Esta es una nueva edición de un libro construido hace treinta años, los hechos de los cuales se reflexiona siguen operando aún hoy (2007). Desde entonces, esos hechos, se fueron prolongando de muy diversas formas y transfigurados en sus personificaciones, se han ido reinstalando en la vida política, social y cultural del país. Muchos son los que intentan evadirse y no ser alcanzados por el conocimiento de una historia de lo que aún consideran para ellos una amenaza. Es verdad que las condiciones actuales no son las mismas en que comenzaron a constituirse los procesos políticos y sociales de lo que hemos dado en llamar la acumulación original del genocidio (1973/76). Pero también es cierto que debiéramos tener presente –hoy día- el significado del lento pero sostenido y creciente proceso de confrontaciones que genera el actual malestar social (2007). Quizás, la historia que nos alcanza, sea un modo de advertirnos de la necesidad de indagar en analogías más que en semejanzas y agradecerle a la historia que siempre nos alcance pues nos obliga a recordar.

La guerra

Cuando en el inicio de 1974 expresaba y advertía mi convicción acerca de que ya estábamos viviendo una situación de guerra, la reacción que recibía era totalmente negativa. Aún hoy me es muy difícil compartir mi imagen –de guerra- acerca de ese período y también de su prolongación ascendente a partir del inicio de la dictadura cívico militar después de marzo de 1976.

Durante todo ese largo período, de 1973 a 1983, presentía que había algo que obstaculizaba reconocer de la realidad, lo que para mí ya era –en 1974- una certidumbre y convicción. Al mismo tiempo, vivía con urgencia la necesidad imprescindible de hacer algo para que se comprendiera el carácter real de la situación, dada la indefensión que –según mi criterio- otorgaba ignorar lo que ya nos estaba ocurriendo y amenazando durante 1973/74. Realmente me resultaba difícil pensar las razones que a muchos les impedía ver y entender lo que estaba sucediendo. No alcanzaba aún a comprender cuáles eran los obstáculos que nos distanciaban acerca de lo que para mí ya era una realidad cotidiana posible de ser observada. En apariencia, vivíamos la misma realidad pero no veíamos en ella ni le atribuíamos el mismo carácter.

En esos momentos, no me era sencillo entender cuál era el proceso que obstaculizaba, a los otros y a los propios, ver la realidad de la guerra que vivíamos. Poco a poco fui presintiendo, más que comprendiendo, que quizás se trataría de la existencia de lo que Bachelard llamaba un obstáculo epistemológico. Inicialmente pensé que lo dominante de la incapacidad de percibir y reconocer las condiciones de guerra en que vivíamos dependía sobremanera de la falta de una observación detenida y sistemática, de los hechos que la realizaban. El prólogo que escribí en julio de 1979, refleja explícitamente esta posición, y lo hace describiendo las condiciones en que se instalaron las tareas de investigación que consideraba podía ayudar a destrabar lo que obstaculizaba la comprensión del carácter de la guerra que vivíamos. En mis palabras de esos momentos, «El análisis de los hechos armados –desde nuestra perspectiva- se imponía como una tarea preliminar a cualquier reflexión política sobre la inmediatez histórica de Argentina. ¡El clima que se respiraba en relación a los procesos armados era de una magia y esoterismo inimaginables!».

Con referencia a las tareas de observación, registro y análisis de los hechos armados surgió el título del libro en una primera publicación (1978), era indicativo del sentido que le otorgaba al esfuerzo de investigación de nuestro trabajo, «Los hechos armados», un ejercicio posible. Con cierta dosis de ingenuidad pensé que el ejercicio de investigación realizado ayudaría a comprender cuál era el carácter de las luchas durante el período del gobierno peronista (desde mayo de 1973 a marzo de 1976).

