En un principio la relación entre la condición física y el estilo estético parece un tema tan irrelevante y, tal vez, incluso trivial en comparación con la trascendencia de la vida, la mortalidad, la ciencia médica y la salud, que enseguida se desecha. No obstante, mi opinión es la siguiente: todos nosotros, en virtud del simple hecho de ser conscientes, nos vemos obligados a pensar constantemente y a hacer algo con nuestras vidas; asimismo, la creación del yo constituye una de las bases de la historia, que según Ibn Jaldún y Vico, los grandes fundadores de la ciencia de la historia, es el producto del esfuerzo humano.

Así pues, la distinción importante es entre el reino de la naturaleza, por un lado, y la historia humana secular, por el otro. El cuerpo, su salud, su cuidado, composición, funcionamiento y crecimiento, sus enfermedades y fallecimiento pertenecen al orden de la naturaleza; lo que entendemos de esa naturaleza, sin embargo, cómo la vemos y vivimos en nuestra conciencia, cómo le damos sentido a nuestra vida desde un punto de vista individual y colectivo, subjetivo así como social, cómo la dividimos en períodos, pertenece, en líneas generales, a ese orden de la historia que, al reflexionar sobre ella, podemos recordar, analizar y meditar, y que cambia de forma constantemente en el proceso. Existen todo tipo de vínculos entre los dos reinos, entre la historia y la naturaleza, pero, de momento, quiero mantenerlos separados y centrarme únicamente en uno de ellos, el de la historia.

Siendo como soy una persona profundamente laica, durante años me he dedicado al estudio de este proceso de creación del yo mediante tres grandes problemáticas, tres grandes episodios humanos comunes a todas las culturas y tradiciones, y es en concreto la tercera de estas problemáticas la que quiero analizar en este libro. No obstante, por mor de la claridad, voy a resumir brevemente las otras dos. La primera es la noción de principio, el momento de nacimiento y origen, que en el contexto de la historia es todo el material utilizado para pensar en cómo un determinado proceso, su creación e institución, vida, proyecto, etcétera, se pone en marcha. Hace treinta años publiqué un libro titulado Beginnings: Intention and Method, sobre cómo en ciertos momentos la mente necesita localizar en retrospectiva un punto de origen para sí misma, en relación con el modo en que empiezan las cosas, en el sentido más elemental, con el nacimiento. En ámbitos como la historia y el estudio de la cultura, la memoria y la retrospección nos acercan al principio de hechos importantes como, por ejemplo, los inicios de la industrialización, de la medicina científica, del período romántico, etcétera. Desde un punto de vista individual, la cronología del descubrimiento es tan importante para un científico como para alguien como Immanuel Kant, que tras leer a David Hume por primera vez, según dice de forma memorable, despierta de su sopor dogmático. En la literatura occidental, la forma de la novela coincide con la aparición de la burguesía a finales del siglo xvii, motivo por el cual, durante su primer siglo de vida, la novela gira en torno al nacimiento, a la posible orfandad, al descubrimiento de las raíces y a la creación de un mundo nuevo, una carrera y una sociedad. Robinson Crusoe. Tom Jones. Tristram Shandy.

Localizar un inicio en retrospectiva es poner los cimientos de un proyecto (como un experimento, o una comisión gubernamental, o el inicio de Dickens al escribir Casa desolada) en ese momento, algo que siempre está sujeto a revisión. Los inicios de este tipo implican por fuerza una intención que o bien se ve satisfecha de forma total o parcial, o bien es percibida como un absoluto fracaso con posterioridad. Y así, la segunda gran problemática versa sobre la continuidad que se produce tras el nacimiento, la exfoliación de un inicio: en el tiempo que transcurre desde el nacimiento hasta la juventud, la generación reproductiva, la madurez. Toda cultura ofrece y divulga imágenes de lo que se ha dado en llamar, de un modo maravilloso, la dialéctica de la encarnación o, por usar la expresión de François Jacob, «la logique du vivant». De nuevo, por dar ejemplos de la historia de la novela (la forma estética occidental que ofrece la imagen más compleja y grande de nosotros que poseemos), tenemos la Bildungsroman o novela de formación, la novela de idealismo y decepción (éducation sentimentale, illusions perdues), la novela de la inmadurez y la comunidad (como el Middlemarch de George Eliot, que, según ha demostrado la crítica inglesa Gillian Beer, está muy influida por lo que ella llama las tramas Darwin para los patrones de generación que estructuran esta gran novela sobre la sociedad británica del siglo xix). Otras formas estéticas, en pintura y música, siguen unos patrones similares.

Sin embargo, también se dan excepciones, ejemplos de desviación respecto al patrón general de la vida humana. Uno piensa en los Viajes de Gulliver, Crimen y castigo y El proceso, obras que parecen romper con el pacto subyacente y asombrosamente duradero entre la noción de las sucesivas edades del hombre (como en Shakespeare) y las reflexiones estéticas de y sobre ellas. Cabe afirmar explícitamente que, tanto en el arte como en nuestras ideas generales sobre el transcurso de la vida humana, se presupone que existe un concepto general y perdurable de lo oportuno, con lo que me refiero a que aquello que resulta apropiado en los primeros años de la vida no lo es para la etapa tardía, y viceversa. Recordarán, por ejemplo, la severa observación bíblica de que todo tiene su tiempo, y todo lo que se quiere debajo del cielo tiene su hora, tiempo de nacer y tiempo de morir, etcétera: «Así pues, he visto que no hay cosa mejor para el hombre que alegrarse en su trabajo, porque esta es su parte; porque ¿quién lo llevará para que vea lo que ha de ser después de él? Todo acontece de la misma manera a todos; un mismo suceso ocurre al justo y al impío; al bueno, al limpio y al no limpio».

