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Ed. Museo de Bellas Artes Benito Quinquela Martín, año 2017. Tamaño 23 x 23 cm. Incluye 47 reproducciones a color sobre papel ilustración. Estado: Usado excelente. Cantidad de páginas: 80

Por Yamila Valeiras

La obra de Marcos Tiglio es, a primera vista, compleja y plural. Un boquense como él estaba convencido de que trabajar predominantemente con un género tradicional como la naturaleza muerta, renunciando a los lenguajes grandilocuentes y a los artificios efectistas, no implicaba perder intensidad comunicativa. Su fidelidad a la representación de seres inanimados filtrados
por un instante subjetivo se explica muy posiblemente por la tendencia de la mayoría de los artistas de La Boca a reflexionar más en torno a los mecanismos de producción de la pintura que a circunstancias histórico políticas capaces de desembocar en otra clase de composició0n. En palabras de Eduardo Baliari, estaba seguro de que «la pintura puede seguir haciendo una revolución espiritual
con una simple flor emergiendo de un más simple vaso aún».

Al relevar varios artículos periodísticos referidos a sus exposiciones, notamos que la prensa de la época señalaba que su pintura no podía asimilarse fácilmente,y que de hecho era necesaria una comprensión estética aguda para determinar su trascendencia. Algo en Tiglio provocó aceptación entre la crítica, sobre todo entre quienes lo emparentaban directamente con los procedimientos pictóricos explotados por su maestro, Miguel Carlos Victorica, y al mismo tiempo causó cierta resistencia a ser analizado en términos estrictamenLe plásticos. Cuando de sus pinturas se trataba, abundaban las descripciones de cuño poético y, no
pocas veces, de carácter laudatorio. Es posible que ese fuera un rasgo inherente al estilo de escritura en boga, pero también figuraban en estos textos referencias a los desequilibrios mentales de Tiglio, como si las circunstancias traumáticas de su vida hubieran determinado necesariamente su devenir artístico.

En virtud de la convicción que tenemos acerca de su importancia en nuestro campo cultural de mediados del siglo XX, nos proponemos modestamente alumbrar algunos aspectos del proceder del artista, sin pretender agotar las posibilidades de discusión.

Marcos Tiglio aparece consignado en el primer tomo de Panorama de la pintura argentina, publicado en 1969 por la Fundación Lorenzutti. En los párrafos que le dedica Lorenzo Varela encontramos la primera clave de lectura con la que hay que contar para abordar sus obras: «Ser de La Boca era mucho mas importante que ser de Buenos Aires. De ahí se pasaba a ser argentino sin sacar antes pasaporte de porteño». Y es que, efectivamente, este particular barrio autoproclamado como república fue la patria desde la que Tiglio trabajó, y de la cual no quiso distanciarse jamás.

Después de sus primeros pasos en la Escuela Nacional de Bellas Artes bajo la mirada de destacados profesionales, como Emilio Centurión y Jorge Larco, Tiglio recibió la inmensa influencia del ya mencionado Victorica, de quien sin duda alguna hereda la concepoción de la pintura como vehículo emotivo de un alma contenida en las cosas. De ella se desprenden otros dos aspectos sumamente notables en su pintura: el clima intimista que expresa la riqueza de un mundo interior y la actitud espiritual que asume el artista ante un motivo no contaminado por accesorios del ambiente. Esto lo vuelve a colocar de manera indiscutida en el microcosmos boquense, tradicionalmente proclive a aproximarse, tras la apariencia de las cosas, a aquello que puede resultar
esencial.

Sin embargo, es evidente que Tiglio conoce la historia del arte y es un ávido consumidor de sus fórmulas consagradas, especialmente de aquellas que nacieron con el abanico de tendencias posimpresionistas. El empleo sistemático de ciertas herramientas referidas al lenguaje visual, especialmente a los aspectos compositivos, es lo que probablemente haya hecho a Tiglio atractivo para sus
discípulos cuando estuvo al frente de la cátedra de Dibujo de la Universidad Popular de La Boca. Nos referimos a una gran concentración en el andamiaje conceptual y teórico de la obra, la misma serie de indagaciones en las que se empeñó Paul Cezanne y que lo condujo a afirmar que todo en la naturaleza está conformado en base a la combinación de la esfera, el cono y el cilindro. Tiglio emprende, como el citado maestro francés, una búsqueda orientada a recuperar la forma progresivamente perdida con la persistencia del impresionismo en la evanescencia de las cosas. Su mirada está focalizada en los aspectos estructurales de la obra, y conforme a esa mirada le impone rigor a unos objetos que no son una suma de descripciones sino que expresan un orden determinado.