En la Introducción al libro, también hacíamos referencia al modo discursivo en que el enemigo describía las luchas de ese período, «El enemigo intenta sacramentalizar el acto y para ello propone la inversión más grotesca de los personajes. La» vida» está representada por los que monopolizan los instrumentos del aniquilamiento: las fuerzas armadas;» la muerte» por los hambreados de vida: los desposeídos».Y a continuación señalábamos hacia dónde habíamos orientado nuestro análisis para desentrañar el significado real de esas luchas, «La violencia», los» hechos armados», encuentran en su personificación y en sus territorios un sentido que quiebra el fetichismo de una presentación demoníaca».

Con el análisis de los hechos armados enfrentábamos el discurso de la guerra que instalaba el enemigo y lo hacíamos invirtiendo el clima sacerdotal que había creado el enemigo, decíamos, «Se trata de un exorcismo imprescindible si se desea rescatar un sentido que el enemigo ha logrado parcialmente –quizás a punto de lograrlo totalmente- encubrir bajo el ropaje de la «sin razón» de la lucha entre» la vida» y» la muerte». Con nuestra investigación demostrábamos con claridad que «Desde mayo de 1973 hasta marzo de 1976, la muerte conquista unas 1600 vidas en argentina. ¿Quiénes eran estas vidas muertas? ¿Pertenecían al bando de la vida o de la muerte? ¿De qué manera se produce la conquista de la muerte sobre la vida? ¿Qué proceso específico se expresó ante los «espectadores» y los partidarios de la vida?».

De esa manera considerábamos que habíamos avanzado en el análisis y comprensión del significado de las luchas armadas ocurridas durante el gobierno constitucional de Juan Domingo Perón y su sucesión en Isabel Martinez. Ellos habían subordinado sus acciones políticas a una determinación de aniquilamiento de la identidad social, política y bélica de lo que –junto a sus aliados- denominaron la «subversión». Una síntesis que articulaba el análisis del carácter militar de la política nos alertaba y advertía de la necesidad de caracterizar el nuevo período que se desencadenó a partir de marzo de 1976 como el inicio de una dictadura cívico militar, cuyas precondiciones tenían una muy larga historia de gestación. Tiempo después, como resultado del avance de nuestra investigación y por los procesos de aniquilación y desaparición que se acrecentaron cualitativamente a partir de marzo de 1976, denominaríamos al período de mayo del 73 a marzo del 76, como «las precondiciones del genocidio, su acumulación primaria».

Logré percibir que las condiciones de guerra en que vivíamos, durante ese período constitucional, dependía sobremanera de la atribución y sentido que le otorgáramos a los hechos con los cuales convivíamos con el conjunto de la población. Pensaba que, para la gran mayoría, el estruendo de la violencia que crecía se había vuelto tan normal que impedía tener presente el sentido de su diversidad y creciente generalización. A su vez, pensaba que la imagen irreal y fantasmal que le otorgaban a esa palabra, la guerra, les instalaba una irrealidad y les obstaculizaba para observar el desenvolvimiento real de las luchas.

¿Cuál era la irrealidad que impedía tomar conciencia del desenvolvimiento de la situación de guerra que vivíamos?

La respuesta tenía su complejidad. Al hablar de guerra, al nombrar de esa manera a las condiciones de la realidad que –según mi criterio- nos rodeaba y modelaba, estábamos introduciendo –sin saberlo- un obstáculo que nos impediría compartir el conocimiento de la realidad dominante. Sin darnos cuenta, introducíamos e imponíamos con esa palabra, la imagen de la guerra que era dominante en la gran mayoría de las personas: la guerra pensada como la realidad de dos bandos militares confrontándose. Muchos años después comprendí que dependía del modo de su representación imaginaria de la guerra; era el modo en que imponían a la realidad la irrealidad de su representación imaginada de la guerra. Subordinaban el conocimiento y sentido que ellos le otorgaban a su propia identidad y determinación personal a la irrealidad de una imagen de la guerra esperada y deseada de participar en ella victoriosamente.