En otras palabras, damos por sentado que la salud esencial de una vida humana tiene mucho que ver con su correspondencia con su tiempo, con el encaje de la una con el otro, y, por lo tanto, su idoneidad u oportunidad. La comedia, por ejemplo, busca su material en el comportamiento no pertinente, un anciano que se enamora de una joven (mayo en diciembre), como en Molière y Chaucer, un filósofo que se comporta como un niño, una persona sana que finge una enfermedad. Pero es también la comedia como forma lo que permite la restauración de lo pertinente mediante el kommos con el que acostumbra a concluir la obra, el matrimonio de los jóvenes amantes.

Finalmente, llego a la última y gran problemática, que, por motivos personales y obvios, es el tema que voy a tratar: el último período, o tardío, de la vida, la decadencia del cuerpo, el deterioro de la salud u otros factores que, incluso en el caso de una persona joven, dejan entrever la posibilidad de un final prematuro. Me centraré en grandes artistas y en el hecho de que, cuando se acercaba el final de sus vidas, su obra y pensamiento adquirieran un nuevo lenguaje, que llamaré estilo tardío.

¿Se vuelve uno más sabio con la edad y existen acaso unas cualidades únicas de percepción y forma que los artistas adquieren como resultado de la edad en la fase tardía de su carrera? Hallamos la noción aceptada de edad y sabiduría en las últimas obras de ciertos artistas que reflejan una madurez especial, un nuevo espíritu de reconciliación y serenidad expresado, a menudo, mediante una transfiguración milagrosa de la realidad común. En obras tardías como La tempestad o El cuento de invierno, Shakespeare retoma las formas del romance y la parábola; asimismo, en Edipo en Colono de Sófocles, el retrato que se hace del héroe anciano es el de un hombre que por fin ha alcanzado una santidad extraordinaria y un sentido de la determinación. También existe el caso de Verdi, que en sus últimos años compuso Otelo y Falstaff, unas obras que no rezuman un espíritu de sabia resignación, sino una energía renovada y casi juvenil que da fe de una apoteosis de fuerza y creatividad artística.

Cualquiera de nosotros puede aportar pruebas fácilmente sobre por qué las obras tardías coronan una vida entera de esfuerzo estético. Rembrandt y Matisse, Bach y Wagner. Pero ¿qué hay de lo tardío no como armonía y resolución, sino como intransigencia, dificultad y contradicción no resuelta? ¿Y si la edad y una salud precaria no dan lugar a la serenidad de «la madurez lo es todo»? Tal es el caso de Ibsen, cuyas obras finales, sobre todo Al despertar de nuestra muerte, rompen con la carrera y el arte del artista y reabren las cuestiones de significado, éxito y progreso más allá del cual se supone que se desarrolla el período tardío del artista. Así pues, lejos de la determinación, las últimas obras de Ibsen dejan entrever la imagen de un artista furioso y trastornado para quien el medio del drama proporciona la ocasión de provocar más ansiedad, altera irrevocablemente la posibilidad de una clausura y deja al público más perplejo y descolocado que antes.

Es este segundo tipo de expresión de lo tardío como factor de estilo el que me resulta sobremanera interesante. Me gustaría examinar la experiencia del estilo tardío que implica una tensión no serena y no armoniosa, y, por encima de todo, una suerte de productividad deliberadamente no productiva contra…

Adorno usó la expresión «estilo tardío» de un modo memorable en el fragmento de un ensayo titulado «Spätstil Beethovens», fechado en 1937 e incluido en una recopilación de ensayos musicales publicada en 1964, Moments musicaux, y luego de nuevo en Essays on Music, un libro sobre Beethoven publicado póstumamente.1 Para Adorno, mucho más que para cualquier otro estudioso que haya tratado las últimas obras de Beethoven, esas composiciones que pertenecen a lo que se conoce como el tercer período del compositor (las cinco últimas sonatas para piano, la Novena sinfonía, la Missa solemnis, los seis últimos cuartetos para cuerda, las diecisiete bagatelas para piano) constituyen un acontecimiento de la historia de la cultura moderna: un momento en que el artista, a pesar de ser dueño absoluto de su medio, abandona la comunicación con el orden social establecido del que forma parte y alcanza una relación contradictoria y alienada con él. Sus obras tardías constituyen una forma de exilio. Uno de los ensayos más extraordinarios de Adorno es el que trata sobre la Missa solemnis, y que él califica como obra de arte alienada (verfremdetes Hauptwerk) en virtud de su dificultad, sus arcaísmos y su reevaluación extraña y subjetiva de la misa (EOM, pp. 569-583).