Ahora bien, la curaduría de esta exposición versa sobre tres líneas que se sugieren como hipótesis de trabajo, como propuesta de abordaje de una obra tan abierta como desafiante. Estos tres bloques no implican una progresión lógica, que vaya de lo primitivo a lo maduro, ni tampoco una correspondencia temporal, que ordene el corpus a modo de etapas cronológicas, sino que se perciben como
tensiones o incluso quiebres que el mismo artista va experimentando, y que lo incitan a ir y venir en un camino donde no faltan citas y préstamos de los que Tiglio va haciendo un uso inteligente.

Intentemos trazar un mapa de filiaciones para inscribir a Tiglio en un panorama de apropiaciones estilísticas. Ya hemos mencionado a Cezanne como esa fuente primaria en la que Tiglio abreva, pero debemos dar un paso más para pensar que es a través de Cezanne que Tiglio llega a Pablo Picasso, otro de sus referentes obligados, sobre todo en lo que a retratística se refiere. Baste ver su Retrafo de mi madre para notar que la definición de los rasgos del rostro es muy similar a la del Retrafo de Gertrude Stein, del maestro español. Por otro lado, Carlos Semino ha señalado que es evidente la influencia de Georges Rouault, sobre todo en el
carácter de los retratados. En obras como Muñequito se puede apreciar además la separación de campos de color, que Rouault hizo propia mediante un trazo inspirado en vitrales medievales. Y yendo un poco más atrás en el tiempo, la referencia a Paul Gauguin se hace evidente en una pieza como El morocho, personaje de apariencia exótica, contornos más sinuosos que los usuales y paleta cálida.

Pero volvamos a los tres bloques que estructuran la presente muestra antológica. Un primer eje está signado por el acercamiento sensible al objeto, donde predomina el clima lírico y la intimidad trazada con ese modelo, lo cual identifica a Tiglio como un eco certero de la comunidad artística boquense. En estas obras, el artista apela a una de las características salientes del impresionismo, que es hacer de la mancha del pincel un elemento esencial de la pintura, otrora considerado secundario. En Durazno, la fruición de la pincelada coloca a la dimensión textural por encima de las otras coordenadas plásticas, de manera que el «cómo», es decir, la factura de la obra, termina prevaleciendo ante el «qué», esto es, su contenido.

Un segundo conjunto de obras está marcado por la búsqueda de orden y rigor constructivo, no exento de una materia espesa que apela a la sensualidad de la textura. Asimismo, en estas piezas, Tiglio despliega sus cualidades de colorista, declarándose un verdadero amante del oficio de la pintura. De este modo, el artista parte siempre de un dato visual que luego pone en relación con los elementos morfológicos fundamentales de la pintura: la forma, el color y la textura. Es casi exclusivamente a través del color que Tiglio conquista la forma, puesto que ambos elementos se condicionan uno con otro y están indisolublemente unidos. El tratamiento cromático del que hace gala tiene tal variedad y riqueza que hemos reservado un análisis tonal específico para tres obras representativas de los ejes que estamos describiendo.

Si observamos su paleta como rastro de su postura pensante para con el oficio de pintor, y en tanto testimonio de su método de organización, notamos que existe una fuerte tendencia a la disciplina. Se trata de una estructura racionalmente ordenada, con los extremos reservados a los tonos primarios, los lados contenidos entre esos vértices dedicados a sus respectivas mezclas, y los
colores neutros restringidos al centro. Más allá del obvio sentido práctico de esta distribución, salta a la vista un carácter científico relacionado con las teorías del color que circulaban en la época y concretamente con el círculo cromático, aquella rueda que contempla todas las mezclas posibles de colores presentando las tríadas de los primarios saturados en la periferia y su gradual neutralización conforme se van acercando al centro. En la década de 1920, Johannes Itten, profesor de la Bauhaus, hizo más compleja esta organización cromática, diferenciando siete tipos de contraste, según los parámetros de saturación, temperatura, simultaneidad, cantidad, luminosidad, colocación en el círculo cromático y calidad del color. Por su parte, en 1839 el químico Michel Eugène Chevreul publicó un estudio sobre el cromatismo que cambió radicalmente la concepción tradicional del color en la pintura. Sus leyes de armonía y contraste demostraban que los efectos ópticos producidos por un color determinado en el ojo humano podían modificarse a través de la combinación con otros colores. Los impresionistas, que trabajaban esencialmente con colores puros, sin mezclas, tuvieron muy en cuenta estas teorías a la hora de yuxtaponer los tonos. Y sin dudas, Tiglio también lo hizo, pero en sus pinturas la vibración del color viene acompañada de la densidad de la materia, evidente en la huella de un pincel que aplicó velozmente el pigmento, incluso en la impronta del soporte de base. En este sentido, las características texturales son las que sin dudas definen el carácter de su obra.

