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Ed. Ediciones Galería del Escusado, año 2002. Textos de Rodrigo Quijano. Tamaño 25.5 x 20 cm. En papel ilustración de alto gramajeEstado: Excelente. Cantidad de páginas: 40

Lima 01, de Philippe Gruenberg y Pablo HareEn la reciente historia de la Ciudad de Lima, fueron las calles y no los edificios quienes pasaron a ser protagonistas de la vida diaria. O por lo menos lo fueron las gentes masivamente extraviadas en ese mapa y no los alguna vez elegantes templos residenciales y comerciales que estas fotografías literalmente invaden, edificios que hoy se yerguen como vacíos signos de un moderno horizonte urbano jamás consolidado. Tal vez por eso, la mirada del trabajo de Philippe Gruenberg y Pablo Hare que penetra hoy en la oquedad de esos recintos, nos deja ver la proyección de ese perfil perdido como un virtual wallpaper del abandono, donde estos entornos privados, aunque vacíos, se hallan literalmente impregnados de un invertido skyline casi tan ajeno como lejano. Espacios vacíos en los que el escaso mueblario o el desperdicio son las huellas del veloz olvido, por supuesto, pero sobre todo la imagen inigualable de cómo un pedazo de ciudad y de su grave historia logran en efecto pasar por el ojo de una aguja. Pues antes de ser el delicado ejercicio del registro de una toma en pinhole, estas imágenes son más bien o también el registro inadvertido de una serie de sucesos en la vida urbana, en los que de manera parecida al blow up cortazariano, todo está en los detalles.

De una manera análoga, igualmente, ahí en donde en la antigüedad se nos dice que Aristóteles concibió una camera obscura para poder ver un eclipse, aquí los autores han concebido una en la que aquello que vemos realmente es la historia de un ocaso. El ocaso de la ciudad de Lima, o si se prefiere, el desvencijamiento de un simulacro, de una cordial mentira encerrada en un espacio urbano, cuyas coordenadas tuvieron supuestamente alguna vez la meta de una organización dada,
de una sociedad ideal organizada.

Lima 01, de Philippe Gruenberg y Pablo Hare1Y sin embargo, la Ciudad de Lima carece de un diseño específico en la actualidad. Su diseño original de damero que data del siglo XVI, respondió alguna vez a las necesidades de cuadrícula de una sociedad colonial rígidamente estamentada. Y a pesar de que esa organización de las relaciones entre su población fue parte de una nacionalización del espacio vinculada al renacimiento, con ese diseño esta ciudad funda en la historia y en la cultura un centro absoluto de exclusión, social y étnicamente expresado por siempre en sus calles. En más de un sentido, esa es la Lima original y esa particularidad perdura hasta hoy, en la medida en que todo limeño, por nacimiento o por adopción, sabe que Lima refiere principalmente no al conjunto de la ciudad, sino a ese centro original, hoy simbólica y geográficamente descentrado.

Sus ampliaciones posteriores fueron y son meras extensiones y agregados espontáneos, que configuran una suerte de patchwork urbano, que de muchas formas define el uso de la ciudad por sus habitantes y la desordenada historia de su crecimiento, una historia a la cual no siempre le ha sido esquiva la violencia y la sangre de sus moradores.

Su último real intento de planificación urbana, en base a las afrancesadas perspectivas tomadas del reordenamiento del París
napoleónico a manos del Barón Haussmann, sucedió a fines del XIX, bajo el trunco gobierno del Presidente Piérola. En esa ocasión sin embargo, la administración de una crisis política más fuerte que los anhelos de cierta modernización expresados en el diseño de la ciudad, hizo que aquellos quedaran igualmente truncos y no fueran terminados sino ya avanzado el siglo XX, con otras crisis y otros parecidos administradores en el horizonte. El alcance de esa modernización y de esas perspectivas, sin embargo, es visible en el área reducida que ocupa esa planificación. Si bien varias de esas ampliaciones expresadas primero en boulevards virtuales, alamedas boscosas y pequeñas avenidas fueron el espacio privilegiado de una Lima con anhelos de patriciado burgués, no hay que caminar muy lejos, ni escarbar muy profundo, para dar cuenta del carácter paradigmáticamente simulado de esa modernización. Abruptamente cortadas como un sueño, esas avenidas y perspectivas de elegancia afrancesada acabaron frente a frente a los muladares, callejones y rancheríos que ocuparon la servidumbre y la plebe ciudadana expulsadas del diseño urbano.