El análisis que hace Adorno (fallecido en 1969) sobre el período tardío de Beethoven mediante sus numerosos escritos es una clara construcción filosófica que sirvió como una suerte de punto de partida para todos sus análisis musicales posteriores. Para Adorno, la figura del compositor aislado, sordo y anciano resultó tan convincente como símbolo cultural que incluso apareció como parte de la contribución del filósofo al Doktor Faustus de Thomas Mann, en el que el joven Adrian Leverkühn queda impresionado por una conferencia sobre el período final de Beethoven que pronuncia Wendell Kretschmar; en el siguiente fragmento se puede percibir lo enfermizo que parece todo:

El arte de Beethoven se había sobrepasado a sí mismo. Desde las regiones habitables de la tradición, ante la mirada asustada de los hombres, había llegado a la esfera donde ya no subsistía más que su esencia personal, un yo dolorosamente aislado en lo absoluto y, además, desprovisto del elemento carnal por la pérdida de su oído; príncipe solitario en el reino del espíritu, de donde no emanaban ya sino escalofríos extraños, hasta para sus contemporáneos mejor intencionados, los cuales, llenos de estupor ante aquellos mensajes aterradores, solamente lo comprendían en raros instantes.2

Esto es casi Adorno en estado puro. Es un fragmento con muestras de heroísmo pero también de intransigencia. Ningún aspecto de la esencia del Beethoven del período tardío puede reducirse a la noción de arte como documento, es decir, a una lectura de la música que resalta «la realidad que sobresale» en forma de historia y de la sensación del compositor sobre su muerte inminente. Puesto que «de este modo», si uno resalta las obras solo como una expresión de la personalidad de Beethoven, dice Adorno, «las obras tardías quedan relegadas a los confines más alejados del arte, en los aledaños del documento. De hecho, los estudios sobre el Beethoven más tardío casi siempre hacen referencia a su biografía y destino. Es como si, enfrentado a la dignidad de la muerte humana, la teoría del arte se despojara de sus derechos y abdicara en favor de la realidad» (EOM, p. 564). El estilo tardío es lo que ocurre si el arte no abdica de sus derechos en favor de la realidad.

La muerte inminente está ahí, por supuesto, es algo que no se puede negar. Pero Adorno pone el énfasis en la ley formal del modo compositivo final de Beethoven, con lo que se refiere a los derechos de la estética. Esta ley resulta ser una curiosa amalgama de subjetividad y convención, evidente en tales recursos como «las secuencias decorativas de trino, las cadencias y las florituras» (EOM, p. 565). En una formulación sobre lo que es esa subjetividad, dice Adorno:

Esta ley se revela, justamente, en el pensamiento de la muerte. […] La muerte se impone solo en los seres creados, no en las obras de arte y, así, solo ha aparecido en el arte de un modo refractado, como alegoría. […] El poder de la subjetividad en las obras de arte tardías es el gesto irascible con el que se aleja de las obras en sí. Rompe sus vínculos, no con el fin de expresarse, sino para, de un modo inexpresivo, abandonar la imagen de arte. De las propias obras solo deja fragmentos tras de sí, y se comunica, como una clave, solo mediante los espacios en blanco de los que se ha desvinculado. Tocado por la muerte, la mano del maestro libera las masas de material que usó para formar; sus lágrimas y fisuras, testigos de la impotencia finita del yo enfrentado al ser, son su obra final [der endlichen Ohnmacht des Ichs vorm Seienden, sind ihr letztes Werk] (EOM, p. 566).

Obviamente, lo que fascinó a Adorno de la obra tardía de Beetho ven es su carácter episódico, su aparente indiferencia por su propia continuidad. Si comparamos una obra de la etapa intermedia, como la Heroica, con la sonata opus 110, nos sorprenderá la lógica integradora y del todo convincente de la primera y el carácter a menudo muy despreocupado y repetitivo de la segunda. El tema que abre la trigésimo primera sonata está espaciado de un modo poco fluido y, tras el trino, su acompañamiento —una figura digna de un estudiante, repetitiva y casi torpe— es, como muy bien dice Adorno, «descaradamente primitivo». Esta característica se repite en las obras tardías, en las que unas sólidas composiciones polifónicas sumamente abstrusas y complejas se alternan con lo que Adorno llama «convenciones», que son a menudo recursos retóricos en apariencia injustificados, o apoyaturas cuyo papel en la obra no parece integrado en la estructura. Adorno dice: «Su obra tardía permanece como proceso, pero no como desarrollo; más bien como un incendio que prende entre extremos, que no permiten la existencia de un terreno neutral seguro o armonía de espontaneidad». Así, tal y como dice Kretschmar en el Doktor Faustus de Mann, las obras tardías de Beethoven acostumbran a transmitir la impresión de que están inacabadas, algo sobre lo que el enérgico maestro de Adrian Leverkühn diserta largo y tendido en su disquisición sobre los dos movimientos del opus 111.

Adorno sostiene la tesis de que todo esto se basa en dos factores: en primer lugar, afirma que, cuando era un compositor joven, la obra de Beethoven era un todo vigoroso y orgánicamente entero, mientras que ahora se ha vuelto más caprichosa y excéntrica; y, en segundo lugar, que como anciano que se enfrentaba a la muerte, Beethoven se da cuenta de que su obra proclama, tal y como afirma Rose Subotnik, que «no es concebible una síntesis [pero es, en realidad] los restos de una síntesis, el vestigio de un tema humano individual profundamente consciente de la totalidad, y por consiguiente de la supervivencia, que la ha eludido para siempre».3 Así pues, todas las obras tardías de Beethoven transmiten un sentimiento trágico a pesar de su irascibilidad. Al final de su ensayo sobre el estilo tardío de Beethoven ya se hace evidente el modo conmovedor en que Adorno descubre esto. Tras apuntar que en Beethoven, así como en Goethe, hay una plétora de «material no aprehendido», observa luego que en las sonatas tardías las convenciones, por ejemplo, «afluyen» del caudal de las composiciones, «son abandonadas, se desvanecen». En cuanto a los sensacionales unísonos (de la Novena sinfonía o de la Missa), estos se combinan con unos grandiosos conjuntos polifónicos. Y añade Adorno:

Es la subjetividad lo que por fuerza atrae los extremos en el momento, llena la densa polifonía con sus tensiones, la desgarra con el unísono y luego se desvanece, y deja tras de sí el tono descarnado; lo que convierte la mera frase en un monumento a lo que ha sido, marca una subjetividad convertida en piedra. Las cesuras, las súbitas interrupciones que caracterizan, más que ningún otro rasgo, el Beethoven más tardío, son esos momentos de evasión; la obra se queda muda en el momento en que se queda atrás, y vuelca su vacío hacia fuera (EOM, p. 567).