En algunas de estas pinturas, Tiglio echa mano de dos tácticas adicionales. Una es la línea de contorno oscura que delimita las formas y separa las áreas de color, a la manera de algunos fauvistas. Tomemos como ejemplo de ello la obra Pimientos y ajos, donde la línea negra morigera ciertos contrastes cromáticos que serían difíciles de tolerar sin su efecto neutralizador. La otra es el efecto «non finito», presente en obras como Basílica de Luján, producto de una factura rápida y un trazo ágil que le confiere a la imagen una apariencia no acabada y despojada.

En el grueso de obras seleccionadas para esta exposición, Tiglio oscila entre las dos primeras tendencias descriptas, como si se tratara de pulsiones presentes en su interior, que coexisten y que se debaten el protagonismo de la imagen. Pero hay un tercer grupo de imágenes que introduce un nuevo matiz: la creciente geometrización de la forma, hasta casi llegar a su desdoblamiento,
la planimetría y la paulatina pérdida de indicadores de profundidad espacial. Sin embargo, Tiglio no logra sacrificar por completo su sensibilidad innata, y la traduce en su conmoción ante el tema, al cual le yuxtapone las preocupaciones pictóricas. Esto significa que, aun en los casos en que alcanza una arriesgada deformación del objeto, tiende a imponérsele la representación y sobre todo el respeto por el color local de los objetos, como puede verse en Las frutas.

Distingue a Tiglio su trabajo riguroso alrededor de la sintaxis de los elementos plásticos, es decir, la articulación de esos elementos y su juego de correspondencias. La disposición de los objetos en el plano está signada por la subordinación a la estructura general de la imagen, y la consecuencia directa de esta concepción es la síntesis formal, por la cual el objeto se despoja de sus detalles y atributos superficiales para someterse a la estructura inmanente de la obra. Así, Tiglio arriba a la esencia última del conjunto, pues logra encontrar el orden ansiado por muchos artistas, quienes con fuertes convicciones sostuvieron que ese orden era la base de la construcción del universo y el fundamento de la naturaleza. Así lo hicieron en modos muy particulares el uruguayo Joaquín Torres García, fundador del universalismo constructivo, o el holandés Piet Mondrian al desarrollar el neoplasticismo, entre otros.

Retomando la actitud cerebral de Tiglio ante la imagen, y habiendo analizado numerosas piezas, confirmamos que el artista empleaba la sección áurea en muchas de sus obras. Ignoramos si lo hacía valiéndose del compás áureo o si la medida ya estaba incorporada a su ojo, pero este hecho nos permite reafirmarlo en un escalafón de artistas intelectuales, y como prueba de ello basta observar
el equilibrio de Copas y limones, donde se hace evidente que el artista apeló a la divina proporción, herramienta renacentista continuamente retomada en los períodos clásicos del devenir artístico, y en especial reutilizada por la mayoría de los vanguardistas de cuño geometrizante del siglo XX. Del mismo modo, y en virtud de testimonios de sus discípulos, sabemos que recomendaba el uso del compás armónico, instrumento que marca uno de los cánones geométricos presentes en la naturaleza, especialmente visible en el proceso de crecimiento de los seres vivos.

En suma, basados en un arduo estudio del corpus de obra disponible, podemos afirmar que los esfuerzos de Tiglio se orientaron casi invariablemente a buscar el orden como tónica general de la obra, por encima de la individualidad de cada objeto. Operó en su obra un intenso juego de interacciones que podría resumirse en la lucha mítica entre lo apolíneo y lo dionisíaco, aquella dualidad
filosófica siempre presente en el mundo de las artes para designar las tensiones que van de la racionalidad a la exuberancia. Sus impulsos intuitivos fueron desplegados en lo que se refiere a la materia pictórica, al tema seleccionado y principalmente al clima general de la obra, reservando su rigurosidad al manejo del color conforme a claves cromáticas racionales y a la utilización del número de oro. Tiglio demostró una coherencia intrínseca para coordinar esa multiplicidad de búsquedas, para pivotear entre su instinto emocional y su temperamento ordenador, dando como resultado una obra repleta de giros inesperados.