Una superficial arqueología urbana daría perfectamente cuenta del carácter de esa transformación que, como el set de un viejo
western, hizo de las fachadas y de los falsos agregados y dinteles un arte en sí mismo, y del corazón de la quincha y el barro
colonial, la armazón estructural de todo ese pretendido afrancesamiento, una metáfora perfecta de la verdadera orientación de la ciudad en materia de crecimiento. El verosímil pequeño flaneur benjaminiano de estas calles y avenidas limeñas conoció sin
duda la estrechez de esta brevísima experiencia urbana.

Ese diseño incluyó de manera perdurable también, la convivencia del lujo y la precariedad, una característica que va más allá de cualquier explicación atribuible al subdesarrollo o a la tercermundización de las realidades. En el fondo, el diseño urbano
de estas características implica la expectativa de un espacio ideal, que es el del espacio público convertido en recinto privado de sus habitantes más poderosos. Si el rancherío y el callejón (dos versiones locales de la tugurización) convivieron hasta muy
entrado el siglo XX con la casona y la mansión, se debió a que las relaciones del paternalismo hicieron necesarias las proximidades
de la servidumbre. Esas relaciones se verían alteradas más adelante con la incipiente incorporación del trabajador asalariado urbano en la postguerra. Sin embargo, la otra institución urbana de la empleada doméstica cama adentro, emula un rezago de esas relaciones, en las que toda conquista laboral moderna de horarios y respectivos salarios queda suspendida por pertenecer al universo de lo privado y en donde el servicio doméstico se encuentra, literalmente, al alcance de la mano. En la actualidad ese modelo subsiste de algún modo en las virtuales cites dortoirs que en algún momento fueron las ciudadelas marginales que rodean Lima y en los barrios obreros que cohabitan junto a los residenciales. A diferencia de Santiago o Buenos Aires, atravesar Lima es imposible sin pasar de una isla de abundancia a otra de necesidad. La ciudad es en ese sentido un archipiélago polarizado en el que pobreza y riqueza conviven en ese diseño, porque su puesta en acción asegura la invisibilidad de la otredad de la pobreza o de la subalternidad, y Lima, más que ninguna otra capital del hemisferio, ha sabido crecer con esa tipología incorporada.

Lima 01, de Philippe Gruenberg y Pablo Hare2El crecimiento vertical de la ciudad, de su citado centro, sucedió luego del crecimiento horizontal con el que caminaron las clases medias emergentes en las segunda y tercera décadas del siglo XX. Pero los edificios horadados por el trabajo fotográfico de Gruenberg y Haré fueron construidos en la postguerra y pertenecen al horizonte de relativa prosperidad comercial que, luego de algunos terremotos, deshizo también el paisaje histórico colonial de la ciudad con avenidas anchas, e incluso transplantó casonas coloniales hacia otras zonas de crecimiento urbano, en donde fueron simbólicamente reubicadas, mientras el concreto hacía lo suyo en la transformación de la ciudad.