Lo que Adorno describe aquí es la forma en que Beethoven parece habitar sus obras tardías como una personalidad que se lamenta y luego deja la obra o las frases incompletas, como si las abandonara de un modo abrupto, al igual que en los primeros compases del Cuarteto en fa mayor o el La menor. La sensación de abandono es especialmente aguda en comparación con la cualidad implacable y el gran empuje de las obras del segundo período, como la Quinta sinfonía, en la que, en momentos como el final del cuarto movimiento, uno tiene la sensación de que Bee thoven no puede apartarse de la pieza. Así, para concluir, Adorno dice que el estilo de las obras tardías es, a un tiempo, objetivo y subjetivo:

Objetivo es el paisaje fracturado, subjetiva es la luz en la que, sola, brilla y adquiere vida. Beethoven no propicia su síntesis armoniosa. Como poder de disociación, los divide con el fin, tal vez, de preservarlos para la eternidad. En la historia del arte, las obras tardías son las catástrofes (EOM, p. 567).

El quid, como siempre en Adorno, es el problema de intentar decir lo que da solidez a las obras, lo que les proporciona unidad y las convierte en algo más que una mera recopilación de fragmentos. Aquí muestra su aspecto más paradójico: uno no puede decir qué vincula las partes si no invoca «la figura que crean todas juntas». Uno tampoco puede minimizar las diferencias entre las partes, ya que daría la sensación de que el hecho de mencionar la unidad, o de darle una identidad específica, reduciría entonces su fuerza catastrófica. Así, la gran fuerza del estilo tardío de Beethoven es negativa, o, más bien, es negatividad: donde cabría esperar serenidad y madurez, hallamos un reto peliagudo, complejo y pertinaz, tal vez incluso inhumano. «La madurez de las obras tardías —afirma Adorno— no se asemeja a la de la fruta. No son… redondas, sino que parecen arrugadas, incluso agrietadas. Carecen de dulzura y, ásperas y espinosas, no se rinden a la mera degustación» (EOM, p. 564). Las obras tardías de Beethoven son irreconciliables y marginadas por una síntesis superior: no encajan en ningún sistema, y no se pueden reconciliar ni resolver, puesto que su irresolución y fragmentariedad no sintetizada son constitutivas, ni son ornamentales ni simbólicas ni nada más. De hecho, las composiciones tardías de Beethoven tratan sobre la «totalidad perdida» y, por lo tanto, son catastróficas.

Llegados a este punto, debemos regresar a la noción de lo tardío. ¿Tardío en qué sentido? Para Adorno, «lo tardío» es la idea de sobrevivir más allá de lo que resulta aceptable y normal; además, lo tardío incluye la idea de que uno no puede ir más allá de lo tardío de ninguna manera, no puede trascender o evadirse de lo tardío, sino ahondar en ello. No hay trascendencia ni unidad. En su libro Filosofía de la nueva música, Adorno dice que Schönberg prolongó en lo esencial las irreconciliabilidades, negaciones e inmovilidades del Beethoven tardío. Y, por supuesto, lo tardío retiene en sí la fase tardía de una vida humana.

Dos aspectos más. El motivo por el cual el estilo tardío de Beethoven caló tan hondamente en los escritos de Adorno es que, de un modo por completo paradójico, las obras finales de Beethoven, inmovilizadas y socialmente resistentes, constituyen la esencia del aspecto innovador de la música moderna de nuestra era. En la ópera de Beethoven Fidelio, la obra por antonomasia del período intermedio, la idea de humanidad es manifiesta de principio a fin, y con ella una idea de un mundo mejor. De un modo parecido, para Hegel los opuestos irreconciliables eran solubles mediante la dialéctica, con una reconciliación de los opuestos, una síntesis global, al final. El Beethoven del estilo tardío mantiene lo irreconciliable aparte, y al hacerlo «la música se transforma cada vez más, y pasa de ser algo significante a ser algo oscuro, incluso para sí».4 De este modo, el Beethoven del estilo tardío encabeza el rechazo de la música al nuevo orden burgués y vaticina el nacimiento del arte absolutamente novedoso y auténtico de Schönberg, cuya «música avanzada solo puede insistir en su propia osificación sin concesiones a ese supuesto humanitarismo a través del cual ve. […] Bajo las presentes circunstancias [la música] queda restringida a una negación definitiva» (PNM, p. 20). En segundo lugar, lejos de ser un fenómeno excéntrico e irrelevante, el Beethoven del estilo tardío, implacablemente alienado y oscuro, deviene la forma estética moderna prototípica, y en virtud de su distanciamiento y rechazo de la sociedad burguesa e incluso de una muerte tranquila, adquiere una trascendencia y un desafío incluso mayores por ese mismo motivo.