El deseo y la ilusión de luchar se mantenían en una irrealidad en espera de la realidad de una guerra pensada e imaginada, pero aún no presente para ellos. Mientras tanto, en espera de la guerra que imaginaban llegaría, se pertrechaban, buscando el armamento que concebían como necesario para un futuro. Vivir en esos momentos, de esa manera, se constituyó, para la gran mayoría, en un desplazamiento imperceptible hacia una normalización doméstica y cotidiana en que la imaginación del deseo bélico y su irrealidad se compartían y se imponían incapacitándolos para reconocer en la observación de la realidad la guerra que ya estaba en marcha.

En realidad, lo que estaba sucediendo tenía una identidad de la cual era necesario dar cuenta con más claridad si queríamos ser comprendidos en nuestra percepción y convicción acerca de la guerra que estábamos viviendo. La violencia que se ejercía de infinitas maneras exigía hacer explícito cuál era el contexto que le otorgaba el sentido y carácter de considerar a esas acciones como acciones de guerra.

Mucho más tarde comprendí que al menos tres procesos, obstaculizaron y contribuyeron a la inobservabilidad del carácter y sentido de las acciones de guerra de ese momento.

Hacía tiempo ya –mucho antes de mayo de 1973- que la lucha política al interior de las corporaciones, gremiales y políticas, se realizaban mediante confrontaciones armadas, se las consideraba natural de la intensidad que asumían las confrontaciones y en consecuencia hubo un proceso de acostumbramiento, de normalización de las mismas. Esa normalización ocultó el proceso incipiente pero crecientemente ascendente de enfrentamientos armados entre civiles. Era una guerra entre gran parte de los ciudadanos del territorio nacional. Era el modo en que civiles habían entrado en guerra y se disputaban lo que consideraban eran sus espacios en todo el orden social del territorio nacional. Abarcando e involucrando crecientemente el uso de toda la fuerza material y moral de los bandos civiles en pugna.

Otro fue el hecho, quizás más sustantivo, o al menos de mayor envergadura que confundió e incapacitó a muchos para comprender el desenvolvimiento de esa guerra entre civiles. Fue el compromiso pleno del gobierno de los tres poderes del orden institucional estatal a favor de uno de los bandos. El poder ejecutivo, el poder legislativo y el poder judicial le otorgaron al conjunto de las FFAA de la nación la legitimidad moral de estar a favor de uno de los bandos civiles en pugna; este hecho fue el que con más fuerza encubrió su carácter de guerra civil en marcha.

En realidad era necesario aclarar algo muy específico –y no nos habíamos dado cuenta de la necesidad de hacerlo- aclarar que se trataba de una guerra civil y no solo de una ¡guerra a secas!

Por último.

¿Dónde se incubó y se realizó la moral genocida?

Fue en el conjunto de las diferentes fracciones sociales de las clases dominantes en donde se tomaron las decisiones de unificarse estratégicamente para enfrentar la disconformidad social del pueblo mediante una guerra civil. Es necesario abandonar la reiteración de la imagen indeterminada del «Estado terrorista» como responsable del genocidio, porque ello encubre la responsabilidad genocida que tuvo el bando capitalista de la sociedad civil argentina. Esa imagen fantasmal del estado terrorista confunde al resto del pueblo. Lo desarma en su capacidad y determinación de expresar su disconformidad social y de enfrentar a los responsables de recrear nuevamente las condiciones inhumanas que generan el actual malestar social.

Debemos tener presente hoy día la recuperación política de esa ciudadanía capitalista, y analizar los modos de su intervención activa en el proceso del renacimiento creciente de las condiciones que generan el malestar social del pueblo. Nuevamente, con el pretexto de enfrentar las nuevas formas de la inseguridad ciudadana se disponen a intervenir encubiertos en el ropaje de la búsqueda del orden social, mediante la defensa estratégica del bienestar de su identidad ciudadana. Nos convocan a mirar hacia el futuro… nos piden abandonar el pasado, no quieren que la historia los alcance.