia, cruzando una calle de Montparnasse cercana a su estudio. Lleva puesta una gabardina que le cubre asimismo la cabeza, aunque no por ello dejan las mangas de taparle los brazos. Sus hombros encorvados se ocultan bajo la gabardina.

El efecto inmediato que produjo esta fotografía en el momento de su publicación se debió a que mostraba la imagen de un hombre extrañamente despreocupado por su bienestar. Un hombre que llevaba unos pantalones arrugados y unos zapatos viejos, mal preparado para la lluvia. Un hombre cuyas preocupaciones no tenían en cuenta el cambio de las estaciones.

Pero lo que hace que esta fotografía sea extraordinaria es que sugiere mucho más sobre el carácter de Giacometti. La gabardina parece prestada. Se diría que no lleva nada debajo, salvo los pantalones. Tiene el aspecto de un superviviente, pero no en un sentido trágico. Está hecho a la situación; «como un monje», diría yo, especialmente dado que la forma en que se cubre la cabeza con la gabardina sugiere una capucha de fraile. Llevaba su pobreza simbólica con mucha más naturalidad que la mayoría de los monjes.

La obra de los artistas cambia cuando mueren. Y al final nadie recuerda cómo era en vida de éstos. A veces se puede saber lo que sus contemporáneos tenían que decir sobre la obra de tal o cual artista. Las diferencias de énfasis y de interpretación son en gran medida una cuestión de desarrollo histórico. Pero la muerte del artista constituye también una línea divisoria.

No creo que haya habido otra obra más modificada tras la muerte del artista que la de Giacometti. Dentro de veinte años nadie comprenderá este cambio. Parecerá que su obra ha vuelto a la normalidad, aunque, en realidad, se habrá convertido en algo diferente: constituirá un testimonio del pasado, en lugar de ser, como lo ha sido durante los últimos cuarenta años, una posible preparación para algo que habría de llegar.

La razón por la que la muerte parece haber cambiado la obra de Giacometti de una forma tan radical es que ésta tenía mucho que ver con la propia conciencia de la muerte. Es como si ésta confirmara su obra; es como si uno pudiera colocar sus obras en una línea que condujera hasta su muerte, la cual no sería tan sólo una interrupción o el fin de dicha línea, sino que, por el contrario, constituiría el punto de partida para leerla, para apreciar la obra a la que el artista consagró su vida.

Se podría argumentar que después de todo nadie había creído que Giacometti fuera inmortal. Su muerte era algo predecible.Y, sin embargo, es precisamente ésta la que lo cambia todo. Mientras estaba vivo, su soledad, su creencia en que nunca se podría llegar a conocer a nadie, no era más que el punto de vista escogido por Giacometti; un punto de vista que implicaba una crítica contra la sociedad en la que vivía. Pero ahora lo ha demostrado con su muerte. O, para decirlo mejor, pues no era él un hombre muy dado a la polémica, ahora la muerte le ha confirmado que su punto de vista era correcto.

Todo esto puede sonar muy extremista, pero pese al relativo tradicionalismo de sus métodos, Giacometti era un artista extremista. Comparados con él, los neodadaístas y otros iconoclastas actuales no son más que unos vidrieristas de lo más convencionales.

La proposición última en la que Giacometti basó toda su obra de madurez consistía en la imposibilidad de llegar a compartir la realidad con alguien —y a él lo único que le interesaba era la contemplación de la realidad—. Por eso creía que era imposible ver una obra terminada. Por eso el contenido de cualquiera de sus obras no es la naturaleza de la figura o la cabeza retratada, sino la historia incompleta de su contemplación por parte del artista. El acto de mirar era para él una forma de oración; se fue convirtiendo en un modo de aproximarse a un absoluto que nunca conseguía alcanzar. Era el acto de mirar lo que le hacía darse cuenta de que se encontraba constantemente suspendido entre la existencia y la verdad.

Si hubiera nacido en un período anterior, Giacometti habría sido un artista religioso. Pero, nacido en una época de alienación profunda y general, no quiso utilizar la religión como un escape hacia el pasado. Fue obstinadamente fiel a su tiempo; un tiempo que debió de ser para él como su propia piel: el saco en el que había nacido. Y en este saco sencillamente no podía dejar de lado, sin dejar de ser honesto, su convicción de que siempre había estado solo y siempre lo estaría.

Para tener esta visión de la vida hace falta un temperamento especial. No está en mis manos el definir con toda precisión ese tipo de temperamento. Podía leerse en el rostro de Giacometti. Cierta forma de tolerancia iluminada por la astucia. Si el hombre fuera puramente animal, y no un ser social, todos los viejos tendrían esta expresión. Se puede percibir algo parecido en la expresión de Samuel Beckett. Su antítesis podía encontrarse en el rostro de un hombre como Le Corbusier.