Y en muchos sentidos, el concepto de lo tardío, así como lo que implica en estas cavilaciones de lo más audaces y sombrías sobre la posición de un artista avejentado, parece convertirse para Adorno en el aspecto fundamental de la estética y de su propia obra como filósofo y teórico crítico. En mi interpretación de Adorno, con sus reflexiones sobre la música en el centro, lo veo como alguien que inyecta marxismo con una vacuna tan fuerte que disuelve su fuerza agitadora casi por completo. No solo los conceptos de avance y culminación en el marxismo se desmoronan bajo su riguroso desdén, sino que también le sucede lo mismo a todo aquello que insinúe un mínimo movimiento. Con la muerte y la senectud ante él, con un prometedor comienzo a sus espaldas, Adorno recurre al modelo del Beethoven tardío para soportar el final en forma de lo tardío pero por sí mismo, no como preparación para una obliteración de otra cosa. Lo tardío es estar al final, con la memoria intacta y muy consciente (incluso de un modo preternatural) del presente. Así, Adorno, al igual que Beethoven, se convierte en una figura de lo tardío en sí, en un comentarista escandaloso, extemporáneo, incluso catastrófico, del presente.

No es necesario recordar que Adorno es sumamente difícil de leer, ya sea en su original alemán o en cualquiera de sus traducciones. Fredric Jameson habla muy bien de la absoluta inteligencia de sus frases, su refinamiento sin par, de la forma en que frustran implacablemente un primer, segundo o tercer intento de parafrasear su contenido. El estilo prosístico de Adorno infringe varias normas: deja poco espacio para el entendimiento entre él y sus lectores; es lento, antiperiodístico, irreducible e inatenuable. Incluso un texto autobiográfico como Minima moralia es un ataque contra la continuidad biográfica, narrativa o anecdótica; su forma reproduce con exactitud su subtítulo —reflexiones desde la vida dañada—, una cascada de fragmentos discontinuos; todos ellos atacan de un modo u otro unos «todos» sospechosos, unas unidades ficticias presididas por Hegel, cuya excelsa síntesis muestra un gran desdén por el individuo. «La concepción de una totalidad mediante todos sus antagonismos lo obliga [a Hegel] a asignarle al individualismo, por mucho que lo designe un momento impulsor del proceso, una categoría inferior en la construcción del todo.»5

La respuesta de Adorno a las totalidades falsas, y en el caso de Hegel insostenibles, no supone tan solo decir que no son auténticas, sino, de hecho, escribir, ser, una alternativa mediante el exilio y la subjetividad, aunque un exilio y una subjetividad dirigidas a cuestiones filosóficas. Además, dice: «El análisis social puede aprender muchísimo más de la experiencia individual de lo que admitió Hegel, mientras que, a la inversa, las grandes categorías históricas […] ya no están por encima de la sospecha de fraude» (MM, p. 17). En la práctica del pensamiento crítico individual e irreconciliado se halla «la fuerza de la protesta». Sí, un pensamiento tan crítico como el de Adorno es muy idiosincrásico y a menudo muy oscuro, pero, tal y como escribió en «Resignación», su último ensayo, «el pensador inexorablemente crítico, que ni sobrescribe su conciencia ni permite que el terror lo obligue a entrar en acción, es en verdad aquel que no cede». Enfrentarse a los silencios y las fisuras es evitar el encasillamiento y la administración y es, de hecho, aceptar y poner en práctica todo lo tardío de su posición. «Todo aquello que se haya pensado puede eliminarse, olvidarse, incluso desvanecerse… [Aquí Adorno quiere decir que el pensamiento individual forma parte de la cultura general de la época y que, al ser individual, genera su propio impulso y se desvía o evita la general.] Aquello que en una ocasión se pensó de modo convincente, debe ser pensado en otro lugar, por otros: esta certeza acompaña incluso al pensamiento más solitario e impotente.»6

Por lo tanto, lo tardío es una suerte de exilio autoimpuesto que llega después y sobrevive a lo que es en general aceptable. De ahí la evaluación que Adorno hace del Beethoven tardío y su propia lección para su lector. La catástrofe que representa el estilo tardío para Adorno es que, en el caso de Beethoven, la música es episódica, fragmentaria, resulta dividida por las ausencias y silencios que no se pueden llenar mediante un plan general y específico, ni tampoco se pueden pasar por alto y restarles importancia diciendo «Pobre Beethoven, estaba sordo, se aproximaba a la muerte, son pequeños fallos a los que no debemos dar importancia».

Años después de la publicación de su primer ensayo sobre Beethoven, y en una especie de enérgica respuesta a su libro sobre la nueva música, Adorno publicó un ensayo titulado «Das Ältern der neuen Musik», el envejecimiento de la nueva música. En él hablaba de la música avanzada que había heredado los descubrimientos de la Segunda Escuela Vienesa y había empezado a «mostrar síntomas de falsa satisfacción», ya que se había convertido en una música colectivizada, afirmativa y segura. La nueva música era negativa, «el resultado de algo angustiante y confuso». Adorno recuerda lo traumático que resultaron para su público las primeras interpretaciones de los Altenberg Lieder, de berg y La consagración de la primavera, de Stravinski. Esa era la verdadera fuerza de la nueva música, la intrépida continuación de las consecuencias de las composiciones de estilo tardío de Beethoven. «Hace más de cien años Kierkegaard dijo, hablando como teólogo, que donde antes se abría un espantoso abismo, ahora se extiende un viaducto, desde el que los pasajeros pueden observar cómodamente las profundidades. La situación de la música (moderna y envejecida) no es distinta».