Los nombres de muchos de estos edificios llevan los reconocibles apellidos de familias de exitosos comerciantes, que fueron
reemplazando los más viejos apellidos vinculados a la pretendida aristocracia que vivió en las casonas desplazadas, o si prefiere,
meramente reemplazadas. Pero si estos edificios, antes lujosos, son ahora susceptibles de transformarse en cámaras oscuras en cuyo
interior aparece la proyección de la ciudad a la que pertenecieron, es porque fueron paulatinamente siendo abandonados en las últimas
tres décadas del siglo XX. El abandono de oficinas y departamentos o comercios, coincidió con la masificación abierta de las calles. Como a las puertas de un castillo cerrado, la calle asumió entonces el espacio de la heterogeneidad y del conflicto de la sociedad generada por la migración del campo a la ciudad, y fue el escenario desnudo de individuos masivamente orientados por la búsqueda de ciudadanía.

En la serie de Gruenberg y Hare, la imagen de la ciudad ha pervadido efímeramente las oscuras paredes de estos recintos privados y cerrados sobre sí mismos frente a una calle masificada, y lo que vemos realmente en la serie es el registro en placas de la exposición de estos edificios a la ciudad. De este modo, la ciudad interviene y deshace la fantasmagoría del interior de la que hablaba Benjamin refiriéndose al fetiche del universo privado. Una fantasmagoría intervenida aquí por otra, en realidad, que es la del espectro de luz que ingresa por el pequeño orificio del pinhole. Pero aquello que ingresa en estos recintos que han vivido por años con los ojos cerrados, es también el perfil deshecho de la utopía que subyace a todo modelo urbano. Es la fantasmagoría de la relación entre el espacio y el tiempo, que establece un orden moral o social determinado y que aquí al penetrar, funciona como un terrible flashback en el cerebro desconectado y a oscuras, de un fósil urbano de varios pisos y de varios años por encima de su entorno.

Pero mucha de la precariedad que penetra en los departamentos en abandono, es también precisamente el abandono, pues en el entorno hay otros edificios y calles deshabitadas y en ruinas, que en la proyección de la luz que viene de la calle, los sitúa de plafond, de cielo raso. En cierto modo, el horizonte ahí invertido posee la eficacia simbólica de dar cuenta de otro ordenamiento espacial ahí afuera, la mítica inversión del mundo, o dicho sea de otro modo, la posibilidad de otros mundos o modelos posibles de ordenamiento, los mismos que entran en actividad en el deseo implícito de todo anhelo urbano. Sólo que aquella parte de la ciudad que vemos en este caso es, literalmente, ilusión: la desilusión está del otro lado.

Lima 01, de Philippe Gruenberg y Pablo Hare3Los encuadres de la serie van recorriendo la ciudad desde distintos ángulos y algo hay en ello que recuerda el perfil panóptico de ciertas planificaciones urbanas. Ese planteamiento de la utopía urbana cuyo reverso es el control, se reprodujo en la ciudad bajo su versión electrónica del video de vigilancia, que los servicios de espionaje y represión de la más reciente dictadura local ubicaron en puntos clave de la ciudad. Ojo de la cerradura más que pinhole en sentido estricto, ese soporte electrónico de espionaje fue el acompañante ideal del trompe l’oeil dictatorial, cuya afición al simulacro hizo de los encuadres fijos y la adicción al video de vigilancia, parte del sistema del engaño y la desilusión hecha realidad enfática.

Como parte de ese simulacro, la ciudad y sus calles fueron también artificialmente reconvertidas en un espacio no conflictual, bajo la operación de una recuperación oficial de las calles antes tomadas por la vida diaria de la población sin fuentes de trabajo. De hecho, en la reciente experiencia urbana limeña, la palabra recuperación se utilizó con casi estudiada ambivalencia, reelitizando espacios públicos y reformulando el uso de las calles principales del centro histórico, haciendo uso de reconstrucciones históricas decorativas para la reproducción de una memoria colectiva aseptizada y retocando una escenografía colonial, en el que incluso falsos virreyes y falsas cortesanas pasearon en calesas y en vestido de época, dándole el último detalle simbólico a las nuevas normativas del uso del espacio público, tan desmasificado como despolitizado.