Mirar, Berger 002Pero no es tan sólo una cuestión de temperamento: más bien, se trata de la realidad social que rodea al artista. En vida de Giacometti no hubo nada que lograra romper su aislamiento. Aquellos a quienes quería eran invitados a compartirlo temporalmente con él. Su situación básica, en el saco en el que había nacido, fue siempre la misma. (Es interesante observar aquí que entre las historias que han pasado a formar parte de su leyenda se cuenta que durante los cuarenta años que vivió en el mismo estudio no cambió o movió prácticamente nada.Y durante sus últimos veinte años retomó una y otra vez los mismos cinco o seis temas.) Sin embargo, la naturaleza del hombre en cuanto ser esencialmente social, aunque está objetivamente demostrada por la existencia misma del lenguaje, la ciencia y la cultura, sólo se puede sentir de una forma subjetiva mediante la experiencia de la fuerza del cambio que resulta de la acción común.

Se podría decir que el punto de vista de Giacometti, en la medida en que no se hubiera podido mantener en ningún período histórico anterior, refleja la fragmentación social y el individualismo maníaco de la última intelligentsia burguesa. Giacometti ni siquiera era ya el artista que se bate en retirada. Era el artista que considera irrelevante a la sociedad. Si ésta heredó sus obras, fue por descuido.

Pero, una vez dicho todo esto, las obras están ahí, y es imposible olvidarlas. Su lucidez y su honestidad en cuanto a las consecuencias de su posición y su punto de vista fueron tan grandes, que le permitieron proteger y expresar una verdad. Era una verdad austera en el límite último del interés humano; pero el acto de expresarla trasciende la desesperación social o el cinismo que la produjo.

Giacometti propone que la realidad no se puede compartir, y esto se hace cierto en la muerte. No se trata de que el artista tuviera un interés morboso en el proceso de la muerte, sino de que lo único que lo preocupaba era el proceso de la vida tal como la ve un hombre cuya propia mortalidad le proporciona la única perspectiva de la que pueda fiarse. Ninguno de nosotros se encuentra en situación de rechazar esa perspectiva, aun cuando intentemos retener otras al mismo tiempo.

Decía antes que la obra de Giacometti había sido modificada por su muerte. Al morir ha acentuado, aclarado incluso, el contenido de ésta. Pero el cambio es más preciso, más específico; al menos, eso es lo que pienso yo en este momento.

Pensemos en una de las cabezas retratadas que nos observan cuando nos detenemos ante ellas para mirarlas. O en uno de los desnudos allí puestos, de pie, sólo para ser inspeccionados, con las manos pegadas a lo largo del cuerpo; unos desnudos palpables sólo a través del grosor de los dos sacos, el del desnudo y el del espectador, de forma que ni siquiera se plantea la cuestión de la desnudez, y todo lo que se pueda hablar de ella pasa a ser tan trivial como la charla de las mujeres burguesas decidiendo qué ropa van a llevar a una boda: la desnudez es un detalle para una ocasión y nada más.

Pensemos en una de las esculturas. Delgada, irreductible, inmóvil, aunque no rígida, es imposible pasarla por alto, pero, al mismo tiempo, sólo es posible observarla, mirarla. Cuando lo hacemos, la figura nos devuelve la mirada. Lo mismo puede decirse del retrato más banal. Lo que cambia en este caso es la forma en que el espectador se da cuenta de la trayectoria de su mirada y la de la figura: el estrecho pasillo formado entre ambas miradas.Tal vez, esta trayectoria se parece a la de la oración, si fuera posible visualizar tal cosa. Nada importa lo que queda a un lado y otro de ese pasillo. Sólo hay una manera de llegar a ella: quedarse quieto y mirarla. Por eso es tan delgada. Todas las demás funciones y posibilidades han sido suprimidas. Toda su realidad ha quedado reducida al hecho de ser observado.

En vida de Giacometti, uno podía ponerse, como si dijéramos, en el lugar de éste, al inicio de la trayectoria de su mirada, y la figura la reflejaba como un espejo. Ahora que está muerto, o ahora que sabemos que está muerto, en lugar de ponernos en el lugar de Giacometti, nos apropiamos de dicho lugar. Y entonces parece que lo primero que se mueve a lo largo de la trayectoria procede de la figura. Ésta nos mira, y nosotros interceptamos la mirada. No obstante, ésta nos seguirá atravesando, por mucho que nos alejemos.

Se diría que Giacometti hizo estas figuras durante su vida para sí mismo, para que fueran observadoras de su futura ausencia, de su muerte, de su incognoscibilidad.

INDICE
¿Por qué miramos a los animales?
USOS DE LA FOTOGRAFIA
El traje y la fotografía
Fotografías de la agonía
Paul Strand
Usos de la fotografía
MOMENTOS VIVIDOS
Lo primitivo y lo profesional
Millet y el campesino
Seker Ahmet y el bosque
Lowry y el norte industrial
Ralph Fasanella y la ciudad
La Tour y el humanismo
Francis Bacon y Walt Disney
Artículo de fe
Entre los dos Colmar
Courbet y el Jura
Turner y la barbería
Rouault y los suburbios de París
Magritte y lo imposible
Hals y la bancarrota
Giacometti
Rodin y la dominación sexual
Romaine Lorquet
Un prado