Del mismo modo en que el poder negativo del Beethoven tardío mana de su relación disonante con el impulso de desarrollo afirmativo de su música del segundo período, las disonancias de Webern y Schönberg se suceden «envueltas en un estremecimiento»; «son percibidas como algo extraño y son introducidas por sus autores con miedo y temblores». Reproducir las disonancias académicas o institucionalmente una generación más tarde sin riesgo, bien sea emocional o realmente, dice Adorno, es perder del todo la demoledora fuerza de lo nuevo. Si uno se limita a hilvanar una serie de hileras de notas alegremente, o si organiza festivales de música avanzada, se pierde la esencia de, por ejemplo, el gran logro de Webern, que fue yuxtaponer «la técnica dodecafónica… [con] su antítesis, la fuerza explosiva del individuo musicalmente»; ahora una música moderna envejecida, en contraposición a un arte tardío, viene a ser poco más que «un viaje vacío y brioso a través de unas partituras complejas en las que, en realidad, no ocurre nada».

Por consiguiente, en el estilo tardío existe una tensión inherente que abjura del mero envejecimiento burgués y que insiste en el sentido cada vez mayor de aislamiento y exilio y anacronismo que expresa el estilo tardío y, lo que es más importante, utiliza para sostenerse formalmente. Al leer a Adorno, desde los ensayos aforísticos sobre temas como los signos de puntuación y las cubiertas de libros recogidos en Notas sobre literatura hasts las grandes obras teóricas como Dialéctica negativa y Teoría estética, uno tiene la impresión de que lo que él buscaba en el estilo era la prueba que encontró en el Beethoven tardío de tensión sostenida, obstinación incómoda, de elementos tardíos y novedosos unos junto a otros en virtud de un «cepo implacable que mantiene unido aquello que, no con menos ahínco, intenta separarse». Por encima de todo, el estilo tardío tal y como es ilustrado por Beethoven y Scönberg no puede ser replicado mediante invitación, reproducción acomodaticia o por mera reproducción narrativa o dinástica. Se da una paradoja: el modo en que algunas obras estéticas en esencia irrepetibles, articuladas de un modo único, y no al principio sino al final de una carrera, pueden tener, a pesar de todo, una influencia en lo que viene después de ellas. ¿Y cómo penetra e informa esa influencia la obra del crítico, cuya empresa entera atesora obstinadamente su propia intransigencia y su extemporaneidad?

Desde un punto de vista filosófico, Adorno resulta inconcebible sin el modelo que proporcionó la Historia y conciencia de clase de Lukács, pero también es inconcebible sin su rechazo del triunfalismo y trascendencia implícita de las primeras obras. Si para Lukács la relación sujeto-objeto y sus antinomias, la fragmentación y pérdida y el perspectivismo irónico de la modernidad eran sumamente discernidos, encarnados y consumados en formas narrativas como las epopeyas reescritas de la novela y la conciencia de clase del proletariado, para Adorno esa elección concreta era, dijo en un célebre ensayo anti-Lukács, una especie de falsa reconciliación bajo coacción. La modernidad era una realidad no redimida, caída, y la nueva música, así como la propia práctica filosófica de Adorno, asumió el papel de convertirse en recordatorio incesantemente manifiesto de esa realidad.

En el caso de que este recordatorio fuera un mero no repetido o un esto no vale, el estilo tardío y la filosofía carecerían de todo interés y serían repetitivos. Tiene que haber un elemento constructivo por encima de todo que anima el procedimiento. Para Adorno, el rasgo más admirable de Schönberg es su severidad así como su invención de una técnica que proporciona a la música una alternativa a la armonía tonal y a la inflexión, el color y el ritmo clásico. Adorno describe el método dodecafónico de Schönberg en unos términos tomados casi textualmente del drama de Lukács del impasse sujeto-objeto, pero cada vez que hay una oportunidad de síntesis, Adorno hace que Schönberg la rechace. Lo que vemos es a Adorno construyendo una secuencia regresiva impresionante, un procedimiento final mediante el cual se abre paso por la ruta tomada por Lukács; todas las soluciones laboriosamente ideadas y ofrecidas por Lukács para salir del cenagal de la desesperación moderna son inutilizadas y desmanteladas con la misma laboriosidad por la explicación de Adorno de lo que quería decir en realidad Schönberg. Obsesionado con el rechazo absoluto de la nueva música de la esfera comercial, las palabras de Adorno eliminan el terreno social que subyace en el arte. Porque al enfrentarse al ornamento, a la ilusión, a la reconciliación, a la comunicación, al humanismo y al éxito, el arte se convierte en insostenible.

Todo aquello que no posee una función en la obra de arte -y, por lo tanto, todo lo que trasciende la ley de la mera existencia-
es retirado. La función de la obra de arte reside justamente en su trascendencia más allá de la mera existencia. […] Puesto que la obra de arte, a fin de cuentas, no puede ser realidad, la eliminación de todo rasgo ilusorio acentúa aún más el carácter claramente ilusorio de su existencia. Este proceso es ineludible
(PNM, p. 70).