Lima 01, de Philippe Gruenberg y Pablo Hare4Una escenografía virtualmente waltdisneyana que coincidió con la organización de la primera bienal internacional de arte más importante de la ciudad, cuya dimensión de espectáculo extendido y distribuido en edificios recuperados para la ocasión, se propuso como el armonioso espacio sin aristas dedicado a una actividad sancionada desde esa perspectiva como sublime: la ciudad convertida en lugar idílico. Algo que un estudioso como Marín, hablando de la dimensión espectacular de espacios urbanos inventados, del tipo Disneylandia, llamaría una utopía urbana degenerada.

Ante eso, el virtual panoptismo de esta serie en pinhole, promete en cambio, en su retorno al grado cero de la fotografía, el mundo opuesto al simulacro autoritario de la dictadura. Su opción por el uso no tecnologizado de lo fotográfico, aspira en cierto modo a una reflexión acerca de lo que hay afuera. O si se prefiere, a una
especulación sobre el sentido y sobre la praxis fotográfica en sí misma, a medida en que el registro fotográfico acerca de lo fotográfico -la actual reproducción en placas de la efímera proyección en pinhole-, abre un discurso acerca de lo real y su ilusión.

Frente a eso, las referencias conocidas acerca de las analogías entre el proceso fotográfico y la caverna de Platón, por lo general apuntan todas al mismo lugar: es imposible, nos dicen, salir de la caverna y la única posibilidad es abandonarla para entrar en otra. La unidad estética del modelo original natural y de su copia habría sido históricamente deconstruido por la operación fotográfica y su multiplicidad. En cierto modo, en esta serie, la imagen captada por intermedio del pinhole, extrema esa operación, pues se trata de una mecánica óptica en el fondo no muy distante de una operación más sencilla, como la de la reflexión de un objeto en un espejo.

De hecho, la imagen invertida involuntariamente, es el registro
físico elemental de lo no manipulado. Y curiosamente, de modo general, es el proceso fotográfico ya tecnificado (a través de la inversión de la imagen en su puesta al derecho y en su positivado) la que le da «el efecto de realidad» a las imágenes de lo fotografiado. El haz de luz que ingresa a los oscuros recintos de estos edificios y que ha sido registrado aquí, resulta de este modo una apuesta por la ilusión radical, frente a la empresa de la simulación de objetividad que propone lo técnico y su manipulación -con o sin signo ideológico. Pero tal vez, es por sobre todo una metáfora lo-fi acerca de un complejo proceso urbano, acerca de su historia y sus individuos, en el que el título de Lima 01
refiere evidentemente al código postal de la zona céntrica de la ciudad, y tal vez también al año en que se desarrolló el proyecto, y porqué no al deseo utópico del año 1 de un momento radicalmente distinto del que lo precedió, a la posibilidad de otros tiempos y espacio posibles, a otra experiencia del mundo.

Philippe Gruenberg (Lima 1972), estudió economia y filosofía en la London School of Economics and Political Science y posteriormente fotografía en Ginebra y luego en Lima como alumno libre en el instituto Gaudí. Ha participado en diversas muestras colectivas en el Perú y en el extranjero desde 1998. Es miembro fundador del colectivo Espacio la Culpable. Actualmente vive y trabaja en Lima.

Pablo Hare, (Lima 1972), estudió fotografía en el instituto Gaudí, cinematografia en la Escuela Internacional de Cine y TV de San Antonio de los Baños, Cuba. En el año 2000 es becado por la Kunsthochschulle für Median Köln para seguir cursos de cine y producir su tercer cortometraje. A partir de 1993 paticipa en diversas muestras colectivas en el Perú y en el extranjero. En el año 2000, presenta Isla Grande, su primera individual y en el 2001 La Ruta, bipersonal junto con Santiago Roose. También obtuvo una residencia en la Cité Internationale des Arts, Paris, Francia. Es miembro fundador del colectivo Espacio la Culpable. Actualmente vive y trabaja en Bath, Inglaterra.

Rodrigo Quijano