¿Son así, en realidad, el Beethoven del estilo tardío y Schönberg, nos preguntamos finalmente, y está su música tan aislada en
su antítesis con la sociedad? ¿O acaso las descripciones que hace Adorno de ellas son modelos, paradigmas, constructos destinados
a realzar ciertas características y que, por lo tanto, confieren a ambos compositores cierta apariencia, cierto perfil en y para la escritura de Adorno? Lo que Adorno hace es teórico, es decir, su construcción no se supone una réplica de la verdadera cosa, y en caso de que lo hubiera intentado, habría sido poco más que una copia domesticada y prefabricada. La ubicación de la escritura de Adorno es la teoría, un espacio donde puede construir su dialéctica negativa desmitificadora. Tanto si escribe sobre música como literatura, filosofía abstracta o sociedad, la obra teórica de Adorno siempre es; de un modo extraño, sumamente concreta; a saber, escribe desde la perspectiva de la larga experiencia más que de los inicios revolucionarios, y todo lo que escribe está saturado de cultura. La posición de Adorno como teórico del estilo tardío y el desenlace es una extraordinaria sapiencia, el polo opuesto de Rousseau. También está la suposición (de hecho, la asunción) de riqueza y privilegio, lo que hoy día llamamos elitismo y, de un tiempo a esta parte, incorrección política. El mundo de Adorno es el mundo de Weimar, del modernismo, de los gustos lujosos, de un amateurismo inspirado si bien ligeramente ahíto. Nunca fue tan autobiográfico como en el primer fragmento, titulado «Para Marcel Proust», de Minima moralia:

El hijo de unos padres acaudalados que, gracias a su talento o su debilidad, decide dedicarse a una supuesta profesión intelectual, como artista o estudioso, disfrutará de una especial mala relación con todos aquellos que ostenten el desagradable título de colegas. No es tan solo que le envidien su independencia, que desconfíen de la seriedad de sus intenciones y que lo consideren un enviado especial de los poderes establecidos. Es probable que tales sospechas, a pesar de que revelan un resentimiento secreto, a menudo estén bien fundadas. Pero la verdadera resistencia se revelará de otro modo. Hoy día, la ocupación relacionada con quehaceres de la mente se ha convertido en algo «práctico», en un negocio con estricta división de trabajo, departamentos y entrada restringida. El hombre de medios independientes que la elige por repugnancia a la ignominia de ganar dinero, no estará dispuesto a reconocer tal hecho. Y por eso es castigado. No es un «profesional», será considerado en la jerarquía competitiva como un diletante por muy vastos que sean los conocimientos que posea sabre la materia en cuestión, y deberá, si quiere labrarse una carrera, mostrar una actitud de miras más estrechas que el especialista más inveterado.

El hecho dinástico de importancia aquí es que sus padres eran acaudalados. No menos importante es la frase en la que, tras describir a sus colegas como seres envidiosos así como recelosos de su relación con «los poderes establecidos», Adorno añade que estos recelos están bien fundados, lo que equivale a decir que en una disputa entre las lisonjas de un intelectual de la rue de Faubourg Saint-Honoré y las del equivalente moral de una asociación perteneciente a la clase trabajadora, Adorno preferiría aquellas y no éstas. Por una parte, sus predilecciones elitistas son, por supuesto, una función de la clase a la que pertenecía. Pero, por otra, lo que le gusta de ella, tras abandonar sus filas, es su sentido de comodidad y lujo; esto, insinúa en Minima moralia, le permite alcanzar una familiaridad continúa con las grandes obras, los grandes maestros y las grandes ideas, no como temas de la discipline profesional, sino como prácticas que podía permitirse el asiduo de un club. Sin embargo, este es otro motivo por el que resulta imposible asimilar a Adorno en ningún sistema, ni tan siquiera en el de la sensualidad de las clases altas: Adorno desafía, literalmente, la predicibilidad, y centra su mirada desafecta, pero rara vez cínica, en prácticamente todo aquello que queda dentro de su campo de visión.

No obstante, al igual que Proust, vivió y trabajó toda su vida junto a, e incluso como parte de, el tejido cohesivo de la sociedad
occidental: las familias, las asociaciones intelectuales, la vida musical y de conciertos, y las tradiciones filosóficas, así como toda clase de instituciones académicas. Sin embargo, siempre se mantuvo al margen, sin llegar a involucrarse de lleno en ninguna de ellas. Era un músico que nunca hizo carrera como tal, un filósofo cuyo principal tema de estudio fue la música. Y, a diferencia de muchos de sus homólogos académicos o intelectuales, Adorno nunca fingió una neutralidad apolítica. Su obra es como una voz contrapuntística entrelazada con el fascismo, la sociedad burguesa de masas, y el comunismo, inexplicable sin ellas, siempre crítico e irónico con ellos.

Por lo tanto, considero acertado ver la relación que Adorno tuvo a lo largo de toda su vida con el Beethoven del tercer período como la elección tomada con sumo cuidado de un modelo crítico, una construcción hecha para el beneficio de su propia realidad como filósofo y crítico cultural en un exilio forzado de la sociedad que lo hizo posible en primer lugar. Luego ser tardío significaba llegar tarde para (y rechazar) muchas de las ventas que ofrecía la cómoda pertenencia a la sociedad, una de las cuales, no la menos importante, era no ser leído ni entendido fácilmente por un grupo numeroso de personas. Por otro lado, la gente que ha leído e incluso admirado a Adorno percibe en sí misma una especie de concesión a regañadientes de su desagradabilidad deliberada, como si no fuera tan solo un filósofo académico serio, sino un antiguo colega avejentado, desatento e incluso bochornosamente sincero que, a pesar de haber abandonado su círculo, se obstina en ponerle las cosas difíciles a todo el mundo.

He hablado de Adorno de este modo porque alrededor de su obra increíblemente peculiar e inimitable se han fusionado cierto número de características generales del desenlace. En primer lugar, al igual que algunas de las personas a las que admiraba y conocía -Horkheimer, Thomas Mann, Steuermann-, Adorno era una persona mundana, en el sentido francés de mondain. Urbanita y urbano, reflexivo, era, por increíble que parezca, capaz de encontrar cosas interesantes que decir sobre algo tan sencillo como un punto y coma o un signo de admiración. A estas cualidades se le añade el estilo tardío; el de un europeo ya mayor pero de mente ágil, con una gran cultura, muy poco dado a la serenidad ascética o la madurez sosegada: no hay en él titubeos torpes en busca de referencias o notas a pie de página o cites pedantes, sino siempre una habilidad culta y muy segura de sí misma para hablar igual de bien
sobre Bach y sus entusiastas, sobre la sociedad y la sociología.

Adorno es una figura tardía porque gran parte de sus actos se caracterizaron por una militancia feroz contra su propia época. A pesar de que hizo gala de una gran producción escrita en diversos campos, atacó los principales avances en todos ellos, como si fuera una tormenta de ácido sulfúrico que se desatara sobre el conjunto. Se opuso al concepto de productividad siendo él mismo el tutor de una superabundancia de material, ninguno del cual era comprimible en un sistema o método adorniano. En una época de especialización, Adorno fue católico y escribió sobre prácticamente todo lo que había sucedido antes que él. En su territorio -música, filosofía, tendencias sociales, historia, comunicación y semiótica no tenía reparos en admitir que era un jerarca. No hay concesiones a sus lectores, no hay resúmenes, temas triviales, indicaciones de ayuda o alguna simplificación práctica. Y jamás hay lugar para ningún tipo de solaz o falso optimismo. Una de las impresiones que se tiene al leer a Adorno es que es una suerte de máquina furiosa que se descompone a sí mismo en partes cada vez más pequeñas. Como el miniaturista, tenía predilección por el detalle implacable: busca y detecta hasta la última imperfección, que lo miren con una sonrisa pedante.

Era el Zeitgeist lo que detestaba Adorno y el objeto de los insultos de todos sus escritos. Todo en él, para los lectores que alcanzaron la mayoría de edad en las décadas de 1950 y 1960, era de antes de la guerra y, por lo tanto, pasado de moda, tal vez incluso vergonzoso, como sus opiniones sobre el jazz y sobre compositores reconocidos universalmente como Stravinski y Wagner. Para él lo tardío equivalía a regresión, a ir del ahora al entonces, cuando la gente debatía sobre Kierkegaard, Hegel y Kafka con conocimiento de causa, no gracias a los resúmenes o a los manuales. Uno tiene la sensación de que Adorno había mamado desde su infancia los temas de los que escribía, que no se trataba de algo que hubiera aprendido en la universidad o en las fiestas de moda.

El aspecto que me resulta más interesante de Adorno es que se trata de un individuo especial del siglo XX, el romántico de finales del siglo XIX perteneciente a otra época decepcionado o desilusionado que lleva una existencia casi extática separada de, y sin embargo en una especie de complicidad con, unas formas nuevas y monstruosas: el fascismo, el antisemitismo, el totalitarismo y la burocracia, o lo que Adorno llamó la sociedad administrada y la industrie de la conciencia. Era un individuo muy secular. Como la mónada leibniziana con la que acostumbraba a hablar de la obra de arte, Adorno -y junto con él otros cuasi-contemporáneos como Rchard Strauss, Lampedusa y Visconti- es eurocéntrico a machamartillo, se muestra indiferente a las modas y se resiste a todo plan asimilativo; sin embargo, de un modo extraño, refleja la angustia del desenlace sin falsas esperanzas o resignación artificiosa.

Al final, tal vez sea la tecnicidad de Adorno lo que resulta tan importante. Sus análisis del método de Schönberg en Filosofía de la nueva música dan palabras y conceptos al funcionamiento interno de un nuevo punto de vista tremendamente complejo en otro medio, y lo hace con una conciencia técnica prodigiosamente exacta de ambos medios, la palabra y los tonos. Una forma más
adecuada de decirlo es que Adorno nunca deja que las cuestiones técnicas se interpongan en su camino, nunca se deja sobrecoger por su complejidad o por la evidente maestría que exigen. Puede ser más técnico elucidando la técnica desde la perspectiva de lo
tardío, viendo el primitivismo stravinskiano bajo la luz de la colectivización fascista tardía.

El estilo tardío se encuentra en, pero, al mismo tiempo y de un modo extraño, alejado del presente. Solo algunos artistas y pensadores hacen gala de la suficiente preocupación por su profesión para creer que ésta también envejece y debe enfrentarse a la muerte con una memoria y unos sentidos cada vez más débiles. Tal y como dijo Adorno sobre Beethoven, el estilo tardío no admire las cadencias definitivas de la muerte; sino que la muerte se aparece de un modo refractado, como ironía. Pero con el tipo de solemnidad opulenta, fracturada y, en cierto modo, inconsistente de una obra coma la Missa solemnis, o en los propios ensayos de Adorno, lo irónico es que a menudo lo tardío como tema y estilo nos recuerda una y otra vez la existencia de la muerte.